El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara

El despertar del vencejo - Daniel Borrego Lara


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pagos como en la atención del empleado.

      ―¿Ha tenido usted algún percance digno de mención en todo este tiempo?

      ―¿Percance? No sé a qué se refiere.

      ―Vamos a ver, ¿ha habido algún intento de robo o algo parecido en este tiempo?

      ―Bueno, los habituales, pero más bien niñatos descarriados o gamberros, no hemos tenido ningún robo de gran calibre.

      ―¿Y ha habido algún robo digamos… interno?

      ―En todo este tiempo ha habido algún hurto de empleados… miles, pero, sobre todo, material de oficina. No suele haber dinero en efectivo ni material de mucho valor, salvo los ordenadores, impresoras y tabletas. Ahora que lo dice, hace un par de años hubo un empleado, Altolaguirre, que se afanó una tableta y lo pillamos. Al día siguiente de patitas en la calle, pero poco más, ya le digo que los empleados suelen estar contentos. Además, si algo ocurre, es más normal que ocurra en el turno de día… supongo que habrá hablado con mi compañero.

      ―Sí, por descontado. ¿Cuántos empleados solían quedarse en su turno?

      ―Pocos, la verdad. Aunque en determinados momentos del año suele haber saturación en según qué departamento. Por ejemplo, a mediados de julio, con el impuesto de sociedades, que ves a los de contabilidad a todo trapo.

      ―¿Qué relación hay en ese departamento?

      ―Pues la normal, no crea que yo puedo ver nada raro, y menos con el poco tiempo que comparto con ellos.

      ―¿Nunca ha visto nada fuera de lo normal, alguna tensión mayor de la cuenta entre compañeros?

      Simón recobró toda la zozobra que había perdido a medida que avanzaba en la conversación. Sin quererlo se había visto obligado a mentir, algo que le repugnaba.

      ―Las tensiones normales propias de las fechas, el trabajo acumulado y el agotamiento, pero lo normal en cada empresa… supongo.

      ―¿Cómo se llevaba usted con el señor Morales?

      ―Era una excelentísima persona, lo mejorcito de esta casa.

      ―¿Mejor que su jefe?

      Simón tragó saliva, aunque supiera que no le iba a escuchar tenía pánico a decir una palabra malsonante del señor Aguilera.

      ―Bueno, usted ya sabe, mi jefe es caso aparte. Es quien paga mis facturas. Para mí es Dios.

      Por un momento, Simón cantó victoria, pero, rápidamente, aquel hombre volvería a indagar donde él no quería.

      ―Bueno, ¿cómo catalogaría su relación con el señor Morales?

      ―Eeeh… ya le he dicho que me parecía una gran persona. Era muy atento conmigo y siempre tenía una buena palabra. Me ha dado mucha pena, la verdad.

      ―¿Y la relación de Morales con el señor Aguilera?

      ―Entiendo que buena, ya sabe, si el patrón hubiese tenido algún problema con él no hubiese durado nada en la empresa.

      ―¿Y con Ripollet? Tengo entendido que había muchas discusiones entre ellos.

      ―Bueno, era su jefe directo, era normal que tuvieran discusiones. Además, ya le habrán contado lo exigente que es el señor Ripollet.

      ―No mucho, cuénteme cómo es de exigente.

      Simón quería meter la lengua bajo tierra, iba a plegar velas ya, no podía dejarse llevar más por el inspector.

      ―Bueno, muy perfeccionista, lo quiere todo inmaculado y no tolera ningún fallo. Morales soportaba mucha presión, pero me parece lo normal en un puesto como el suyo. En cualquier caso, yo solo soy un simple vigilante.

      ―En el ejercicio de sus funciones, ¿ha notado algo más de tensión entre el señor Ripollet y el señor Morales estos últimos días o últimas semanas?

      ―No.

      ―¿Ha visto algo que le haya extrañado, algún detalle sin importancia pero que usted pudiera considerar fuera de lo normal?

