El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara
pero no solía llegar más allá de las dos o las tres de la madrugada. Aunque no le resultase muy creíble, es cierto que el jefe de contabilidad del grupo de empresas Aguilera podía permitirse llegar a casa más tarde de la cuenta varias veces al mes; tenía un puesto de mucha importancia y su mujer estaba muy orgullosa por ello. Tampoco había contemplado la posibilidad de que tuviese una aventura porque era consciente de la admiración de su marido hacia ella.
Nunca habían pasado por una crisis, ni siquiera cuando un año antes, con cuatro meses de embarazo, ella perdiera a un niño. Hugo Morales, como su padre, se llamaría. Tenían cuna, mini cuna, carrito y múltiples ropajes comprados para el crío. Fue un duro revés para ambos, especialmente para él. Desde entonces se mostraban más fríos, sin haberse decidido a hablar del tema y buscar de nuevo tener un hijo; aún no se encontraban preparados, pero su rutina siguió siendo la misma.
Por la misma posibilidad de que tuviera un lío no se decantó por llamar a González, su subalterno y amigo, y mucho menos a Ripollet, su jefe. Prefirió esperar a las nueve de la mañana cuando, a buen seguro, cogerían el teléfono en la oficina, donde esperaba con todas sus fuerzas se encontrase dormido sobre algún sofá. Estuvo sentada junto al teléfono contando los minutos antes de llamar.
De repente, sonó el teléfono sobrecogiéndole, al tiempo que pensaba: “Ahí está”.
―Diga.
―Hola, buenos días. Mi nombre es Alberto Adánez, inspector de policía. ¿Es usted Alba Carreter, esposa de Hugo Morales?
―Sí.
―¿Le importaría acercarse por la comisaría de policía del centro? Tenemos que hacerles varias preguntas acerca de su marido.
―¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? Llevo toda la noche esperando y no ha vuelto.
Al inspector Adánez le horrorizaba que le hicieran tantas preguntas por teléfono. ¿No era más fácil obedecer e ir rápido a comisaría? Allí, algún policía con más tacto que él le daría la triste noticia y, minutos después, con la mujer más tranquila, la interrogaría.
―Emm… siento darle esta mala noticia, pero su marido…
Antes de terminar la frase, Alba Carreter había dejado caer el auricular, sollozando con voz ahogada de dolor. Adánez pensó que al menos cuando la fuese a interrogar ya lo habría asimilado.
―¡Nooooo!
Empapado, se incorporó formando un ángulo recto, con los ojos resplandecientes en la oscuridad de un cuarto vacío y silencioso. Tardó varios minutos en reponerse del susto, intentando adivinar si había pasado o no realmente.
Pronto comprendió que se trataba de la misma pesadilla que le atormentaba cada pocas noches desde que su hermano, Yuri, perdiera la vida al caer trágicamente desde una azotea con solo nueve años. Lo más dramático fue que estaban jugando y Alexei le empujó, como cualquier niño en el juego, sin pensar que las consecuencias iban a resultar fatales. Desde entonces Alexei se había pasado veintidós años culpándose de ello.
Con el paso de los años, la adolescencia en Donetsk no permitía hacer demasiados buenos propósitos. Un joven ucraniano debía ser duro para prosperar en una sociedad donde imperaba la ley del más fuerte.
Su primer delito no fue gran cosa, un bautizo de fuego de lo más común: pegar una paliza a un moroso. La culpa persiguió de nuevo a Alexei. Cuando empezaba a superar la muerte de su hermano, de nuevo volvieron esas pesadillas, con esas espantosas imágenes, recrudecidas por la voluntariosa memoria selectiva infantil, al servicio de una mente adulta envilecida por la crueldad diaria. Los sentimientos nobles de un principio, poco a poco fueron volviéndose justificaciones de una acción normal, un juego de niños.
Su hermano siempre había sido un chico muy débil, por lo que casi le hizo un favor ante la vida que le esperaba en la que, a buen seguro, hubiese sufrido demasiado. Para no sufrir fue interiorizando la normalidad de ese acto hasta el punto de verlo como habitual. Su vida se convirtió en una concatenación de palizas mientras disfrutaba su primer empleo, matón a sueldo, hasta que llegó su primera muerte intencionada.
