Saint X. Alexis Schaitkin

Saint X - Alexis Schaitkin


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ahora— porque lo creyera realmente, sino más bien porque parecía una postura muy adulta.

      En todo caso, también mis elecciones de vivienda confirmaban una apariencia de lo que debía ser la vida urbana a los veintitantos. Estuve dos años en ese asqueroso departamento de Prospect Heights. (En las tardes frescas de verano, cuando el cielo se convertía en un camino de terciopelo peinado después de un atardecer a las nueve de la noche, las estrellas brillantes ofrecían una preciosa perspectiva celestial desde el patio resquebrajado.) De allí me fui a una casa de piedra rojiza en Bed-Stuy, donde una docena de tipos creativos habían organizado un sistema de vida en comuna: rotación de cocina y limpieza, “reuniones familiares” semanales. Cuando lo novedoso de esta forma de vida se transformó en un hastío —por ser un drama perpetuo—, subarrendé ilegalmente el sótano de una mansión, antes grandiosa y ahora decrépita, en la zona este de lo que podría considerarse, con cierta confusión, el Ditmas Park, a unas pocas manzanas del corazón del Caribbean Flatbush. Mi estudio tenía dos y media ventanas en la parte alta de una pared, con vistas a una acera a nivel de la calle, o sea, que desde mi escritorio podía observar los pies sin cuerpo de los que pasaban por allí: botas negras de stilleto, zapatos deportivos Adidas parchados con cinta canela, sandalias verdes. La habitación estaba iluminada por la chillona luz amarilla de dos focos desnudos que colgaban del techo.

      No tenía por qué vivir así. Mis padres me depositaban una cantidad considerable en mi cuenta de cheques cada mes. Supongo que escogí este tipo de vivienda porque yo era una chica privilegiada con ganas de probarme a mí misma que no necesitaba las comodidades que siempre había tenido (y también con ganas, he de añadir, de hacerlo antes de que fuese demasiado mayor y ya no poderlo disfrutar). Es el tipo de cosas, en otras palabras, que uno hace no porque quiera hacerlas, pero sí porque quiere haberlas hecho para tener una historia que contar dentro de unos años en una fiesta o en las gradas de una cancha de futbol soccer (pura magia, el zapateo de tu hijo con sus pequeños tacos).

      Debo admitir que estaba algo impresionada conmigo misma por vivir en un edificio donde era una de las pocas inquilinas blancas. Qué orgullo tan sagaz el mío, hacer un viaje de ida y otro de vuelta, de casa al trabajo, e ir viendo cómo los demás pasajeros blancos iban vaciando el autobús, y qué triunfo tan dulce aquellas noches cuando los sobrevivía a todos. Cuando seis meses después de haberme mudado allí se comenzó la construcción de un condominio de lujo a tres manzanas de mi estudio, me sentí genuinamente agraviada. Creo que también habré pensado que poseía un nivel mental superior por vivir allí, entre esa gente, a pesar de lo que le había ocurrido a mi hermana. Esto debió ser parte de la razón por la cual escogí vivir allí, en la frontera del barrio caribeño más grande de la ciudad, ¿o no? Llegué a pensar todas estas cosas sobre mí misma.

      Asumí que para mis vecinos mi presencia no era del todo bienvenida, por lo tanto siempre sonreía muy amablemente a todos, pero no hablaba con nadie, yo lo veía como “no molestar a nadie”. En resumen, pensaba que estaba haciendo un trabajo bastante bueno trazando una estrategia de vida en Nueva York de una manera que podía, además, disfrutar. Decidí no vivir en el barrio adormecido color blanco-lila de los posgraduados en Murray Hill. Mi decisión de vida podría considerarse un acto de gentrificación, pero era discreta, eso creía. Ahora me doy cuenta de que no era tan sencillo, que al mantenerme alejada de mis vecinos estaba intentando aumentar mi capital moral para vivir allí sin estar realmente viviendo allí, y que eso se relacionaba con una serie de equivocaciones: esa discreción significaba para mí una especie de gran virtud, que era todo lo necesario para poder habitar en este edificio, en este municipio, en esta vida, sin remover demasiado las cosas. Pero tenía veinticinco años: no tan joven como para no darme cuenta, pero lo suficientemente joven para no dejar de hacerlo.

