El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara

El despertar del vencejo - Daniel Borrego Lara


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la provincia y que pasó a la posteridad por ser quien consiguió la absolución de Matías Verboeken, más conocido por El holandés, célebre por el sonado atraco del Banco Hipotecario de Mijas. Un resquicio procesal permitió que no se considerasen válidas ciertas pruebas determinantes para el fallo del juicio.

      El entonces estudiante de tercero de Derecho, Alberto Adánez, entusiasta como pocos acerca de la importancia del valor de la justicia en la sociedad, enfervorecido defensor de la necesidad de aplicar la ética y la honradez a todo aquello que uno hiciera, se vio abocado a una profunda decepción por su héroe hasta ese momento. Esa figura paterna que había idolatrado hasta extremos insospechados, de repente se le volvió sumisa y clientelista, sin principios y, lo que era más lamentable, sin capacidad de autocrítica ni de un ápice de arrepentimiento.

      Una mañana mantuvo una charla con su padre en la que comprendió todo. Ante la solicitud de explicaciones, su padre contestó que la abogacía no era más que un mero trabajo y que todo ser humano tenía derecho a la defensa, a pesar de que fuésemos plenamente conscientes de su culpabilidad. Ahí descubrió solo una cosa: aquello en lo que no quería convertirse. A Pandora no le impresionaban este tipo de trances pues, por desgracia, no era el primero por el que pasaba. Por su profesión había tenido que lidiar con todo tipo de personajes indeseables, habiendo corrido peligro su vida en múltiples ocasiones.

      El Sr. Adánez se dejó caer como un saco de patatas en el bordillo del andén, a medio metro de Pandora.

      ―Bueno, chiquilla, supongo que lo habrás pasado mal.

      ―Hombre, he tenido días mejores.

      ―Mira Pandora, no te voy a hacer esto más difícil de lo que es. ¿Conocías al que lo hizo?

      Pandora alzó la vista con mezcla de incredulidad y satisfacción. Realmente no tenía ningún deseo de permanecer varias horas contestando a las mismas preguntas de trámite que ya le había realizado el anterior policía para cumplir el expediente.

      ―No.

      ―¿Tuvo en algún momento intención o ademán de hacerte algo?

      ―En ningún momento. Me pusieron una bolsa en la cabeza y un pañuelo en la boca. No pude ver nada. Al poco quedé dormida.

      ―Muchas gracias. Vete a casa, dúchate y duerme. Cuando estés bien descansada, pásate por comisaría.

      Si te acuerdas de algo importante, llámame. Aquí tienes mi número.

      ―De acuerdo.

      Pandora se levantó del escalón y se puso en marcha con paso tranquilo. Al cabo de varios pasos, se dio la vuelta:

      ―Inspector, no llevaba nada de dinero encima. Lo había limpiado antes.

      2

      La esposa

      ―¡Lo que no puede ser es que por culpa de una becaria imbécil le devuelva un pagaré a mi mejor proveedor! ―dijo bombardeando de saliva la mesa del despacho―. ¡Sí, claro, si no fuera porque me tenéis pillado por los huevos te ibas a enterar tú, mamarracho de mierda! ―vociferó estampando el auricular contra la base con una violencia que casi le lesiona la muñeca.

      Andrés Aguilera no solía exasperarse con facilidad. Más de treinta años dedicado a sus empresas habían contribuido a hacerle entender que cualquier situación es remediable, salvo la muerte, pues lo que hoy se manifestaba gris, probablemente mañana sería negro, pero posiblemente pasado se tornara blanco. Así de sencillo era el mundo de los negocios, una verdadera carrera de fondo.

      Cuánta gente había visto crecer como la espuma para después darse el batacazo, cuánta, y cuántos amigos había visto subir y subir dentro de sus empresas, hasta quedarse con ellas, asumiendo unos riesgos a veces innecesarios.

      Aún recordaba aquella mañana en que Julián fue a verle al despacho. Llevaba el signo del dólar marcado en la frente, como si de una res se tratase, los ojos se le salían de las órbitas, su mirada irradiaba una positividad y una ambición extraordinaria.

