El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara
se encontraba en un barrio conflictivo mejor aún. Era de esa especie de policías que necesita tener el crimen cerca, o al menos la posibilidad de que ocurriera algún hecho delictivo a su alrededor para sentirse plenamente satisfecho. No había pasado suficiente tiempo para sentirse quemado ni para inclinarse por llevar una vida ordenada y alejada del mundanal ruido, como muchos otros compañeros que deseaban intensamente pasar a labores administrativas y disfrutar de sus familias. A veces pensaba que quizá no le atraía ese tipo de vida por no tener familia a la que amar, pero rápidamente llegaba a la conclusión de que tampoco se veía atraído por buscar esa familia.
Solo una vez estuvo a punto de pasar por la vicaría; se enamoró hasta las trancas de una camarera del Hotel don Miguel. Aún recordaba cómo babeaba con tan solo verla. La chica tenía estatura media, marcadas curvas y un cabello precioso; se quedó prendado al ir a tomar una copa. Ella vino a servirle deslizando aquellos rizos negros sobre sus hombros con una sensualidad contenida, elegante. Cuando la miraba fijamente a los ojos, grandes y marrones, como buena andaluza, se quedaba perplejo disfrutando del momento, paladeando la suerte que la vida le estaba brindando al situar su destino junto a semejante belleza.
Fue un noviazgo intenso, lleno de sensaciones y mil aventuras juntos. Durante aquellos ocho meses se olvidó por completo del trabajo, se adentró en un mundo que creía no existía. Se sintió coqueto, juguetón, cariñoso, divertido, sutil, interesante y apasionado. Exhibió lo mejor de sí mismo. Se vendió en todo momento, intentando complacer a su amada en todo lo que se le antojaba. Vivió un sueño hecho realidad. Pero ese sueño se empezó a tornar algo cansino cuando comprobó que no todo lo que estaba descubriendo bajo su coraza era maravilloso. Sintió aflorar en su estómago una punzada extraña cada vez que se sentía lejos de ella, una contracción fuerte que a veces casi le impedía caminar. El psicólogo de la comisaría le diagnosticó una fuerte ansiedad provocada por la continua sensación de que iba a perder el amor de aquella mujer. Adela jamás le había dado motivo alguno para sentir aquella preocupación tan obsesiva, pero era obvio que él no lo podía evitar.
No era especialmente guapo, pero desde luego feo tampoco. De estatura corriente, un metro y setenta y cinco centímetros, con unas facciones muy masculinas, nariz ligeramente prominente, cara definida, pelo oscuro con múltiples canas haciéndose hueco entre las sienes y un cuerpo bien cuidado a base de largas horas en el gimnasio de la comisaría.
Aquella ansiedad se fue tornando en celos que ella no comprendía. Se lo repetía una y mil veces. «Pero cómo voy a querer a nadie si te tengo a ti. ¿Qué más puedo pedir?», le susurraba insistentemente, con una ternura más propia de una madre calmando al hijo celoso del hermano que de una pareja a su amante.
Al final ocurrió lo que suele suceder en estos casos. Tanto insistió en que le iba a dejar por otro que al final fue verdad. O al menos él lo creyó así. Empezó a indagar policialmente hasta que lo averiguó con pruebas suficientemente convincentes para determinarse a acabar con aquel martirio. Cuando la dejó, Adela no daba crédito; no entendía como el hombre que había amado tan intensamente se había convertido en un paranoico obsesivo. Lloraba amargamente de impotencia. ¿Por qué tenía que ser imposible? ¿Por qué? Se gritaba mientras golpeaba con rabia la cara empapada en lágrimas contra la almohada. Alberto se convenció a sí mismo de que su vida estaba predestinada al drama y no luchó ni un ápice por aquella relación, por aquel sueño tan maravilloso que alguien le había servido en bandeja para hacerle sufrir. De nada sirvieron los consejos del psicólogo, pues estaba resuelto a no sufrir más en esta vida.
