El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara

El despertar del vencejo - Daniel Borrego Lara


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tarde.

      ―¿Sabe en qué estaba trabajando?

      ―Bueno… él era contable del grupo de empresas Aguilera… no sé si habrá usted hablado con ellos… pero desde luego ellos deben saber lo que hacía.

      ―Sí, gracias. ¿Sabe si cuando se quedaba a trabajar se quedaba siempre en la oficina?

      ―Eh… ¿a qué se refiere? sí, claro… bueno, nunca he dudado de mi marido. ―La duda se reflejó nítidamente en la cara de aquella mujer desolada.

      ―Señora, ¿cuál era su círculo de amistades más asiduo?

      ―Bueno, aparte de mi hermano y mi cuñada, con quienes solíamos salir una o dos veces al mes, no quedábamos con demasiados amigos… bueno sí, con mi amiga Ester y su marido, esporádicamente y, ahora que lo dice, este último mes hemos salido varias veces con su jefe a cenar.

      ―¿Con el señor Aguilera? ―preguntó Adánez con cierto escepticismo.

      ―No, que va, Xavier… Ripoll… Xavier Ripollet, era su jefe directo, un tipo bastante encantador.

      ―De acuerdo. Y en su casa, ¿ha notado algún elemento raro últimamente?

      ―No.

      ―Llamadas extrañas, algún patrón de conducta diferente a lo habitual, algún mensaje de alguien desconocido… no sé… algo diferente.

      ―Lo lamento, créame que me gustaría ayudarle más que nada en el mundo, pero no he observado ninguna actitud diferente de lo normal, aparte de su obcecación con el trabajo, pero nada fuera de lo común.

      ―Muchas gracias. Hemos terminado.

      ―Pero…

      ―Señora, estamos investigando y aún no tenemos ninguna certeza de nada, por lo que no estoy autorizado a revelarle ninguna información. En cuanto se me autorice, esté tranquila que será la primera en saber qué ha sucedido.

      Cuando Alba Carreter cruzó la puerta de la comisaría, una ráfaga de realidad le abofeteó la cara. Caminó sonámbula a plena luz del día sin reparar en los viandantes. De vez en cuando percibía alguna mirada de curiosidad ante las finas lágrimas que le caían por su mejilla. ¿Por qué tenía que ser la vida tan complicada? Se repetía sin cesar. No daba tregua. Su marido no había sido el mejor marido del mundo, pero tampoco el peor. Era cierto que tenía sus defectos, cómo no, pero también poseía una serie de virtudes que ella consideraba indispensables. Se atragantaba solo de pensar en no poder contar con su apoyo día a día. ¿Qué iba a ser de ella?

      Caminaba con mucha dificultad, ya que el pecho le oprimía a cada pequeño paso que daba. Mientras lloraba, una mueca de felicidad asomó a su rostro. Lo estaba viendo como si fuera ayer, en el recreo del instituto, con esa melenita bien medida de chico malo, pero aseado. Irradiaba un magnetismo que no pasó inadvertido para aquella jovenzuela. Poco o nada le disuadieron sus constantes escarceos con las drogas, pues, a pesar de que no era una afición santa de su devoción, había pocos jóvenes del instituto que no hubieran consumido alguna vez cannabis. Como un buen melillense, no le faltaba nunca marihuana para echarse un porro a la boca. Aunque pronto Alba serenó a aquel joven que, a la vez que derrochaba optimismo, escondía una triste historia de pobreza y marginalidad bajo su coraza. Su trabajo le costó, pues no se corrige tan fácilmente a un chico educado en uno de los barrios más conflictivos de Melilla. Cuando, al poco de conocerlo, le explicó el cuidado que debía mantener con según qué personajes se paseaban por su ciudad, se quedó boquiabierta. Siendo un crío, durante la feria, por mirar directamente a los ojos a un energúmeno de su barrio, le pusieron un cigarro a escasos dos centímetros del ojo derecho, hasta que un hombre mayor que estaba viendo la escena impidió la tragedia. En consecuencia, las gamberradas que Hugo cometió con posterioridad podían considerarse peccata minuta.