      ―Andrés, tengo que contarte un negocio que me ha salido. Un negocio no, un chollo.

      Cuando Julián le explicó aquel negocio mantuvo el silencio durante todo el tiempo, absorto mientras escuchaba palabras repletas de números y entramados financieros que iban deslizando a su alrededor como si fuera Neo en su Matrix particular. Al final de aquella parrafada, únicamente acertó a comentar:

      ―Demasiado lío ―sentenció, ante la incrédula y desilusionada mirada de su interlocutor.

      No pasaron seis meses antes de que aquel infeliz volviera con aquellas contenidas lágrimas en los ojos, pidiendo el último respiro para no sucumbir ante lo inevitable.

      ―No, Julián, no puede ser. ―Mientras alzaba la mirada para fijarla suavemente en sus ojos―. De veras que es por tu bien. Cuanto antes pares, menos deudas deberás pagar y menos vergüenza pasarás. Hazme caso ―dijo segundos antes de que Julián se levantase con una mezcla de rabia e impotencia en el rostro, yéndose sin mediar palabra.

      Pero a él esta crisis no se lo llevaría por delante; no estaba dispuesto. Es más, había tomado demasiadas precauciones como para que le cogiera desprevenido. Es cierto que la crisis le afectaba de lleno, pues el fuerte de su grueso de empresas estaba dedicado al ladrillo y, por mucho que quisiese, sus ventas habían bajado mucho. De la anterior crisis del noventa y tres aprendió que había que diversificar el negocio, siguiendo aquella máxima en bolsa de no poner todos los huevos en la misma cesta.

      Dentro de sus empresas había tocado el sector de la alimentación, con siete supermercados de gran tirón en el mercado minorista, sector textil, con diez tiendas de una conocida franquicia en la nación, cuatro empresas pertenecientes a la industria agroalimentaria, tres hoteles, dos agencias de viajes y la pequeña joya de la corona: sus tres huertos solares. A diferencia de otros que habían abarcado demasiado y habían fracasado en el intento, Andrés no quiso saber de todo y morir de éxito. Para cada una de las líneas de negocio contrató a los mejores directores financieros del mercado, o al menos entre los veinte mejores. A su vez, incorporó a sus filas al último gurú de los negocios de la empresa española de la última década, Xavier Ripollet, un auténtico león de los negocios. En los círculos más elitistas de la alta banca y gran empresa era famoso por sus interminables negociaciones, que preparaba con gran minuciosidad, siendo habitual empezar a primera hora de la mañana y terminar de madrugada, varias horas después de la cena, momento propicio para que sus cebos picaran hartos de tanta espera. No era muy dado a mezclar lo personal con lo profesional, siendo sus amigos contados con un dedo de la mano. Por el contrario, tanta negociación le había granjeado innumerables enemigos.

      Cuando Andrés se entrevistó con Ripollet por primera vez, tuvo la sensación de ser él su entrevistado. Fue tal el complejo de inferioridad que estuvo a punto de no contratarlo. Se dijo a sí mismo: “si lo contrato se queda con mis empresas en dos días”. Tras varios días de rumia, se decidió a contratarlo. Tenía la certeza de haber tomado una sabia decisión, si bien aún no había disipado de su cabeza ciertas dudas.

      Xavier entró sin llamar, como de costumbre, con la prisa marcada en la frente.

      ―Andrés, tenemos problemas.

      ―¿Qué ha pasado?

      ―Han asesinado a Morales.

      La cara de aquel empresario curtido en mil batallas quedó totalmente paralizada, cual estatua de cera recién moldeada. Sus sentimientos, imposibles de percibir externamente, variaban entre la tristeza por el amigo fallecido, el miedo por el modo en que había muerto y la impotencia por no haber podido evitarlo.

      ―¿Cómo ha sido?

      ―Eso es lo peor ―dijo el economista, titubeando al hablar.

      ―Mejor no me lo cuentes.

      El inspector Adánez vivía en un pequeño piso situado en


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