      ―No caigo. ―Simón intentaba mantener la compostura, pero temía que su cara indicara todo lo que le estaba pasando por la cabeza. Mientras soltaba palabras por la boca iba rememorando toda la secuencia de aquella noche, hasta caer en la cuenta de algo que no se percató en aquel momento. Un dolor de estómago le invadió de repente.

      ―Simón, ¿se encuentra usted bien? Le veo mala cara.

      ―No, no, siga.

      ―Le recuerdo que todo lo que omita podrá ser considerado obstrucción a la justicia o encubrimiento.

      ―Sí, sí, me queda claro.

      ―¿De verdad que no ha visto nada raro? ¿Fue a trabajar el señor Morales la noche del miércoles?

      Ese mamón no pararía hasta provocarle un infarto. En aquel momento se acordó de sus hijos y se hizo fuerte enrocándose.

      ―Sí, se marcharía como a eso de la una de la madrugada.

      ―¿Iba en su coche?

      ―Creo que sí.

      ―¿Cree?

      ―Sí, no creo recordar haberlo visto salir pero, desde luego, el coche después de la una no estaba en el aparcamiento.

      ―De acuerdo, muchas gracias por su colaboración. En un rato irá un compañero a por las cintas.

      ―¿Qué cintas?

      ―Pues las de las cámaras de seguridad, obviamente.

      ―Ah, claro. Sin problemas. Mi compañero se las dará.

      Simón salió de aquel tercer grado sabiendo que debía darse mucha prisa, aún con el dolor de estómago pinzándole.

      Javier despidió a sus amigos entre risas y bromas, sobre todo después de haber sido vapuleado en la final por cuatro a cero. No paraba de darle vueltas a lo que le había dicho su novia, con una mezcla de desgana ante el encarguito y excitación ante la posibilidad de que finalmente tuviera razón y pudieran destapar algún trapillo sucio de uno de los personajes más notables de la sociedad malagueña. Realmente, aunque la periodista era su novia, le llamaba poderosamente la atención todo lo relacionado con su profesión, algo lógico proviniendo de un devorador de series y novelas policiacas. Anahid dominaba bastante los ordenadores, pero disfrutaba rebuscando en el papel. Era capaz de zambullirse entre informes periciales y documentación bibliográfica largas horas sin disminuir su atención. Javier, por el contrario, se pasaba la mayor parte de su vida delante de la pantalla de un ordenador.

      Lo primero que hizo nada más sentarse fue darle al buscador de Google y poner “hermano Andrés Aguilera incendio buscar”. Salieron no pocos enlaces de noticias relacionadas con diversos incendios, así como unos pocos Andrés Aguilera y sus respectivas páginas de Facebook. Incluso un enlace con una historia del Madrid antiguo, y se dio cuenta de que la tarea no iba a ser sencilla. Fue acotando las palabras clave en el buscador, incluyendo Santa Fe, tocando esto y lo otro, rebuscando entre las diversas biografías publicadas en soporte digital, hasta que al final dio con algo que parecía hacer referencia al incendio de Andrés Aguilera. Era algo así como un foro de vecinos de la localidad granadina de Santa Fe. El blog de referencia, con imágenes de una calle dominada por un arco, rezaba “Amigos de Santa Fe”. En uno de los hilos, donde se estaba recordando y elogiando la bondad de la gente “malita” del pueblo, el Nick iker63 decía: “Como el pobre de Luisito Aguilera, que después del accidente ya no fue el mismo”. Fue buscando más referencias, pero no había contestación a su entrada en el foro. Una tremenda oleada de impotencia le recorrió el cuerpo, ya que por fin había visto algo y se había quedado con la miel en los labios. Era una sensación parecida a cuando te metes de lleno en una película, la saboreas, y termina, dejándote con ganas de continuar viendo la evolución de los personajes. Decidió


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