Saint X. Alexis Schaitkin

Saint X - Alexis Schaitkin


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—hizo una pausa—. Era.

      —Lo comprendo.

      —¿En verdad? Porque no estoy seguro de que lo comprenda, quiero que me escuche con atención. Mi hija fue asesinada aquí, en su isla, y me parece que ustedes no están en realidad buscando la verdad. Le prometo que van a aparecer en todos los canales de noticias de Estados Unidos, lo que va a generar un boicot absoluto para su hermosa pequeña isla, y no voy a descansar hasta que cada tienda de buceo y cada bar de ron cierren sus puertas.

      —Lo comprendo, señor. Gracias por su tiempo.

      Una semana después de que Alison fuera encontrada, volamos de vuelta a casa. Mi padre arrastró dos maletas por el aeropuerto de Saint X, la suya y la de Alison. Qué pequeños éramos, nosotros tres, apenas una familia.

      —Tiempo para volver a la realidad —el hombre que estaba sentado junto a mi madre lo comentó amigablemente mientras el avión se movía hacia la pista.

      Mi madre sonrió de manera educada. Cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que tocamos Nueva York.

      Yo tenía un asiento junto a la ventana, y mientras el avión se elevaba por el cielo, presioné mi nariz contra el vidrio. En un principio la isla era todo lo que se veía, rápidamente se fue reduciendo a una pequeña cuchillada en el pálido océano. En pocos segundos desapareció y nos sumergimos en un enorme matorral de nubes.

      Mis trencitas ya estaban flojas y sucias. Los rizos sobresalían formando un halo en mi cuero cabelludo. No tendría mi gran momento de presumirlas en la escuela y esta decepción me lastimaba casi tanto como lo que había ocurrido. La mayor parte del tiempo mis padres parecían no darse cuenta de lo salvaje de mi pelo. En algunos raros momentos, uno u otro me veía vívidamente, veían las trenzas y las tocaban como si se tratara de una curiosa reliquia.

      Finalmente, la noche antes del funeral de Alison, mi padre me puso frente al espejo del baño. Quitó las ligas, colocó las cuentas de colores en un bote de plástico y fue deshaciendo cada trencita, una por una. Lo hizo con un cariño exquisito. Creo que éste era un ritual necesario para él, algo que había aplazado hasta ese momento, hasta estar realmente listo para ello. Mi pelo estaba enredado entre sus dedos. Mechones por el suelo.

      “Listo”, dijo con voz ronca cuando todas las trencillas estaba desechas. Desganado caminó por el pasillo.

      Cientos de personas vinieron al funeral. Compañeros de Alison de la escuela y de la universidad, la mujer que trabajaba en los comités escolares de voluntariado con mi madre, colegas y clientes de mi padre. Incluso, como un gesto bastante inapropiado, el embajador de Saint X en Estados Unidos.

      El funeral está borroso en mi mente. Demasiada gente. Mucho perfume en el aire. Un vestido que me picaba, color gris, comprado a toda velocidad por una amiga de mi madre. Lo que más recuerdo eran las chicas guapas que lloraban. Después del servicio, se reunieron en grupitos en la acera de la iglesia. Las chicas traían vestidos negros que dejaban ver sus piernas y su escote. No tendrían ropa apropiada para un funeral o quizás eligieron esa ropa tan escasa para saborear la rara oportunidad de explorar una sensualidad triste y trágica. Lloraron en los brazos de chicos solemnes, quienes, presos del momento, parecían haberse transformado de manera espontánea en hombres. Entre ellos, el más hermoso de todos era Drew McNamara. Drew había sido el novio de mi hermana en el bachillerato. Empezaron a salir en la primavera de su primer año escolar y fueron inseparables hasta que mi hermana rompió con él una semana antes de irse a la universidad. Mi corazón se resquebrajó con esa decisión, yo creía que iba lanzar pétalos de rosa en el pasillo de su boda. Ahora él estaba aquí, entre ellos. Yo los miraba a todos, estas chicas y chicos tan vivos, tan atractivos en su pena, mientras yo me sentía tan equivocada, tan rara, dentro de mí misma.

      Los primeros meses después de la muerte de Alison, la investigación consumió a mis padres, pero de manera distinta a cada uno. Mi padre pidió un permiso en su trabajo, Alison se convirtió en su ocupación de tiempo completo. Estaba en comunicación frecuente con el FBI y llamaba constantemente a Saint X para monitorear el progreso de la investigación, sobre la cual se convenció a sí mismo de que no estaba mal hecha, sino que más bien era una farsa. No arruinar la reputación de la isla, mantenerla como ese sitio al que podías llevar a tu familia, a tus hijos, a tus mujeres y a tus preciosas hijas. El escritorio en el sótano estaba cubierto con papeles y archivos. Llegó incluso en un momento a contratar a un investigador privado para excavar en las vidas de Clive Richardson y Edwin Hastie, aunque creo que nunca salió nada en claro.

