El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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que la duda también moraba entre los hombres que lo habían conocido personalmente. Durante un tiempo las opiniones estuvieron bastante equilibradas. Hasta que, poco a poco, y debido a ciertas proezas que tenían lo mismo de valentía que de suicidio, comenzó a correr el rumor de que Alonso era un hombre protegido por Dios, a quien la muerte no podía alcanzar.

      Lo que para algunos era una extraña bendición, Alonso lo vivía como el mayor peso sobre sus espaldas, pues no le ocasionaba pocos sinsabores. Sin duda, un hombre único, a quien la vida había puesto a duras pruebas en muchas ocasiones. Alguien a quien resulta imprescindible conocer en mayor profundidad para hacerse un justo juicio sobre las vicisitudes por las que debió atravesar. Su historia se remonta mucho tiempo atrás, antes que los clamores de los campos de batalla reclamaran su sangre y su alma casi a diario.

      Capítulo II

      Flandes

      Era el otoño de 1638 y la guerra parecía predestinada a no terminar jamás. Entre las charcas sucias y el frío, las tropas de su majestad se reagrupaban para intentar asestar un nuevo golpe en los territorios sublevados. Hacía tiempo que lo que pisaban no era suelo español, pero la obstinación de sus superiores necesitaría de otra década antes de reconocer la derrota. El frío comenzaba a arreciar y la moral estaba baja en las trincheras. La mala alimentación, los pocos pertrechos y las permanentes bajas no hacían más que sumir a todos en un triste silencio. Pero para Alonso todo aquello parecía no tener mayor importancia. Aquella mañana se había levantado con ese brillo en los ojos y esa sonrisa malsana que descubría sus dientes. Quienes lo conocían sabían que ese gesto no anunciaba nada bueno.

      Miró a su alrededor y con movimientos parcos animó a los hombres a reunirse. Había recibido órdenes precisas de avanzar sobre una posición flamenca donde se creía que había abastecimientos. La pura verdad es que, según pudieron confiarle, la real naturaleza de la misión tenía por objetivo conseguir algún botín adicional para repartir entre los hombres que además de fatigas ya daban muestras de una alimentación deficiente.

      Alonso los reunió con parsimonia pero sin perder el tiempo. Las molestias parecían serle tan esquivas como la muerte, pese a que de algún modo se las ingeniaba para mostrarse tan mortal como el resto. Y no me refiero sólo a sus heridas, que eran numerosas aunque de poca severidad; sino a su aspecto. Era uno más, sin nada especial excepto ese fuego en la mirada. Aunque, para ser honesto, si se lo observaba con profundidad, si se buscaba realmente lo que ocultaba detrás de aquellos ojos encendidos, no tardaba demasiado en hallar la desolación. No quiero decir con esto que no se tratase de un militar de valía, ni mucho menos que su bravura fuese producto de los desvaríos; nada más lejano. Pero sí existía, y esto era más claro a los ojos de quienes le seguían de cerca, una combinación compleja en su modo de ver y hacer las cosas. No me detendré ahora en estos pormenores, pues ya tendremos ocasión de ahondar en la nobleza y el sufrimiento de este hombre.

      Una vez reunido el puñado de infantes, que de mala gana abandonaron su descanso para ofrecer atención, Alonso se hincó sobre la tierra húmeda y ensayó algunas líneas con su daga para ilustrar las intenciones. Usó trazos sencillos para delinear el plan de acción y lo comunicó con entusiasmo apagado aunque, eso sí, con un envidiable poder de síntesis. Sabía ser hombre de pocas palabras cuando las circunstancias lo requerían, aunque era también capaz de fascinar con sus historias y crónicas. Pero aquella mañana helada, habiendo terminado su breve exposición y aunque los conceptos estaban claros y bien definidos, sólo el vapor escapaba por las bocas de aquellos bravos. El silencio era más elocuente que cualquier broma que intentara colar para distender a la tropa cansada de faenas y promesas incumplidas. Sólo el silencio y varios ojos apuntando ciegamente a los garabatos en la tierra húmeda de la trinchera, era lo que obtenía por respuesta a sus parcas definiciones. Nadie era capaz de pronunciar ni una palabra. Pasaron los segundo y aumentó así la tensión, hasta que al fin, uno de los de mayor confianza, rompió el incómodo silencio.

      –Señor, con el debido respeto, lo que usted propone es un suicidio.

      –Caballeros, no os pido vuestras vidas, sino que me sigáis en la aventura.

