El despertar del vencejo. Daniel Borrego Lara
interlocutor y se levantaba para saludarla.
―Bueno, bueno. Así que la hija de mi queridísimo amigo Boani ―dijo, mientras abría los brazos y le daba dos besos.
―Buenos días, señor Aguilera.
―Andrés, por favor. Desde luego, no has salido a tu padre, por suerte.
―Muchas gracias ―dijo Anahid con una sonrisa de oreja a oreja―. ¡Vaya vistas! Anda que no le saldrán amigos en Semana Santa.
―Desde luego, pero es preferible verlo desde la azotea del edificio. Te puedo asegurar que ver El Cautivo desde arriba impresiona como pocas cosas en esta vida. Es realmente precioso.
―Yo es que no soy católica.
―Ya, pero supongo que alguna vez habrás visto alguna procesión.
―Alguna he visto.
―Pero siéntate, chiquilla, y empieza a disparar porque tengo la mañana algo ajustada.
―Empecemos pues. Voy a poner una grabadora, si no le importa.
―Vale, pero con una condición, si vas a estar un rato preguntándome, te ruego que me trates de tú, y si después para publicarlo tienes que poner el usted, pues adelante, pero de verdad que estaría más cómodo.
―No hay problema.
Anahid había analizado con minuciosidad todo el currículo empresarial de su entrevistado y había elaborado un gráfico con todas las empresas del grupo, de precisión tal que hasta el interpelado se sintió a veces incómodo no porque le preguntasen algo más secreto de lo normal, sino porque había empresas de las cuales casi no conocía de su existencia. No quería estrenarse con una entrevista de las que ella consideraba tostón, pues nunca había sido partidaria de aburrir al lector con aspectos más propios de la prensa salmón que de lo que los lectores de un periódico generalista demandaban, a saber, su parte más íntima y personal.
Tras una breve llamada del director financiero de una de las empresas, requiriéndole para aclarar un par de dudas que el segundo de a bordo, Xavier Ripollet, no había podido despejar, Anahid prosiguió con la entrevista.
―Bueno, Andrés, después de tanta empresa, me gustaría saber algo más de ti. Naciste en Granada, más concretamente en Santa Fe. ¿Cómo podríamos describir tu infancia granadina?
―Maravillosa. Mi padre era, por herencia de mi abuelo, agricultor. Mi abuelo se dedicaba al tabaco. De agricultor del tabaco pasó a ser empresario del tabaco.
―¿En qué radica la diferencia?
―Es sutil, pero importante. La cantidad de explotaciones que poseía. Fue un gran ahorrador y un magnífico agricultor. Conocía la tierra como pocos. Fue acumulando tierras y secaderos por todo el pueblo, hasta el punto de ser uno de los grandes terratenientes. Tras la guerra civil, lo perdió todo.
―Pero, si fue un gran terrateniente, después de la guerra se vería beneficiado.
―Se equivoca de cabo a rabo.
El señor Aguilera estaba tratando a una veinteañera de usted. Al parecer, hablar de su abuelo le estaba poniendo tenso.
―¿Quieres con esto decir que era un rojo?
El gesto del empresario se torció. Indudablemente, le estaba contrariando. Pero Anahid, lejos de pensar en echarse atrás, se dijo para sí misma que era él quien había sacado el tema.
―No es que fuese rojo. Eres muy joven para saber de aquella guerra algo más de lo que te hayan contado. Al igual que yo, que no había nacido. La diferencia entre nosotros estriba en que a mi familia le afectó y a la tuya no, porque no estabais aquí. El caso es que lo perdió todo.
― ¿Y qué hizo entonces?
―Trabajó en lo mismo para uno de los terratenientes del régimen. Mi padre aprendió el oficio desde muy pequeño.
― ¿Dónde vivían? ¿Conoció a su abuelo?
―Mi abuelo falleció cuando yo tenía diez años. Vivimos en una casa de aperos del patrón hasta que mi padre ahorró lo suficiente para comprar un terreno camino de Belicena. Cuando yo contaba veinte años, mi padre falleció en un accidente.
―¿Un accidente?
―Sí, bueno, murió en un incendio.
―Tengo entendido que tiene un hermano.
―Tenía. Murió junto a mi padre y mi madre en aquel incendio.
―Lo siento.
Aguilera bajó pensativo la cabeza mientras la chica pronunciaba aquellas palabras. Acto seguido, alzó la mirada con rabia.
―No necesito la compasión de nadie ni nunca la he necesitado. La vida es así. Me repuse y me he hecho un hombre solo, sin ayuda de nadie.
―Perdón si le he molestado.
―Para nada. Es que hay frases hechas que nunca he soportado.
―Tiene usted razón.
―Tú.
―Vaaalee. Sigamos. Entonces, se quedó solo con veinte años.
―Exacto, y me vine a vivir a Málaga con mis tíos. Estudié Económicas y aquí me ves, hecho un hombre de provecho.
―Y felizmente casado…
―Con dos maravillosos hijos.
―¿Qué edades tienen?
― Once y trece años.
―Se le cae la baba.
―Son lo mejor que me ha pasado en la vida.
―¿Le queda tiempo para ellos?
―Menos de lo que desearía, pero en cierto modo todo esto es para ellos.
En ese momento, sonaron varios tonos cortos y seguidos del teléfono, al tiempo que parpadearon unas luces rojas.
―Dígame Sonsoles… ajá… si… de acuerdo.
Colgó el auricular con gesto contrariado y miró fijamente a los ojos de la periodista.
―Señorita Boani, como puede comprobar el negocio es el negocio, y lamento decirle que me requieren en una de las empresas.
―No hay problema, ya suponía que debía ir contrarreloj.
―La pena es mía, justo cuando la entrevista se ponía bonita. En cualquier caso, podemos continuarla en otro momento, aunque voy a estar bastante liado los próximos días.
―Gracias por su disposición, pero creo que tengo material suficiente.
―El gusto es mío. Dele recuerdos a su padre.
―Se los daré, descuide.
4
La anciana del Café Central
La mañana había amanecido soleada y con una temperatura muy agradable. Nada hacía presagiar que los acontecimientos desembocarían en otro asesinato. Los ardores que le habían acompañado durante la noche ya no se marcharían. Adánez reunió al grupo de homicidios para organizar una investigación que se empezaba a complicar. Normalmente, no era muy amigo de grandes dispendios ni excesiva utilización de recursos. Cualquiera del grupo al que se le encargara el caso bastaba para resolver la mayoría de homicidios que se presentaban, si bien este asunto estaba tomando un cariz diferente. No le gustó nada no poder vislumbrar un móvil del asesinato del contable, un robo hubiera sido lo lógico, aunque pudiera ser que la puta no viese que realmente le robaron porque tuviera más dinero escondido. En cualquier caso, no era un robo. Alguien que roba no se molesta en ensañarse tanto. Había una especial brutalidad en el modus operandi que tendía más a la venganza, un ajuste de cuentas. ¿Por