El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara

El despertar del vencejo - Daniel Borrego Lara


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De vez en cuando conseguía que su madre le perdiese de vista y se adentraba por el Pasaje Chinitas, un pasaje para él maravilloso, con puertas en forma de arco, vestigios de antepasados árabes.

      Una mañana venía de la calle Larios, donde había estado mirando absorto varios escaparates de tiendas de moda y, como cada vez que volvía de una escapada, se paró en el que más le gustaba, el de una joyería inundada de relojes situada a escasos veinte metros de la cafetería. Podía pasarse horas contemplando aquellos pequeños prodigios de la ingeniería. Los había de todas las formas y colores. Los que más le gustaban eran los Sanyo deportivos, con cuantas más esferas y contadores mejor. Estaba observando un reloj nuevo que habían traído hacía pocos días, cuando la vio entrar. Iba de la mano de la que parecía ser su madre, una mujer de unos cincuenta años muy bien vestida y con aires orientales. Era la niña más preciosa que jamás había visto. Tenía una piel demasiado morena para ser española. Javier no sabía mucho de geografía, pero sí sabía que ese moreno que esa niña lucía no provenía de tomar el sol en la playa. Lucía un pelo muy oscuro, liso, de un color negro azabache, unos ojos grandes y redondos con las pupilas de color marrón muy intenso. La boca fue lo que más le impresionó, de unos labios carnosos, sin ser demasiado grandes, adornados por una dentadura literalmente perfecta, con dientes blancos como la leche.

      Estuvieron aquellas dos damas largo rato hablando con el dependiente hasta que compraron lo que a Javier le pareció eran unos pendientes de plata. Salieron del local y la niña, dándose cuenta de que aquel jovenzuelo no le había quitado ojo de encima, le dedicó la mejor de sus sonrisas, como la princesa que sonríe saludando condescendiente para con la plebe. Cuál no fue la sorpresa de Javier cuando contempló metros atrás como madre e hija fueron a dar con sus cuerpos en los asientos de una gran mesa situada en la terraza del café. La vida de Javier viró radicalmente. Pasó de odiar los viernes y traumatizarse cada vez que llegaba el fin de semana, a desear con todas sus fuerzas que asomase, contando los días y las horas, hasta que aterrizase el domingo para ver a aquella pequeña princesita.

      Uno de aquellos domingos Javier se encontraba hablando con Carmen, una maravillosa anciana ciega que se encontraba siempre sentada en los servicios de la cafetería cobrando el ínfimo canon a los clientes por entrar a los servicios a utilizarlos. Esta cafetería era la única, probablemente, de Málaga donde se cobraba por entrar al aseo. Aquella tradición, muy típica en Francia, no se había instaurado en Málaga. Carmen solía contarle historias de su juventud mezcladas con dosis de fantasía que sabía que a los niños les encantaban. Javier disfrutaba escuchando a aquella anciana que podía ser su abuela explicando cuánta hambre había pasado en la posguerra, qué fue de aquel amor al cual le perdió la pista durante la guerra civil o cualquier otra vicisitud que le hubiera acontecido.

      Enfrascada en una de aquellas fábulas con moralejas aleccionadoras para aquel chico estaba, cuando apareció aquella niña preciosa. Se apostó junto a Javier y se dispuso a escuchar. Allí empezó una maravillosa historia de amor entre dos chiquillos que, sin tener nada en común, fueron conociéndose al albur de las narraciones de aquella carismática anciana. Pasaron los años y fueron creciendo entre juegos, en los que hacían de detectives siguiendo los pasos de sus ídolos: Los cinco, de Enyd Blyton. Iban descubriendo auténticas conspiraciones mafiosas de casi todos los comerciantes de Calle Larios, no sin olvidarse de las callejuelas paralelas. Una de esas mañanas, con catorce años de edad, fue Javier quien le declaró su amor. Era un tema que ambos sabían, pero que nunca habían tocado, salvo alguna mañana años atrás en que habían jugado a los matrimonios. Desde entonces, fueron inseparables.