      –Pero señor –se quejó otro– os seguiría hasta el mismo infierno de ser preciso, pero concuerdo con Álvaro, lo que propone es muy osado y no veo ninguna gracia en la aventura si sólo nos conduce al fuego enemigo.

      –¿Cuándo fue que perdisteis la fe en vosotros mismos? Vamos, señores, que esto no es más que lo que os digo, una aventura. ¿Quién sino Dios para decidir el que vive o muere en esta porqueriza alejada de su mano? Yo iré a vanguardia, para que no temáis. Sólo os pido que seáis bravos y cubráis mis espaldas.

      –Es fácil para vos decirlo, sabiendo que Dios os cuida de cada proyectil– arrojó otro con resignación. En aquella voz podía adivinarse la peligrosa mezcla de impotencia y fastidio.

      Un nuevo y mortal silencio se produjo entonces. La imprudencia había sido lanzada y no había vuelta atrás. Aquel pobre incauto había dicho lo que muchos pensaban pero no eran capaces de arrojarle a la cara. Alonso lanzó una mirada furiosa y con lentitud abandonó la posición de cuclillas; se incorporó sin despegarle la mirada furibunda y cruzó su mano para asir la espada.

      Crecía el rumor, desde hacía meses, que Alonso era un hombre santo, protegido por los cielos, que lo cubrían con misterioso poder del embiste enemigo. Y mientras unos decían esto, otros afirmaban que no se trataba más que de un lunático con fortuna, que no estaba lejos el día de su muerte y que la suerte no iba a durarle por siempre. Y como ya dije, las opiniones estuvieron equilibradas hasta que el tiempo y las batallas aumentaron la fama y la gloria de este hombre entre los soldados, que comenzaban a verlo como alguien o algo especial. Sin embargo, estas afirmaciones provocaban un profundo rechazo en Alonso que no sólo desestimaba tales cosas, sino que en algunas ocasiones fue capaz de exponerse a peligros innecesarios o provocarse heridas, algunas de ellas de mediana seriedad, con tal de derramar sangre y refutar a los más creyentes. Claro está, dándole de algún modo la razón a quienes afirmaban que en verdad era un perturbado. El caso es que Alonso, por encima de cualquier otra cosa, era un valiente al que los honores no le hacían tata mella como el desdén de sus compañeros de armas. Es quizás por esto, o porque en el fondo se sentía desenmascarado cuando se hacía referencia a su fortuna en el campo de batalla, que tales afirmaciones lo ponían de pésimo talante. Casi podría garantizar, y con esto no pretendo hacerlo menos valiente sino más humano, que lo que en verdad sentía Alonso era un profundo desapego por su propia vida.

      Miró con una renovada y aterradora intensidad al incauto y dando dos pasos cortos, avanzó hacia él desenfundando su acero. Colocó el filo de su espada en el pecho del pobre hombre y permaneció inmóvil durante unos segundos. Los que allí estaban observaban perplejos la escena, sabiendo que Alonso era un hombre incapaz de lastimar a uno de los suyos, pero cuyo temperamento le había jugado malas pasadas en otros tiempos.

      Deslizó el metal pecho arriba del insolente que, petrificado, lo miraba suplicante con ambas manos separadas del cuerpo. Hurgó con la punta del acero entre los harapos y desanudó algunos jirones de tela hasta hallar lo que buscaba. Alzó al fin, a punta de espada, una cadena de la que pendía una cruz y lanzando una mirada pícara al resto soltó con gracia:

      –Parece que el buen Señor no sólo a mí me acompaña y protege en mis locuras.

      Apartó su arma del pobre diablo y no terminó de hacer una graciosa reverencia que ya todos los allí reunidos estallaron en una risotada grosera y distendida. La propia víctima, sin tener claro si reír o echarse a correr, soltó una risotada nerviosa que puso al descubierto su sonrisa maltrecha. Una vez más lo había conseguido. Era Alonso un caballero enigmático con una particular gracia para ganarse a los hombres, a tal punto que ante una tibia vacilación, era cuestión de minutos para convencerlos de que las viejas dudas eran una afrenta a su persona.

      Pero no todos caían en las redes de su natural simpatía y desparpajo. Había quienes pensaban que era un simple bufón, valiente eso sí, pero no más que un individuo triste a quien no se debía tomar con demasiada seriedad. Otros en cambio, escépticos, hastiados de la guerra y sus decesos, lo consideraban un futuro cadáver, con la enorme fortuna de contar con otro día


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