Cuando llegó al piso lo primero que hizo fue abrir la nevera y comer un trozo de queso; encendió la tele y se quitó los zapatos. Estaba extenuado, ya que había pasado todo el día interrogando a sospechosos y revisando videos de seguridad que pudieran esclarecer algo el caso que tenía entre manos. En Málaga había un alto índice de criminalidad, por lo que un asesinato en una estación de tren no debía extrañar a ningún inspector de la zona. Se sucedían con frecuencia los atracos a sucursales de entidades financieras, robos en los polígonos industriales y en las zonas del centro más transitadas por los turistas. También era territorio abonado para el atraco en estaciones de trenes, autobuses, aeropuerto y paradas de taxis. Los homicidios, generalmente, venían precedidos de un robo en el que al ladrón se le iba la mano a la hora de amedrentar o en la que el atracado exhibía mayor valentía de la aconsejada, quizá azuzado por la ebriedad. Otras veces había asistido a varias muertes en la misma escena, como resultado de una reyerta entre bandas de adolescentes descarriados. Lo que más le intrigaba de este asesinato era la extraña forma de cometerse. En primer lugar, a priori, el móvil no había sido el robo. Fue cometido con una prostituta presente, a la que había dormido y tapado la cara con una bolsa que no se había molestado en hacer desaparecer. Todo ocurrió en una estación de ferrocarril. A pesar de que el primer tren salía a las siete de la mañana, y el crimen se produjo alrededor de las cuatro, existía una alta probabilidad de que algún trabajador de RENFE rondase por allí, por no hablar de las cámaras de vigilancia, apostadas en la parte interior, frente a las taquillas de expedición de billetes. Pero lo peor de todo fue el ensañamiento con el que había sido perpetrada aquella matanza. Le daba náuseas tan solo de recordarlo. Había dejado el cuerpo posicionado en forma de cruz, con los brazos abiertos de par en par. El hombre fue rajado verticalmente en canal desde veinte centímetros por debajo de la nuez hasta el ombligo, y horizontalmente desde un pezón al otro. No contento con aquella atrocidad, había hurgado bajo aquellas hendiduras, dejando esparcidos por doquier diversos trozos de estómago y vísceras.
Al menos Adánez se consolaba con el hecho de que ya se encontraba muerto de un balazo cuando quien quiera que fuese se había dedicado a jugar a forense con aquel infeliz. Aquello le tranquilizaba a la par que le intrigaba. ¿Por qué aquel ensañamiento gratuito? ¿Qué podía llevar a una mente a cometer aquel acto tan desviado de la razón? Por último, lo que más le inquietó, fue una marca hecha con cuchillo en el centro de la frente. Una marca que jamás había visto en su vida.
La comisaría central se hallaba situada al final de la Avenida de Andalucía, la arteria principal de Málaga. El edificio consistía en un moderno entramado rectangular de múltiples departamentos, divididos en cuatro plantas y coronados por un helipuerto en su azotea. El departamento de inspección criminal estaba situado en el ala oeste del edificio y compuesto por seis despachos de tamaño medio caracterizados por un nivel de desorden general elevado, a excepción del despacho del inspector Villanueva, hombre más preocupado de la pulcritud y el orden que del contenido almacenado, según opinión del resto de inspectores.
El despacho de Adánez no constituía una excepción de la regla general. Constaba de una mesa de trabajo con dos baldas de documentos situadas en cada esquina inferior, así como varios montones de expedientes en las esquinas superiores de la mesa, dejando un espacio libre en la franja central. Detrás de la mesa, un armario repleto de archivadores de distintos colores. Entre el armario y la mesa de trabajo, una mesa pequeña donde se apoyaba un ordenador de pantalla plana, con múltiples notas adhesivas fluorescentes pegadas en los bordes.
Cuando Alba Carreter llamó a la puerta, el inspector hablaba por teléfono con el fiscal. Alzó el dedo en señal de espera y le hizo gestos de que entrase, al tiempo que colgaba el teléfono.
―¿Qué se le ofrece?
―Hola, soy Alba Carreter, mujer de Hugo Morales.
―Ah, sí, siéntese por favor. ¿Cómo se encuentra?
―Pues… que quiere usted que le diga… ―balbució mientras se sentaba con los ojos lagrimosos.
―Bueno, intentaremos que esto sea lo más breve posible. No obstante, cuando quiera tomarse un descanso me lo dice.
―De acuerdo. Bueno, en primer lugar, me gustaría saber cómo ha sucedido.
―Si le parece, usted contésteme a las preguntas que yo le vaya haciendo y después le informaremos de todo lo concerniente a la muerte de su marido que le pueda ser comunicado ―dijo con un tono entre severo y condescendiente―. En primer lugar, me gustaría saber si su marido tenía algún enemigo declarado.
―No que yo sepa. Era una persona bastante afable.
―¿Le