Saint X. Alexis Schaitkin

Saint X - Alexis Schaitkin


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para su beneficio propio. Ni siquiera me sentía mal por ello, de verdad, porque era evidente que no podía evitarlo, ¿y cómo puede uno enojarse con alguien por ser quien es? Al menos en ese tiempo yo pensaba que no merecía la pena enfadarse por ese tipo de cosas. Pensándolo ahora, de hecho, la razón me parece diferente. Jamás me permití enojarme con nada en aquel tiempo.

      Al terminar la universidad, encontré un trabajo como asistente de una editora en una casa editorial en Manhattan. Cuando les dije a mis padres que me iría a Nueva York, me apoyaron de una manera respetuosa, justo como me lo esperaba. Junto con Jackie y dos extraños, que conocimos por Craiglist, también recién graduados de la universidad, encontramos un departamento en Prospect Heights: la cocina era del tamaño de un armario y mi habitación no tenía armario. El departamento estaba en la planta baja y tenía un patio de piso de concreto resquebrajado, lleno de objetos que los inquilinos de los pisos superiores lanzaban por las ventanas: latas de cerveza, colillas de cigarrillos, boletos rasgados. Nos imaginábamos que con unas luces de colores colgando por las paredes aquello sería un paraíso. Firmamos el contrato de alquiler en ese momento.

      Antes de mudarme y comenzar a trabajar, volé al oeste para pasar con mis padres un último verano. Dos meses en casa con mi mamá y mi papá, mientras mis amigos trabajaban en empleos divertidos bajo el rayo del sol en resorts de pueblos de Nueva Inglaterra o volvían sobre los pasos del Che Guevara en un recorrido en motocicleta a sitios tan lejanos como Valparaíso. Mis padres no me habían pedido que estuviera con ellos ese verano, tampoco es que yo quisiera hacerlo. Pero es que sin Alison sentía que tenía que cumplir el papel de dos hijas. Hacía cosas que, de haber estado Alison viva, ninguna de las dos habría hecho. Me daban lástima mis padres, en un sentido en el que no sentía lástima por mí. Es fácil discernir los contornos del dolor ajeno, pero mucho más difícil reconocer el propio.

      Mis padres estaban a la mitad de su cincuentena. El pelo de mi padre era muy fino y casi blanco. A mi madre recientemente le habían colocado su primera prótesis de rodilla. Insistían constantemente en lo felices que eran porque yo estaba allí, en lo maravilloso que era pasar juntos “tiempo de calidad”. Mi madre cocinaba mis platillos favoritos. Mi padre compraba entradas para las cosas que solíamos hacer cuando yo era una niña: partidos de los Dodgers, películas de ciencia ficción. Su insistencia los traicionaba. No quiero decir que no fueran felices porque yo estuviera allí. Podía verlo en sus ojos: un amor tan fuerte que dolía. Eso es a lo que me refiero. Sentirían alivio cuando me fuera. La casa estaría en silencio otra vez, y se sentirían mejor.

      Un día, al volver del gimnasio, entré en silencio a casa, y antes de avisarles que había llegado, los observé. A través de la ventana de la cocina pude ver a mi padre afuera, ocupado en ese jardín suyo que parecía una caja de joyas. Mi madre estaba sentada en una ventana soleada en la sala, con una manta sobre sus pies, leyendo. Los veía sin mí: dos personas que viven por separado su soledad, pero uno al lado del otro.

      Unos días antes de mi vuelo a Nueva York fui a la oficina que mi padre tenía en casa. En el cajón de su escritorio encontré las fotografías de nuestro viaje a Indigo Bay. Estaban borrosas y manchadas con huellas de dedos, y me pregunté si el hecho de mirarlas le habría provocado a mi padre cierta obsesión. Sería posible que de haberlas visto tantas veces ya no fuera capaz de ver a Alison, que todo el poder de esas imágenes se hubiera drenado por completo hacía años. Quizás en su subconsciente, ésa había sido la razón de haberlas hecho por triplicado: para mirar a mi hermana fijamente hasta que se perdiera la coherencia, como leer una palabra una y otra vez hasta que comienza a desmoronarse. Saqué una copia de cada una y las llevé conmigo a Brooklyn. Las puse en una caja de zapatos debajo de mi cama junto con otros recuerdos: la borla de mi graduación, el corsage de mi baile de fin de cursos. La caja se iba cubriendo de polvo; servía de soporte para mi laptop cuando veía Netflix y comía papas con vinagre y sal; estaba presente cuando me acurrucaba con Jackie después de que su novio la dejara o cuando tenía sexo, a veces demasiado alcoholizada, con amigos de amigos. Rara vez sacaba las fotos. Era suficiente con saber que allí estaban.