      Mi madre se retrajo en sí misma. Aunque no hablaba de ello, era evidente para mí que jamás dudó de sus teorías sobre lo ocurrido. Podía ver sus preguntas y afirmaciones girando detrás de su mirada distante. Algunas veces la escuchaba hablándose a sí misma: “Lo sé. Lo sé”. En libros y películas, las habitaciones de niños muertos se convierten en templos: intactos, todo preservado, idéntico a como lo dejaron. Pero mi madre vivía en la habitación de Alison. Yo volvía de la escuela y llegaba a una casa silenciosa, sabía que ella estaba allí, enroscada en las sábanas de Alison. Un día abrí la puerta del cuarto y la encontré sentada frente al escritorio con algo en sus manos. Era un nido de cabellos de Alison sacados del cepillo amarillo.

      Por mi parte, si ya de por sí antes de la muerte de Alison tenía un comportamiento un poco compulsivo, en ese momento lo mío era un problema genuino. Sentía el picor en mis dedos, tenía la necesidad constante de escribir en el aire. Alison. Alison. Alison. También desarrollé una segunda compulsión que mezclaba con la de la escritura en el aire: imaginaba escenarios en donde la gente que quería se moría. Era un ritual de protección: si me imaginaba una muerte específica entonces me parecía casi imposible que pudiera realmente ocurrir de ese modo, así cuantas más escenas me imaginara, más segura estaría toda la gente a la que yo quería. Cada noche, después de que mi madre me metiera en la cama, me quedaba despierta por horas, trazando en el aire el nombre de Alison mientras conjuraba visiones de mis padres, por ejemplo ambos acostados en camas paralelas en un hospital, víctimas de una rara infección, o a nuestro perro Fluffernutter aplastado por una rama de árbol. Largas noches llorando porque estaba exhausta, desesperada por no dormir y sin ningún poder frente a estos rituales que me aterrorizaban. Me hubiera gustado ir a despertar a mis padres, pero sabía que no debería añadir algo más a sus preocupaciones. Enfrentaba sola esas largas horas nocturnas hasta que el cielo empezaba a clarear, y mi turno de vigilancia nocturna terminaba, mi mente finalmente me liberaba para dormir.

      Dependiendo dónde vivieras en aquel tiempo, quizá recuerdes cuán brutales eran los inviernos a mediados de los años noventa: la costa este soportaba aquellos ciclones extratropicales que provenían del oeste del océano Atlántico norte, desde diciembre hasta abril; durante esos inviernos gran cantidad de norteamericanos se encontraban atrapados por meses sin fin, arremolinados alrededor de los televisores y desesperados por encontrar entretenimiento. Si fuiste alguno de ellos, recordarás cómo Alison estaba en todos los noticieros ese invierno en el que fue asesinada, así como lo habían sido Nancy y Tonya y JonBenét en otros inviernos por esa época. Parecía como si el apetito nacional tuviera ganas, más bien una demanda, de tener una historia dramática sobre alguna belleza americana. (Nancy con todos esos cristales brillando en el hielo de Lillehammer. JonBenét de ese modo que me encantaba, sans makeup, como mi madre solía decir, su pelo natural color marrón, ondeando fuera de un sombrero de cowboy, un pañuelo rojo en su fino cuello.) Camionetas que repartían boletines de noticias que abarrotaban nuestro correo suburbano por semanas. Tenía prohibido jugar en nuestro patio frontal. Pero un día desobedecí esa orden. Había nevado la noche anterior. Mientras mis padres dormían, me puse los pantalones de nieve y mi abrigo de plumas dorado y me escapé por la puerta principal. Me hundí en la nieve hasta las rodillas, me tiré de espaldas y agité mis brazos y piernas hacia arriba y hacia abajo. Miré al cielo. Estaba blanco, pero era un color que parecía no estar del todo. Era como el agua turquesa de Indigo Bay, colores que están en todos lados y en ninguno. ¿Habrá mi hermana caído en el infinito entre el color y los objetos? ¿Estaría allá, en algún incomprensible lugar, mirándome? Dentro de mis mitones, mis manos trabajaban furiosamente. Alison. Alison. Alison.

      Unos minutos después mi padre abrió la puerta y me gritó para que entrara


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