Saint X. Alexis Schaitkin

Saint X - Alexis Schaitkin


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en el coche de Edwin, un Vauxhall Astra 1980, de color berenjena, y los tres cruzaron la isla rumbo a Basin. Estuvieron dos horas en el tugurio llamado Paulette’s Place, donde mi hermana fue vista con los dos hombres fumando marihuana, tomando ron y bailando. Algunos de los clientes del Paulette’s Place ratificaron que se fue con los dos hombres cerca de las 12:45 a.m.

      A la 1:30 a.m. un oficial de policía llamado Roy Cannadine detuvo al Vauxhall Astra en la avenida Mayfair por mostrar una conducción errática. Solamente estaban Edwin y Clive dentro del coche. El oficial Cannadine hizo lo que siempre hace con los jóvenes que encuentra dando tumbos por las carreteras ya tarde por la noche. Los condujo a la prisión color azul cáscara de huevo para que se recuperaran de la borrachera. A la mañana siguiente se les permitió salir y les entregaron las llaves del auto, tuvieron que caminar hasta la avenida Mayfair los más de tres kilómetros que los separaban del coche. Llegaron a tiempo a su trabajo.

      ¿Lo ves? Un bar, PAULETTE’S PLACE pintado en blanco en un trozo viejo de madera colocado en la entrada. Baile y bebida y una niebla de humo de cigarrillos y marihuana, y en medio de todo, una chica pelirroja. Baila con los hombres. Bebe lo que le dan.

      Cuando se va con ellos le dicen que la van a llevar a un lugar especial.

      —Es una sorpresa —le dicen.

      —Te va a encantar.

      Borracha y drogada, pero sobre todo ingenua, deja que ese vuelco en el estómago la empuje en vez de hacerla retroceder. Conducen hasta la playa que está más allá de las rocas negras, al final de Indigo Bay, donde les espera un bote. Se dirigen a Faraway Cay lentamente, ella salta a la parte baja del agua, sonríe, el mar está cálido y agradable, y ella sabe que se ve preciosa dentro del mar, sus muslos expuestos a la luz de las estrellas, el borde de su falda mojada por las suaves olas. Le dicen que hay una cascada en el centro de la isla, y se dirigen hacia allá andando. Ella todavía cree que están divirtiéndose.

      —No está muy lejos.

      —A seguir caminando.

      Sus voces, aunque amigables aparentemente, muestran cierta frialdad. No, se dice a ella misma. Se lo está imaginando nada más. Todo sucede tan vertiginosamente que para el momento en que se da cuenta de lo que está ocurriendo, ya es demasiado tarde para pensar en qué hacer. (De cualquier modo, ¿qué podría hacer?)

      La empujan a los matorrales. Se defiende al principio, pero uno de ellos le da una bofetada. Después de esto tiene demasiado miedo para pelear. Sobre todo porque no le ve sentido. Ellos lo querían desde el primer momento que la vieron en la playa de Indigo Bay con su túnica blanca, esa que ella cree que la hace verse tan atractiva. Le desabrochan la parte de arriba de la camiseta, le levantan la falda de mezclilla y le bajan los calzones. Probablemente éste fue el plan desde el principio. O quizá la noche se les ha ido de las manos. Acaso mientras intentan penetrarla, empujando su cuerpo contra las duras raíces de un árbol de manzanillo, el suelo plagado de su fruta ácida y podrida, ellos no están sintiendo ningún placer sino terror, porque cuando el amanecer los alcance, después de lo que han hecho, no podrán dejar que siga viviendo. Cuando todo esto termine, arrojarán su cuerpo desnudo a la cascada. En el viaje en el bote de vuelta a la isla, tirarán su ropa al agua para que nadie la encuentre.

      O quizá fue un terrible accidente. Estaban de juerga en Rocky Shoal cuando ella se tropieza y se golpea la cabeza contra una de esas rocas volcánicas puntiagudas, las que dan el nombre a la playa. O tal vez ella se resbala y cae al mar y se dan cuenta demasiado tarde que no está en condiciones de nadar. Les entra el pánico. Y hacen lo primero en lo que pueden pensar, arrastran el cuerpo sin vida de la playa al auto, del auto al bote y de allí al cayo.