Esa noche se dio cuenta del grado de maldad al que había llegado. Y lo peor, como solía pensar a veces, era que aquella sensación le gustaba tanto que no sabía cuál sería su límite. Es más, a veces se preguntaba si disfrutaría o no llevando sus trabajos al extremo; si tendría un atisbo de sensatez y frenaría su empeño de hacer sufrir al prójimo.
Ese exceso de violencia le había granjeado alguna que otra reprimenda del patrón. Según este nunca había que olvidar cuál era el objetivo de todo: cobrar las deudas.
Se levantó lentamente, secándose mientras avanzaba a oscuras por el pasillo, el sudor frío, abriendo la nevera para tomar un vaso de leche. Bebió, eructó y se volvió a echar, sabedor de que el siguiente sueño sería, probablemente, más agradecido.
Anahid no se percató con las prisas de que llevaba la camiseta al revés. Poco le importó percibir esas risitas estúpidas de Alfredo en el cogote cuando comenzó la clase de Comunicación Escrita. Era un día demasiado especial como para andar preocupándose de la última bobada que pasara por la cabeza de aquel inútil.
Para una estudiante de tercero de Periodismo, recibir el encargo de escribir un reportaje sobre un famoso personaje como redactora en el periódico más importante de la ciudad, era algo fuera de lo común. Pero si, además, el protagonista del reportaje era el empresario más influyente de la ciudad, la situación se tornaba extraordinaria. Estaba deseando acabar esa mañana las clases para empezar con el acopio de la documentación y preparar la entrevista que tendría la semana siguiente. ¡Entrevista! No se lo creía.
El hecho de que su padre, Abdel Boani, fuera el máximo accionista del periódico tenía, obviamente, mucho que ver. Pero como conocía perfectamente el tipo de hombre y, sobre todo, de comerciante que era su padre, sabía con certeza que si a ella le encomendaban aquella entrevista, los motivos eran puramente profesionales. Su padre no iba a arriesgar jamás la reputación de su periódico por favorecer a su hija; desde luego que no.
Abdel tuvo que sobrevivir con siete años en uno de los barrios más pobres de Bangladés, realizando los trabajos más duros, sin familia, comiendo lo inimaginable. Con dieciséis años emigró a Turquía y con veinticinco se instaló definitivamente en Málaga. Montó un pequeño comercio de importaciones de su país y, al cabo de los diez años, ya tenía cinco tiendas, todas muy rentables. Nunca confundió trabajo con familia, pues precisamente con sus hijos fue más exigente que con nadie, hasta el punto de convertir la palabra exigencia en crueldad.
En este caso no iba a ser diferente.
Anahid salió de la facultad y llamó a Javier, su novio.
―Cariño, voy a comer a casa y después iré a la Biblioteca un rato, a buscar información de la que no se obtiene con el buscador de Google ―dijo, irónicamente mientras esbozaba una mueca sonriente.
―Bah, bobadas, ya verás como lo que encuentres será mucho menos emocionante de lo que pueda encontrar yo ―comentó con cierta prepotencia, convencido, como buen programador informático, de que todo lo que no se encontrase colgado en la red, simplemente, no existía.
―Ya, seguro, pues a ver si es verdad y me consigues carnaza para la semana que viene, que no quiero que mi opera prima sea una entrevista más propia de Corazón, Corazón.
―Agg, no me mates ―replicó casi vomitando al otro lado del teléfono.
―Bueno, cari, después hablamos, que me duele el brazo ya.
Abrió el coche, encendió un cigarrillo, se puso el cinturón y arrancó.
El Sr. Adánez era un espécimen algo extraño dentro del mundillo policial. A diferencia de otros, se mostraba amable, educado y cortés en su forma de preguntar, dejando a un lado ese halo de duda que llevaban grabados en la mirada todos los inspectores que Pandora había conocido, siguiendo a rajatabla la regla del “piensa