      Uno de los momentos culminantes, en el que Alba estuvo a punto de tirar la toalla, fue aquella vez que Hugo destrozó los retretes del instituto con una gigante traca de petardos enormes. El estallido retumbó en todo el instituto y en los edificios adyacentes. A raíz de ello, una larga expulsión del instituto y un mote que le acompañaría siempre, Traku. El ultimátum que su chica le puso sobre la mesa acabó por enderezarle, hasta el punto de convertirse en un hombre de provecho.

      Mientras soñaba despierta con encontrar a su marido esperándole con una sonrisa, Alba alcanzó la puerta del edificio de su casa con vacilación, sin atinar con la llave del portal. Residía en la zona de Torre Atalaya, un enjambre de construcciones modernas de pisos situados a las afueras, un barrio relativamente nuevo donde preponderaba la gente de clase media-alta. Alba y su marido vivían en un tercero, pero por temor a encontrarse en silencio ante la mirada de algún vecino durante los escasos treinta segundos que duraba la subida del ascensor, se decantó por subir por las escaleras, haciendo de tripas corazón con el dolor que le afligía.

      A la altura del segundo hubo de apartarse para dejar pasar a un hombre que bajaba a gran velocidad. De nuevo se peleó con el manojo de llaves hasta dar con la correcta. Nada más atravesar el umbral de la estancia, se dio cuenta de que algo iba mal.

      El piso estaba totalmente revuelto, con todo manga por hombro. A la izquierda, en el salón, todos los estantes del armario del comedor limpios, con su contenido esparcido por el suelo, en donde también estaban los cojines del sofá. Antes de dedicar más tiempo a revisar qué faltaba, fue directa al teléfono, descolgó el auricular y marcó el número del inspector Adánez.

      ―Adánez al habla.

      ―Inspector, soy Alba Carreter ―dijo medio sollozando―. Alguien ha desvalijado mi piso.

      ―Mierda, ¿sabe si se han llevado algo de valor?

      ―No me ha dado tiempo a comprobarlo, pero puedo decirle con total seguridad que no ha sido un robo común.

      ―¿Cómo puede saberlo con tanta seguridad?

      ―Inspector, nada más que en este salón hay aparatos informáticos de gran valor y todo está en su lugar.

      ―De acuerdo, ¿ha visto a alguien raro a lo largo del día de hoy? ¿Alguien que no fuera vecino?

      ―No, nadie. Aunque… espere, ahora que lo dice…aggggggg.

      ―¡Señora Carreter! ¡Alba!

      Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que esa mujer le dejaba con la palabra en la boca. Lamentablemente, ni se lo tendría en cuenta ni sería capaz de reprochárselo nunca.

      3

      La entrevista

      ―Buenos días. Venía a ver al señor Aguilera, había quedado con él.

      La secretaria, apostada detrás de un mostrador que dejaba ver su cara alargada, su largo cabello moreno y sus gafas elegantes y sensuales, alzó la mirada con poco entusiasmo.

      ―La señora…

      ―Señorita Boani, Anahid Boani.

      ―Espere un momento… Señor Aguilera, está aquí la señorita Anahid Boani… De acuerdo. Pase, por favor, le está esperando.

      El domicilio social del grupo de empresas Aguilera se encontraba en un edificio acristalado que se erigía imponente en las afueras. No obstante, el dueño del grupo pasaba casi todo el tiempo en su cuartel general, mucho más céntrico y presentable para recibir a clientes y personalidades de la esfera política y de los negocios. El despacho de Andrés Aguilera estaba situado en la segunda planta de un edificio antiguo situado hacia la mitad de la calle Larios. Se encontraba presidido por una amplia mesa de reunión, de caoba, con ocho sillas alrededor de estilo victoriano. En una esquina, sobre el parqué, un robusto perchero con varias chaquetas colgadas. A la izquierda, de frente, un amplio ventanal desde donde se podía ver, al otro lado de la calle, la parte alta del luminoso de la tienda de ropa Springfield. En la pared de la izquierda, un inmenso armario lleno de libros de contabilidad, derecho y legislación


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