      Mirando hacia atrás, me sorprende la normalidad con la que mi vida se desarrolló después de la muerte de Alison. Tuve amigos y novios. Destaqué académicamente. Experimenté con todo tipo de drogas, en cantidades aceptables para una chica temerosa al riesgo, es decir, con lo que era capaz de sentirme cómoda: fumaba marihuana los fines de semana, mordisqueé una vez hongos en Prospect Park, di unos tragos al ajenjo en una fiesta. Me inquieté por mi peso, por lo que iba a la máquina elíptica del gimnasio a dar vueltas como un hámster después del trabajo, me encerraba en casa y cenaba dos rollitos primavera. En el trabajo decoré mi cubículo con una fotografía mía en la orilla del Gran Cañón y un boceto mediocre de una catedral que había dibujado durante un semestre que pasé en Grenoble. Ganaba una miseria en mi trabajo pero era glamoroso, y encajaba perfecto con la idea de lo que una chica en sus primeros años en Nueva York debe aparentar: llevaba el café a alguno de los genios merecedores de la beca MacArthur; transportaba alguna carpeta de ilustraciones a través de la nieve a una casa de ladrillo del West Village a un escritor que adoraba; hablaba en la oficina sobre autores de renombre con familiaridad, por ejemplo Astrid Teague, quien era sólo “Astrid”, o bien sobre el próximo libro de Ian Mann al que me refería simplemente como el “nuevo Mann”. En mis primeras citas practicaba un pequeño truco: entraba con el chico a una librería, tomaba una novela de la mesa de novedades, la abría y le enseñaba, en los agradecimientos, mi nombre. Las tardes de domingo me sentaba en una cafetería, con un lápiz en la mano y las páginas de algún manuscrito apilado frente a mí. Y cuando atrapaba las miradas de la gente a mi alrededor rápidamente bajaba la vista haciéndoles creer que estaba muy ocupada haciendo una importante contribución a la economía creativa.

      Casualmente la editora para la que empecé a trabajar se especializaba en novelas de misterio. Ian Mann publicaba un libro al año sobre un detective privado con problemas psicológicos. Astrid Teague escribía novelas policiacas-atmosféricas situadas en Cornwall, en donde se había criado (y donde ahora estaba reformando con todo su esplendor shabby chic una mansión decrépita, según la revista Martha Stewart Living: “Astrid Teague llega a casa”). Muchos de los libros que tenía que editar trataban sobre el misterio de la muerte de una chica. Un hermoso cuerpo joven aparece en un pequeño pueblo de Maine o en la habitación de un octava piso de un hotel en Shanghái. A veces las chicas no aparecen, se desvanecen sin rastro, se evaporan en los alrededores como fantasmas. En mi novela favorita de Astrid, The Girl in the Picture (La chica de la fotografía), el cuerpo de una mujer es descubierto por un chico y su setter inglés en una cueva en la costa de Cornish. La mujer no lleva consigo cartera ni algún tipo de identificación. Nadie se presenta para reclamarla ni tampoco aparece en algún reporte de personas desaparecidas. Lo que sí tiene es una cámara fotográfica. Y las imágenes que ha tomado antes de su muerte se convierten en las claves que el detective local usa para descubrir la identidad de esta cautivante y hermosa mujer, a la que nadie parece echar de menos.

      Era pura coincidencia que yo acabara trabajando con este tipo de libros. Solicité una docena de trabajos en diferentes áreas. No había buscado este género intencionalmente, no había hecho algo distinto que la chica del cubículo vecino que trabajaba el tema de ciencia popular, o la otra chica sobre el pasillo, la cual estaba encargada del área de historia militar y ocasionalmente de memorias de deportistas. Mi jefa no conocía mi historia personal, y yo estaba orgullosa de mi profesionalismo en este trabajo. Por ejemplo, una de mis tareas era escribir las preguntas de discusión sobre estas novelas para los clubes de lectura.

      ¿Qué piensas que habría ocurrido si Leah hubiese sobrevivido al fuego? ¿Ella y Colin se habrían reconciliado? ¿Por qué sí, por qué no?

      Mientras Rose Von Kleef creía que Emmaline podría seguir viva, Orrin sabía que ella estaba muerta. ¿Qué crees que es más doloroso: saber que una persona amada está muerta o mejor no saberlo?

      ¿Cómo reaccionaste a los momentos cómicos en esta novela más bien negra?

      Yo escribía este tipo de preguntas, y mi jefa me decía que había hecho un buen trabajo y su reconocimiento me hacía feliz. Si en algunos momentos, más bien fugaces, mis actividades editoriales me comenzaban a afectar, me recordaba que la gente tenía todo el derecho de disfrutar estas historias,


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