Saint X. Alexis Schaitkin

Saint X - Alexis Schaitkin


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también me encontraba compartiendo con otras niñas la intimidad y la amistad. Nos confesábamos nuestros secretos; sacábamos la lengua para tocar la punta de otra, riéndonos con el contacto de ciertos meneos de nuestros músculos flojos; espacios sagrados protegidos por la suavidad de nuestro mundo suburbano: fuertes y casas club, escondites en los rododendros. Las obsesiones que me habían invadido por tanto tiempo desaparecieron, evaporándose en el aire seco de mi nueva vida. Pasó mucho tiempo, no volví a pensar en ellas para nada, hasta el invierno de mis veinticinco años, en el cual ya me encontraba en Nueva York; en ese momento algunos acontecimientos ocurrirían y otra vez cambiarían toda mi vida, de manera irrevocable.

      En algún momento mi padre debió revelar los rollos de fotografías de nuestras vacaciones, porque algunos meses después de nuestra mudanza a Pasadena, encontré las fotografías en uno de los cajones del escritorio de la oficina que tenía en casa. De vez en cuando me colaba en su oficina y veía las fotos. Mi padre las había copiado por triplicado, no me saltaba ninguna, veía cada una de ellas sin creérmelo del todo. ¿Cómo todo aquello pudo ser real? En una foto Alison y yo estábamos construyendo un castillo de arena. En otra, las dos sonreíamos para mi padre mientras una mujer, debajo de una sombrilla azul deslavada, me trenzaba el pelo. Había una serie de fotos donde Alison posaba junto a una palmera. Al reverso de una de ellas estaba escrito con su letra perfecta todo en mayúsculas: MI ALI. Había fotos de Alison y de mi madre caminando por la playa, y mías examinado conchas marinas con mirada de asombro… nadando, juegos y viajes en bote, y docenas de hermosos e incomparables atardeceres. En un principio veía las fotos cuando echaba de menos a mi hermana. Conforme pasó el tiempo, las veía cuando no la había extrañado por un tiempo y quería hacerlo.

      La diferencia de once años entre Alison y yo es importante, y requiere una explicación. No fui un accidente ni tampoco es que mis padres hubiesen intentado por varios años concebir otra vez demorándose en conseguirlo. Lo sé porque cuando estaba en quinto grado de primaria le pregunté a mi madre porque mi hermana y yo teníamos tantos años de diferencia, cuando no era así entre mis amigos y sus hermanos. Me contó que ella y mi padre habían pensado en tener solamente un hijo. Pero cuando se dieron cuenta de lo mucho que les había gustado ser padres decidieron tenerme a mí. Ésas fueron sus palabras exactas: “Decidimos tenerte a ti”. Como si ellos hubiesen sabido, cuando decidieron tener otro hijo, que ése sería yo.

      Cuando me dijo esto sentí nauseas. Recordé algo que mi padre había dicho al jefe de policía, cuando le preguntó si mi hermana parecía tener algún tipo de problemas antes de su muerte: “Alison es la definición de la hija por la cual uno no tiene que preocuparse”. Sus palabras se quedaron muy dentro de mí, apareciendo de vez en cuando como una punzada de dolor. Porque, para decir algo así, debes saber lo que es ser padre de un hijo por el que sí tienes que preocuparte. En las palabras de mi madre percibí una insistencia que la traicionaba con la frase de que exactamente a mí es a quien habían querido tener. No quiero decir que no me amaran, me amaban, todo el mundo quiere a sus hijos. Pero me querían diferente de como querían a Alison. No creo que mis padres comprendieran sus propios deseos cuando decidieron tener otro hijo. Ellos creyeron que querían criar a otro hijo. En realidad lo que ellos querían era criar a Alison otra vez.

      Conforme avanzaban los años, mi madre y mi padre cumplían sus deberes de padres. Me apuntaban a clases en la AYSO (Asociación Americana Juvenil de Futbol Soccer) y a cursos de cerámica. Colocaban mi interminable producción de jarras en las repisas de la sala. Hacíamos viajes a Yellowstone, Londres, Washington, D. C. Me ayudaban con las divisiones largas y me retiraban los privilegios de la televisión cuando decía groserías. En resumen: cumplían. Siempre justos, siempre razonables. Maravillosos padres, en un sentido. Vivíamos en la superficie, patinando y haciendo ochos sobre un mar congelado.

      Cuando tenía diez años, una cadena de televisión para mujeres que transmitía programas sobre peleas de reinas de belleza y madrastras psicópatas, presentó una serie de ocho películas sobre crímenes reales llamada Dying for Fun. Se trataba de mujeres jóvenes cuyas búsquedas hedonistas —fiestas alocadas, años sabáticos, vacaciones— hubiesen terminado de muy mala manera. Cada episodio era una representación dramática de la historia de alguna de estas mujeres. En ese momento solamente sabía que se había hecho algo sobre mi hermana y que mis padres estaban muy disgustados, sin embargo su abogado había dicho que no había nada que se pudiese hacer al respecto.

