El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo

El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo


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dicho, que ya se había despedido de ti —la extrañeza volvió a pulular por el rostro de Rilam.

      —No me ha dicho nada —exhalé, a punto de echarme a llorar, mientras metía los dedos entre los mechones de mi frente.

      No, Noram no podía irse para siempre. Yo… No podía vivir sin él.

      —Pues no entiendo por qué.

      Y yo tampoco lo entendía. Siempre que había partido a una de sus aventuras se había despedido de mí. ¿Por qué no lo había hecho ahora? Eso solo podía significar una cosa: que sí se iba definitivamente. Se iba de verdad.

      —¿A qué hora se va? —pregunté, inquieta.

      —Su tren parte a las cinco.

      —¿A las cinco? —Miré la hora en el holograma que apareció en mi muñeca. Eran menos veinte.

      —¿Quieres subir y tomarte una tila? —inquirió Rilam—. Te veo un poco alterada por todo esto.

      ¿Cómo no iba a estarlo? El amor de mi vida se iba para siempre. Puede que no volviera a verle jamás.

      Sí, el amor de mi vida, Noram era el amor de mi vida, no podía ocultarlo más.

      Entonces, la urgencia lo encajó todo en su sitio, casi de malas maneras para que me espabilara de una vez. Plac, plac, plac. Una a una, todas las placas que necesitaba para infundirme fuerzas y confianza fueron colocándose en su lugar, encajando a la perfección, ensamblándose a fin de indicarme una ruta, un camino a seguir. Mi camino, mi verdadero camino. Ahora podía expresarlo libremente en mi cabeza, ahora podía tomar la decisión correcta, la decisión que debía de haber tomado hace mucho tiempo, sin remordimientos, con resolución. Ahora tenía el suficiente valor como para tomar las riendas de mi vida. Sí, ahora podía gritarlo en mi corazón. Amaba a Noram, estaba locamente enamorada de él. Solo de él. Desde siempre. Este asunto me había atormentado durante meses, me sentía culpable y mal por Rilam, pero ahora ya no podía detenerlo, esos sentimientos acababan de rebelarse y habían salido disparados de la jaula en la que habían estado encerrados.

      Verlos tan claros, tan nítidos, hizo que otro rayo fulminante de determinación me arrebatara la poca razón que me quedaba. Sabía que después le debería una conversación y una explicación a Rilam por lo que iba a hacer, por la decisión que acababa de tomar, pero ahora mismo no tenía tiempo. Los minutos corrían y Noram se iba a marchar.

      —Tengo que irme —dije, más nerviosa todavía, soltándome de la mano de Rilam.

      —¿No prefieres subir y tomarte esa tila? —volvió a proponerme él, preocupado por mi estado.

      Odiaba verle así, porque le quería, era un chico maravilloso, no se merecía lo que iba a hacerle, no quería que se inquietara por mí. Ahora que al fin había tomado la decisión, muy pronto hablaría con él para dejarle, ya iba a pasarlo bastante mal, de modo que intenté que no se notara la angustia que me azotaba por dentro por toda esta situación.

      —No, no te preocupes por mí. Pero ahora tengo que irme, en serio, tengo cosas que hacer.

      —De acuerdo —aceptó él, un poco más tranquilo—. Nos vemos mañana, entonces.

      Los planes que yo tenía con él ante ese «mañana» provocó que mi garganta se anudara con fuerza. Pero no podía evitarlo, no podía alargar más esta zozobra que estrujaba mi corazón cada noche, cada día.

      Rilam se acercó un paso, pero no dejé que me besara. Me retiré sutilmente antes siquiera de que hiciera el amago y comencé a caminar de espaldas para despedirme.

      —Hasta mañana.

      —Hasta mañana —se despidió él, un tanto desconcertado por mi actitud.

      Me di la vuelta para no tener que ver esa expresión que aguijoneaba mi pecho y no miré atrás. Tenía algo más urgente e importante que me reclamaba al cien por cien.

      «Lo siento», lloré en mi mente. «Lo siento mucho, Rilam».

      Noram me esperaba… Tenía que llegar a tiempo a la estación. En cuanto crucé la esquina, empecé a correr, desesperada.

