Dédalo. Camilo Bogoya
en su taller, dibujando triángulos y pirámides. Lo llevan a rastras delante de Minos.
—Ya sé que le hablo a un cadáver.
Dédalo dice con tranquilad:
—Yo no soy más que un intermediario. Es la historia de tu padre. Un toro, tu papá, viola a una ninfa aterrada, tu mamá. Son los dioses que nos castigan. Los dioses que aman las repeticiones.
Pasifae se ha sosegado. Ya no piensa en la blancura del toro ni en su indiferencia. No hay un lugar en su corazón para el agradecimiento o la amargura; es como nacer de nuevo. Llena de perspicacia y de luz, Pasifae acaricia el vientre que se va hinchando, un globo de piel tensa que podría elevarla del piso, llevándosela por el cielo, semejante a esas monstruosas vejigas de cabra que en las fiestas se atan de un lazo.
Dicen las comadronas que son dos, acaso tres, las bocas que comen en el interior de la esposa del rey. Un concurso se ha hecho entre las mujeres, una vasija de oro se le dará a quien acierte el día del alumbramiento. Los adivinadores anuncian un embarazo aterrador. Mientras el pueblo aguarda, los profetas hablan de un futuro que será la gloria y la ruina de la isla. Dédalo visita los oráculos. En las frías cavernas horadadas por el mar, en los templos de piedras calcinantes, en el nacimiento de las riveras se dice lo mismo. Las sacerdotisas ven con incertidumbre las entrañas de los becerros, el vuelo desordenado de las aves.
Durante horas, Dédalo construye unas enormes astas de papel impulsadas por un esclavo que corre sobre un tronco hasta caer de extenuación. Las brisas sosiegan los calores de la reina, despercuden su rostro inflamado, elevan su túnica y dejan ver la metamorfosis. Esa visión de belleza y espanto es la recompensa que reciben los esclavos por morir trotando sobre un tronco.
Obedeciendo a Pasifae, el arquitecto empieza a fabricar un vasto mobiliario infantil. Dédalo presiente que nadie jugará en esas galerías de goznes y encajes; nadie, solo él, quien se divierta a solas soñando que juega con un niño, ese niño que él asesinó, que era demasiado grande para estar con las rodillas en el suelo, arrastrando juguetes y volúmenes, inventor del compás y la sierra; un niño que tal vez alcanzó a entrever la obra futura de su maestro.
El parto se avecina. Le piden a Dédalo que ingenie una cama donde la reina sufra lo menos posible, un lecho suave y esponjoso, capaz de soportar la mole de una parturienta que no ha hecho sino desmenuzar corderos y pelar costales de frutas. El arquitecto concibe una frazada de grandes proporciones, la rellena con el plumaje de miles de aves. En ese lecho liviano Pasifae da a luz a un cuerpo que no llora, hombre desde el pecho hasta los pies, toro desde los hombros hasta la frente, la coronilla, la punta húmeda y temblorosa del hocico.
en mi pueblo también hubo uno que nació con cachos, dice la guardiana, yo lo vi, los turupes en la frente, decían que nació golpeado, que era la violencia, puros cuentos, el bebé creció y le crecieron las antenas, cuando aprendió a hablar y a decir de quién era hijo, la familia se lo dejó a los curas, y los curitas lo echaron al monte, una criatura abandonada, un niño más raro que una gallina con dientes
Luego de dar a luz, Pasifae se llena de coraje y le ofrece a la bestia un seno que parece una bola de cristal. Con el hambre de haber llegado al mundo, la aberración biforme, toro de la cabeza a las clavículas, repitámoslo, arranca el pezón de un mordisco.
Una diosa enemiga ve el amamantamiento. Escondida en una nube, Afrodita hace retoñar la punta de la teta, rosada y turgente. La diosa del amor, la misma que provocó en Pasifae un deseo inconcebible por un toro blanco, supone que la reina dará de nuevo el pecho y se repetirá el ciclo de mordiscos y pezones que renacen, y un dolor sin fin la demolerá. Sin embargo, el hijo deforme es tirado a un calabozo. Pasifae conserva sus dos senos, uno de ellos más afilado. Su hijo, tras las rejas, mastica un trozo de carne humana, un trozo de carne que chupa como triturando el césped.
¿De qué sirve lanzar insultos y consternaciones al cielo? Hay que buscar un culpable entre los hombres, y ese pernicioso individuo es un desterrado, un arquitecto que vino pidiendo benevolencia y lo único que ha conseguido es convertirse en el cómplice de una aborrecible gestación.
Dédalo, su cabeza inclinada, su voz temblorosa, propone enmendarse construyendo un laberinto. Ahí se podrá ocultar el fruto de un desliz tan insensato. ¿Un laberinto? Sí, un soberbio edificio, inimaginable, ajeno a los terremotos y a los saqueos, una galería de galerías donde la criatura pueda tener un hogar fuera del alcance y la vista de todos nosotros, una casa donde no lo veamos crecer y de la cual nunca pueda huir.
—Le darás la carne de tus enemigos —dice Dédalo—, recuerda que la bestia solo come carne humana.
—Debería cortarte un brazo —responde el rey—. Tienes pocos días. Fuera de aquí, traidor.
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