      La noche en que se presentó el programa Dying for Fun: Alison Thomas, mis padres me llevaron a un partido de beisbol de los Dodgers. Comimos hot dogs bañados en cátsup y mostaza. Saltamos de los asientos y gritamos cuando Mike Piazza hizo un jonrón. Cantamos “Take Me Out to the Ball Game” demasiado fuerte, nos reímos largo rato, y en general tratamos de no pensar en el hecho de que, en millones de hogares en todo Estados Unidos, la gente estaba sentada en sus sillones, comiendo cheetos, mientras veían a alguien, que no era mi hermana, morir en una versión de la muerte de mi hermana.

      Me resulta difícil recordar exactamente qué se me dijo sobre los detalles de la muerte de mi hermana en el momento en que ocurrió, y cuáles adquirí posteriormente. Estoy segura de que yo no sabía que fue un actor quien la encontró, o siquiera quién era él. Pero en algún momento debí de haberme enterado de esto, porque hubo dos periodos en mi adolescencia en que me obsesioné con ese actor. El primer periodo fue cuando estaba en quinto grado, a veces iba a dormir a casa de mis amigas los fines de semana, lo que siempre implicaba ver una película. Si ese fin de semana era en mi casa y eran mis padres quienes nos llevaban a Blockbuster a elegir la película, me comportaba como siempre y llevaríamos una película como Free Willy o Homeward Bound o algo similar. Pero si era en casa de alguna amiga y otros padres nos llevaban a escoger la película, intentaba que eligiéramos alguna película de ese actor. No era un actor de películas para niños, esto implicaba que tenía que convencer a mis amigas que teníamos que ver una película de un robo a un banco o de la época de la prohibición en Chicago. “Dicen que es una película muy divertida”, les decía, o: “Me han dicho que es la película favorita de Sean Sawyer”. Sean Sawyer era el chico del que todas estábamos enamoradas. “¿Están seguras?” La mamá o el papá nos preguntaba cuando les dábamos nuestra selección, y si había hecho un buen trabajo de convencimiento, mi amiga asentía tan entusiasta como yo. Las películas no nos interesaban realmente, a menudo mis amigas se quedaban dormidas después de un rato, entonces me sentaba sola sobre un puf en la oscuridad del sótano, buscando algo que no me podía explicar a mí misma.

      El segundo periodo fue unos años después, cuando tenía trece o catorce años; mis amigas y yo estábamos obsesionadas con grupos juveniles como YM y Bop y por la noche en mis sueños vaporosos y suaves aparecían los miembros tímidos y sensibles de estas bandas. Por algún tiempo, jugué con ciertas escenas en mi mente, como que el actor buscaba a mi familia para encontrar ciertas respuestas que solamente hallaba hablando conmigo. Esta poco probable amistad nos llevaba a ser invitados por él a ser sus acompañantes en entregas de premios, donde yo usaba vestidos elegantes y era fotografiada en la alfombra roja, una belleza estoica emanaba de mí como un aura, y así me ganaba la atención y simpatía de todas las estrellas que yo adoraba. Me avergonzaba de estas fantasías, pero era incapaz de detenerlas, incapaz de resistir el poder sensiblero de mi propia historia. Pensaba que era horrible, pero ahora pienso que no era peor que cualquier adolescente: simplemente tenía más potencial para darle vueltas a la cabeza.

      Perdí la virginidad en décimo curso. Mi novio tocaba el bajo en una banda que se llamaba Skar Tissue, también era un incipiente caricaturista y me dibujaba con ojos enormes como de anime y con el pelo hecho de flores. Su cabello era negro con mechones color violeta. Yo le ayudaba a teñírselo en su baño cada tanto. Casi siempre mis manos estaban manchadas de color morado, como si me atiborrara de moras. Todo el tiempo que estuvimos juntos yo era una chica patinadora; esto no quiere decir que en realidad patinara, más bien que siempre estaba junto con otras chicas mientras los chicos patinaban. Cuando Skar Tissue tocaba en los bailes de la escuela me ponía delineador de ojos negro grueso y brazaletes y me recargaba en la pared del gimnasio del colegio como si fuera de mi propiedad. Al comienzo del curso escolar presentaron una canción llamada “Emily”. Yo era esa chica a quien su novio le escribe canciones y las toca para toda la escuela. Me maravillaba con esto, me sentía muy orgullosa.

      Cuatro


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