      Uno puede imaginar cualquier cosa. Uno puede imaginar que ocurrieron muchas cosas, los detalles podrían variar, el resultado: el mismo. Clive Richardson y Edwin Hastie son llevados bajo custodia.

      La noche siguiente al descubrimiento del cuerpo de Alison, me quité la ropa para ponerme el camisón y vi que mis hombros ya se estaban despellejando. Pocos días antes, mi hermana me había untado aloe; si me concentro en este recuerdo, puedo incluso sentir la punta de sus dedos. Ahora estaba mudando esa piel. Pronto no quedaría nada en mí que ella hubiera tocado.

      Por primera vez desde que ella desapareció, lloré. Ahora era una hija única, desesperanzadoramente insuficiente. Me arranqué los pellejos, deseando con intensidad esa nueva tristeza que sentiría cuando todo desapareciese. Quería todo el dolor que pudiera reunir.

      Unos días después, mientras mis padres estaban ocupados arreglando el funeral y el transporte del cuerpo de mi hermana de vuelta a Nueva York, el jefe de policía llegó con una terrible noticia: Edwin Hastie había sido liberado y Clive Richardson seguía detenido, no como sospechoso por la muerte de mi hermana, pero sí con cargos por asuntos relacionados con drogas que se habían revelado durante la investigación. A pesar de las circunstancias alrededor de la muerte de Alison, el jefe de policía explicó que no tenían suficiente evidencia para acusar a los dos hombres, y no podían detenerlos si no había cargos contra ellos. Aparentemente se había determinado que el lapso entre que los clientes del Paulette’s Place los vieron marcharse con Alison y cuando los detuvo el oficial Cannadine en la avenida Mayfair no era suficiente para ir y volver de Faraway Cay.

      Como podrás imaginar, mis padres no creían nada de esto. Recuerdo estar sentada con mi madre en su cama, ella dándome unas palmadas en la espalda con cierta fuerza y subiendo el volumen de la televisión, mientras en el balcón mi padre discutía cada vez más fuerte con el jefe de policía.

      —Explíqueme, si le es posible, cómo puede estar tan seguro que ese lapso no fue suficiente —dijo mi padre. Caminaba de ida y vuelta con las manos metidas en los bolsillos.

      —En el curso de nuestra investigación hemos realizado varios simulacros, con botes partiendo de todos los lugares posibles. El periodo durante el cual dichos sujetos pudieron haber actuado es simplemente insuficiente.

      Mi padre bufaba.

      —¿Cómo puede estar tan seguro de ese lapso? ¿Cómo puede asegurar que no fue una media hora más o incluso más tiempo?

      —Tenemos tres testigos corroborando las horas de su partida del Paulette’s Place. Uno de los testigos que estuvo sentado junto a ellos es uno de nuestros oficiales.

      —¡Vaya, qué conveniente para usted!

      —Le puedo asegurar que su testimonio no está influido.

      —Bueno, su aseveración me hace sentir mucho mejor, ahora tengo una fe absoluta en… ¿cómo es que lo ha llamado? El curso de su investigación.

      —Así es.

      Mi padre dejó de caminar. Dio un paso para acercarse al jefe de policía y mantuvo su mirada fija sobre él.

      —Esos hombres son parte de esto. Quizá no estaban trabajando solos. Quizás alguien más la sacó de la isla, no lo sé. No es mi trabajo saberlo, es su trabajo. Lo que sí sé es que de un modo o de otro ellos son culpables, y usted lo sabe también.

      —Comprendo que se sienta muy alterado.

      —¡Oh, claro, alterado! Así es justo como me siento.

      —Tengo algunas preguntas para usted, señor, pero quizá deberíamos continuar esta conversación mañana.

      —No, por favor, continuemos —mi padre extendió su mano con un gesto de invitación.

      El jefe de policía dudó por un momento y continuó.

      —¿Notó algún cambio reciente en su hija?

      —¿Qué tipo de cambio?

      —Por ejemplo, ¿estaba nerviosa? ¿Tenía alguna conducta temeraria? ¿Actuó de manera diferente a la de toda la vida? ¿O quizá mostró algún signo de depresión?

      Mi padre rio y luego fríamente, con una falsa sonrisa, dijo:

      —Ya veo, ésa es la historia que usted quiere, ¿no? No podemos tener un asesinato, ¿no es eso? Malo para el negocio, seguramente.

      —La


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