      Debido a esto, solamente conocía a mis vecinos por sus peculiaridades. Una mujer jorobada de al menos ochenta años que recogía su correo cada tarde en camisón y unos zapatos deportivos Reebok blancos brillantes. Un viejo que hablaba español y usaba una gorra de NASCAR e iba siempre con su perro terrier, Jefe, una criaturita temblorosa de ladridos agudos con ojos nebulosos de cataratas. Supongo que mis vecinos me identificaban de manera similar. Yo era la chica blanca que llegaba del trabajo a casa cargando una bolsa con una ensalada. El otro inquilino blanco era un hombre con una barba desaliñada y gusto por las bufandas, quien vivía en el primer piso y tocaba la guitarra de las 2 a las 3 a.m. cada noche. Una costumbre que podría haber sido molesta en cualquier otro lado, pero que a mí, aquí, me parecía relajante, y estaba convencida de que justo eso hablaba muy mal, no solo de él, sino también de mí misma, de ambos.

      A lo largo de aquellos primeros años en Nueva York yo estaba, en pocas palabras, viviendo un periodo de actuación, sobre todo de una pobreza autoinfligida caprichosa —fiestas improvisadas con platos que no combinaban, los sábados explorando en tiendas de segunda mano para encontrar la blusa perfecta de dos dólares—, tan típico de los jóvenes ricos. La palabra con la que me podía haber descrito a mí misma no era la de feliz —no, eso no era yo; yo era, o por lo menos pensaba que era, libre. Creía que estaba disfrutando mi vida presente al estar anticipando, con muy poca ansiedad, la siguiente etapa de mi vida, y la que seguiría posteriormente. Mi alquiler ilegal en “Ditmas Park” se podría convertir en la renta de un espacio con una habitación en Boerum Hill, que se transformaría algún día en la compra de una casa de piedra rojiza en Park Slope, o de un condominio en Upper West Side. Algunos comentarios míos, sustanciales, en reuniones editoriales podrían dar pie a que adquiriera mis propios libros, y, por qué no, a lanzar algún best seller. Lo que realmente me sorprende, me imagino, de aquella época, es esto. No que mi vida fuese normal, sino más bien que me engañaba a mí misma, que hubiera tardado tanto en darme cuenta de que las corrientes oscuras estaban insertas dentro de mí desde siempre.

      Llegué a pensar algunas veces que había visto a Alison. Escogiendo una caja de cereales en el Flatbush Co. y revisando la información nutricional. Haciendo jogging frente a mí en Prospect Park arrastrada por un sabueso con correa roja. Entrando en un taxi bajo la lluvia. Me atacaban las Alison. Se me colaban por las esquinas. Estaban y no estaban allí. Siempre eran adolescentes.

      Un día me escapé de la oficina a las once de la mañana para mi revisión dermatológica anual. Era uno de los primeros días de octubre, uno de esos días con cielo azul, anormalmente frío, en el cual las bulliciosas aceras del centro de la ciudad parecen zumbar. En la consulta del dermatólogo aguardé una hora en la sala de espera, leyendo cualquier tipo de revistas, de ésas a las que inexplicablemente estaba suscrito el consultorio. En la sala de revisiones, me puse la bata de papel. “Siento mucho el retraso. Estaba ocupado con un pie con gangrena.” Me dijo el doctor Schwartz cuando finalmente entró en la sala. Mientras revisaba mi piel con una pequeña lupa, charlaba de manera superficial. ¿Tuviste un buen verano? ¿Cómo van las cosas en el trabajo? Tenía una estrategia para parecer como que se acordaba de quién eras. “Te pones protector solar.” Lo decía de ese modo que emplean los doctores: no como pregunta, más bien como una petición para que mi respuesta fuese afirmativa, fuese verdad o no, para poder seguir adelante.

      “Nos vemos dentro de un año”, me dijo cuando terminó mi revisión. Me quité la bata y me vestí. Había estado fuera de la oficina por casi dos horas, mucho más de lo que pretendía y tenía mucha prisa por regresar. Caminé rápidamente hasta Lexington, esquivando a una chica con la nariz pegada al teléfono, a una familia rubia apuntando al edificio Chrysler. En la calle Cincuenta y Cuatro extendí el brazo justo cuando un taxi giraba en la esquina; una pequeña, deliciosa victoria.

      Todo el trayecto dentro del taxi estuve revisando mis correos electrónicos del trabajo: una misiva nerviosa de Kris del departamento de publicidad sobre el fracaso de una entrevista de un autor, una nota del director de marketing invitándonos a los asistentes editoriales a comer los bocadillos sobrantes en la cocina. Unos minutos después el taxi se detuvo en la acera enfrente de mi oficina, pulsé la pantalla táctil y pasé mi tarjeta de crédito.

      —Gracias —me dijo el conductor suavemente desde el otro lado de la división de Plexiglas.

      Mis ojos aterrizaron en la licencia del taxista colocada sobre el cristal, una fotografía de muy mala calidad, de un hombre de piel oscura de espaldas a un fondo blanco. Debajo de la foto, el nombre del conductor: Clive Richardson.


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