      5

      El bancario y el buen

      padre de familia

      Simón mantenía la mirada perdida en un punto indefinido entre el pomo de la puerta y el suelo, absorto entre diversas imágenes que se le iban agolpando en la cabeza. Era un buen padre de familia, aunque a veces se paraba a pensar en qué se consideraba ser buen padre de familia. Tenía cuatro hijos; su mujer, ama de casa, llevaba la pesada carga de la organización y alimentación. Como no entraban más sueldos en casa, necesitaba de tres trabajos para que la idílica familia numerosa subsistiese. El pequeño, pero importante obstáculo consistía en que, si todos querían crecer bien alimentados, tenían que renunciar en la práctica a tener el modelo de tutor presente en sus vidas, toda vez que a su padre lo veían muy de vez en cuando, y desde luego no de muy buen humor, cansado y con pocas o ningunas ganas de explicar la lección de matemáticas de turno. Aun así, todo el mundo lo consideraba un buen padre de familia. Aquel dichoso ritmo vital a veces había provocado cierta dejación de funciones en alguno de sus trabajos, aunque nunca había tenido un percance digno de relevancia. Aún recordaba con cierta vergüenza aquella noche en la que, apenas una hora después de iniciar su jornada como vigilante de seguridad nocturno en el grupo de empresas Aguilera, se quedó dormido profundamente en su silla. No hubiera tenido mayor importancia si no fuera porque justo aquel día el señor Aguilera prolongó su jornada hasta la una y media de la madrugada, saliendo, para colmo de males, por la puerta principal en vez del edificio lateral que desembocaba en los aparcamientos. La bronca que le echó retumbó en todo el edificio. Por varios meses estuvo preocupado por su trabajo, hasta que las aguas volvieron a su cauce.

      Pocas veces había coincidido con el señor Aguilera, dueño del edificio y de todo el grupo de empresas, que solía irse como muy tarde a las nueve de la noche. Si el señor Aguilera dejaba de trabajar más allá de las doce era sinónimo de tensión en la empresa. Los gritos que Aguilera propinaba a Morales la otra noche le estallaban en la cabeza. Los recordaba como truenos que rebotaban y avanzaban a través de la soledad silenciosa del edificio. El empresario no paraba de balbucir frases que golpeaban los tímpanos y salían con gran velocidad de su cavidad auricular para proseguir su camino entre pasillos de hormigón y cristal. Tras la primera frase de aquella procesión de improperios, su cabeza se transportó hacia algún punto geométrico entre Cuba y Miami, portando en su mano alguna bebida afrodisíaca de color azul que irradiaba una luminosidad cautivadora bajo los rayos centelleantes de un sol abrasador, cayendo como ríos de vida a lo largo de su faringe, mezclándose sin solución de continuidad los sonidos del pequeño borboteo del cáliz americano con el eco de los chillidos atronadores que deambulaban por los pasillos, paseando por su mente en pequeñas dosis que iban cayendo en palabras sueltas: tabla, cliente, código, código, código…

      No sabía bien cuanto tiempo había pasado desde que se hiciese el silencio en esa pequeña ciudad de cristal que dormía bajo su atenta mirada, cuando clavó sus pupilas en una de las cámaras de seguridad que dominaba el departamento de Administración y Contabilidad, viendo como, en el centro de la cámara, Morales iba retrocediendo con una mirada que denotaba mezcla de pánico e incredulidad, para, en un veloz movimiento, girarse y echar a correr. Por un momento le perdió del ángulo de visión y deslizó su mirada hacia la cámara del pasillo que conducía a la salida lateral del edificio, continuación lógica de la trayectoria que había emprendido el corredor, con una impaciencia que se tornó en desesperación en los apenas cinco segundos que tardó ese pequeño relámpago que corría despavorido devorando metros. En ese instante, un impulso frenético de heroicidad le invadió y salió como una flecha hacia los jardines de la entrada, recortó en oblicuo hacia el edificio lateral para contemplar al fondo como una figura atravesaba, cual estrella fugaz, los jardines que conducían hacia el aparcamiento exterior. Estuvo a punto de continuar la carrera tras sus pasos, pero el recuerdo de la fatídica noche de su somnolencia y los euros que suponía a final de mes su nómina bajo las órdenes de aquel jefe que, según recordaba, aún debía estar en el edificio, sumado a la imagen de su posible reacción ante un puesto de vigilancia desocupado, provocaron una reacción a lo Flash Gordon en sentido opuesto al recorrido que había emprendido antes. En cuanto llegó a las cámaras miró rápidamente la que enfocaba el aparcamiento exterior, para después ver las que atendían al garaje cubierto, pudiendo comprobar cómo no quedaba ningún coche aparcado. Bueno, había un Seat Córdoba negro del cual aún quedaban quince cuotas por pagar y que suponía una de las razones por las que había vuelto a su puesto, esperando la salida de un jefe que no volvió a aparecer.

      Cuando le comunicaron de la muerte de Morales, se le cayó


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