El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo
— PRÓLOGO —
El mundo ya había dejado de ser lo que era desde hacía muchos años. Eso es lo que siempre me decía mi tía, pues yo apenas tenía recuerdos de lo que era un árbol, el mundo que yo conocía era muy distinto. Incluso mi propia tía, ya en sus años jóvenes, había visto cómo los bosques, otrora frondosos y espléndidos ante nuestros antepasados, se habían ido extinguiendo a manos de los humanos. A pesar de los avisos, de las advertencias de la Tierra, de nuestros consejos, ellos habían desafiado a la Madre Naturaleza con su modo de vida egoísta, inconsciente y egocéntrico, la habían herido de muerte. Los elfos habíamos hecho todo lo que había estado en nuestra mano, pero una vez iniciado el desastre, ni siquiera nuestra magia pudo hacer nada.
El fin del mundo parecía estar cerca.
Con el paso del tiempo, y el calentamiento global, la lluvia había dejado de visitarnos, su agua cada vez caía con menos frecuencia, por todo el mundo, dando paso a largos periodos de sequía donde los exiguos bosques que a duras penas sobrevivían habían sido arrasados por el fuego. Las consecuencias de la sequía y los incendios no se hicieron esperar. El agua dulce escaseaba. Rápidamente, la hambrienta e insaciable deforestación lo invadió todo. Los terrenos se habían vuelto áridos, infértiles, sedientos, la mayoría de los árboles habían desaparecido por todo el mundo y las limitadas plantas no suplían su ausencia. Sin agua, no había tierra fértil; sin tierra fértil, no había árboles; y sin árboles, no había oxígeno, la atmósfera había perdido su equilibrio y no llovía. Era un bucle vicioso.
El desabastecimiento, tanto de alimentos como de medicamentos, aumentó la desigualdad social y la corrupción, y el agua se convirtió en el bien más codiciado del mundo, más incluso que cualquier otro metal precioso. Los humanos ricos se hicieron más ricos al apoderarse de esos nuevos tesoros, dando lugar a peligrosas mafias que comerciaban con el agua y las drogas, por lo que el mundo quedó a merced de su dictadura y corrupción, ni siquiera la policía y los gobiernos quedaron fuera de sus hilos.
Para cuando la raza humana acudió a los elfos voluntariamente, ya fue demasiado tarde.
Muertos los bosques, nuestros hogares también se vieron afectados y tuvimos que desplazarnos hasta las ciudades más respirables de los humanos. A nosotros no nos pusieron impedimentos, los elfos no nos inmiscuímos jamás en la vida de la raza humana a no ser que nos pida ayuda, y lo más importante, temen nuestra magia, pero a cambio los humanos, humanos de buen corazón que luchaban por sobrevivir, humanos que no querían ser arrastrados por esa marea de maldad, pidieron nuestra protección. Los elfos no podíamos negarnos, así lo decretaban nuestras leyes. Además, el caos, la corrupción, la delincuencia y la masacre reinaban por doquier, por lo que el Consejo de los Elfos decidió aceptar esa demanda, por su bien y el nuestro.
Para un elfo, las plantas, los árboles, los bosques, la naturaleza, es lo más sagrado que existe. Aunque las mafias seguían gobernando en la raza humana llevándola por el sendero de su propia autodestrucción, los elfos tuvimos que tomar una decisión por el bien común. Conseguimos reunir los pocos árboles que quedaban por zonas, limitando el número de ciudades habitables. De esa manera, se hizo un reparto más justo del oxígeno que beneficiaba a todos. A estas ciudades se las llamó Ciudades Oxígeno; fuera de estas lindes, el aire era irrespirable. La magia élfica alimentó a los árboles para aumentar su fotosíntesis y los mantuvo sanos, creando también unas burbujas sobre esas urbes que sostenía el ciclo del aire, y los humanos y los elfos fueron redistribuidos dentro de dichas Ciudades Oxígeno. Fue una solución urgente y efectiva, pero todos sabían que era un parche que no duraría para siempre. Nuestra magia solo podía mantener cierto número de árboles durante un periodo de tiempo limitado, y solo podía hacerlo sin que llegaran a florecer, por lo que nunca obteníamos semillas que luego pudiéramos plantar. Además, muchos de esos árboles ya estaban envejeciendo y enfermando, estaban muriendo a pesar de la magia.