      ¿Por qué se iba así, sin despedirse de mí? ¿Por qué se iba para no volver? No, no podía hacerlo sin que supiera lo que sentía por él, necesitaba decirle la verdad.

      Miré el holograma del reloj y mi nerviosismo aumentó. Quedaban poco más de diez minutos para que ese tren partiera con el amor de mi vida.

      ¡No, no!

      Pegué un acelerón, hasta que mis piernas parecieron volar. El espeso aire de la carrera azotaba mi semblante y mi cabello, pero eso no me detuvo, como tampoco lo hicieron los transeúntes que se iban interponiendo en mi camino y a los que tenía que esquivar continuamente para no llevármelos por delante. Las calles se movían arriba y abajo, hasta que terminaron por ser como las manchas de un lienzo.

      Divisé la calle previa a la estación y me dirigí en esa dirección, con el corazón retumbando en mi pecho a mil por hora. Salté a la calzada sin mirar, decidida a llegar lo antes posible.

      Sin embargo, de repente, un frenazo justo a mi lado llamó mi atención demasiado tarde. Ni siquiera tuve tiempo de usar mi don. Acto seguido sentí el tremendo impacto del coche en mi cuerpo, el golpe contra el parabrisas, y de pronto me vi volando sobre el vehículo. Cuando por fin regresé al suelo lo hice con otro impacto, para acabar rodando por el asfalto.

      Durante un momento mis oídos dejaron de escuchar, tan solo podía oír un zumbido, un pitido agudo y doloroso. Segundos después mi cerebro volvió a ubicarse y mis oídos recuperaron su función. Los gritos asustados de la gente que se agolpaba a mi alrededor también me espabilaron. Un hombre me daba palmadas en el rostro con un semblante desencajado y aterrado. Se alivió al ver que me incorporaba, seguramente también tenía más color. Era el conductor.

      —¡Oh, Dios mío! —gimoteó, estudiándome frenéticamente—. ¡¿Estás bien?! ¡Te llevaré al hospital! ¡Lo siento, no te vi venir! ¡Saltaste como una loca sobre el coche!

      Por fortuna, mi condición de elfo me hacía muy fuerte, pero mi condición de Guerrera Elfo aún más. No me había roto ningún hueso. Mañana tendría un par de magulladuras, nada más.

      Pero sí había una cosa que me dolía de verdad: la posible pérdida de Noram. Temblando por los nervios de la prisa, volví a comprobar la hora en el holograma de mi muñeca. Me eché a llorar con las manos en la cabeza, pero no por el atropello. Eran menos cinco. Tenía que llegar a Noram como fuera.

      Me levanté al instante, magullada y dolorida, y comencé a correr de nuevo.

      —¡¿Oye, adónde vas?! —gritó el conductor—. ¡¿Estás loca?! ¡Maldita elfo! ¡Si estás bien arréglame el coche!

      Al fin llegaba a la acera, donde solo tuve que girar la calle para tener la estación enfrente.

      La puerta giratoria se desplazó con demasiada lentitud, en mi opinión. Observé las pantallas holográficas frenéticamente, pero no sabía qué buscar. ¿Qué demonios estaba buscando, si no tenía ni idea de adónde se dirigía Noram?

      Corrí por la estación desesperada, llorando, buscando por todos los andenes, desolada ante la sola idea de haber llegado demasiado tarde. Hasta que vi que el holograma de la azafata con su excelsa amabilidad y su sonrisa perpetua anunciaba la próxima salida:

      «Señores pasajeros, el tren con destino a la frontera sur partirá en un minuto. Diríjanse al andén cuatro de inmediato, por favor. Señores pasajeros, el tren con destino a la frontera sur partirá en un minuto. Diríjanse al andén cuatro de inmediato, por favor. Gracias».

      Ese era el tren de Noram. Un minuto, ¡un minuto!

      Giré sobre mi mísma buscando ese dichoso andén con un barrido de mi vista. Y lo localicé. Estaba muy cerca, podía ver el tren con forma de bala estacionado a unos pocos metros.

      Y también vi a Noram.


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