Solamente había una esperanza, una esperanza casi utópica, una leyenda de la que todos los elfos habían oído hablar pero que jamás habían visto con sus propios ojos. Un árbol, el árbol de los árboles, el árbol progenitor de todos aquellos árboles que una vez habían poblado el planeta, el árbol que nuestros primeros ancestros habían ocultado durante siglos para su protección, tanto, que ni siquiera los elfos actuales sabíamos dónde se hallaba: el Árbol de los Elfos.
Por esa razón, y siempre bajo la vital fe de que la Madre Naturaleza se reconciliara con el ser humano, se creó el Cuerpo de Buscadores del Árbol, elfos cualificados enviados por todo el mundo para encontrar el más mínimo resquicio o brote del Árbol de los Elfos que pudiera resurgir de la árida tierra.
Nosotros, los Guerreros Elfos, éramos los elegidos para custodiar el proyecto. Siempre atentos. Siempre esperando a que saltara el protocolo.
Como mi corazón, siempre esperando a otro tipo de protocolo.
El fin del mundo parecía estar cada vez más cerca, sí, pero pronto ese protocolo saltaría.
Y mi corazón también.
— TE AMO —
JÄN
El barrio hoy parecía más apagado de lo normal. Quizá se debiera a la eterna contaminación que la engullía. Quizá fueran los edificios grisáceos. O quizá simplemente se debiera a que todavía arrastraba el cansancio por la Competición Anual celebrada ayer mismo.
Fuera lo que fuere, no dejaba de tener un frío presentimiento.
—¿Subimos a mi casa? —me propuso Rilam, sugerente.
Su voz, y esa proposición implícita, me sacó inopinadamente del saco de pensamientos que llevaba todo el camino apretándome y engulléndome. Reparé, entonces, en que nos habíamos detenido frente a su portal.
Otro sentimiento, este de inquietud y culpabilidad, empezó a amordazar a mi corazón y a mi estómago. Era una sensación demasiado conocida para mí, me había acompañado durante los últimos meses.
Miré nuestro amarre y no pude evitar sentirme triste una vez más. Últimamente no dejaba de preguntarme por qué seguía agarrando esa mano. Pero ahí estaba, dejando que Rilam la sujetara, como siempre. ¿Por qué seguía haciéndolo? Querer le quería, sí, pero… No era con él con quien sentía una complicidad completa.
Sin darme cuenta, la respuesta a su proposición salió directa de mi boca.
—¿Y Noram?
—¿Noram? ¿Acaso quieres que hagamos un trío con él? —bromeó, riéndose.
El color rojizo tiñó mis mejillas automáticamente, pero no por por esa ecuación de tres, sino por una ecuación de dos donde solo había espacio para Noram y para mí. Solo esbozar que unía mis labios a los suyos desataba todo un frenesí descontrolado por mi cuerpo.
Pero esto, ese tipo de sentimientos y sensaciones hacia Noram, cuchicheadas en mi mente como un alto secreto de Estado, tampoco era nada nuevo para mí. Ya era una experta en manejarlas y ocultarlas.
—No seas idiota —solventé, dándole un manotazo en el brazo—. Me refiero a si no has quedado con él.
—¿Noram no te lo ha dicho? —se extrañó mi novio de pronto.
—¿El qué?
—Que se va hoy.
La floja sonrisa que sostenía mi cara se fue descolgando paulatinamente.
Ese mal presentimiento aumentó su acción ácida y correosa.
—¿Se va? ¿Otra vez? ¿Y cuándo… cuándo va a volver? ¿Te lo ha dicho?
Rilam me miró con mucha pena.
—Ya no va a volver, Jän.
El presentimiento explotó y la conmoción me paralizó.
—¿Cómo? —musité sin apenas voz.
—Por cómo me lo dijo me dio la sensación de que su intención