El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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horas en silencio, uno aislado del otro, adivinando lo que sucedía en cubierta. No tanto por las intrigas del capitán, sino por los movimientos de la nave, que se percibían más pronunciados y que, de nuevo, hacían estragos sobre mi razón y mis tripas.

      Al fin un sonido de pasos sobre los tablones quebró la monotonía. Venían a por mí, pues el capitán requería mi presencia en su cámara. Ahora era yo quien debía dar explicaciones. Al salir de aquella bodega, pude oler el aire salado y fresco que renovó mis sentidos. El cielo se vestía de un gris plomizo y las aguas mostraban algunas crestas blancas, producto de un viento leve que amenazaba con tomar fuerza. El hombre que vino por mí, aunque de formas rústicas, con una amabilidad torpe me indicó el camino al sitio donde el capitán me esperaba. Sentado a una tosca mesa de madera y ladeado por dos de sus hombres, aguardaba con impaciencia mi llegada.

      –Entrad padre, entrad. ¿Debo llamaros así, cierto? –pregunto de nuevo, poniendo en duda mi incierta investidura–. ¿Os apetece un poco de agua?

      –Sí, gracias.

      –Iré directo al grano. Lo poco que sé de vos es que el prior os tiene en gran estima, como a vuestro amigo el lunático. Pero a diferencia de él, vos sois un hombre de fe y eso es algo que respeto. Pero no os fieis de mi devoción, pues no dudaré en arrojar a vuestro amigo a las aguas si no me decís de inmediato que es lo que pasa aquí.

      –Es que ya lo sabéis todo.

      –Decídmelo otra vez.

      –Por el bien de vuestros hombres y del propio, no os puedo revelar más que lo que se os dijo. Lorenzo es sólo un instrumento en esto. Ambos cumplimos órdenes pues servimos a un poder superior.

      –En ese caso… ¿A qué otro poder podríais servir que no sean a los mismos cielos? Decidme en verdad que os traéis y no tendréis que preocuparos por nada.

      La conversación no iba tan bien como yo quería y me quedaba sin respuestas rápidamente. Entonces, recordé los tiempos en los que Rodrigo me amenazaba por pequeñeces y yo tenía que hacer malabares para ocultar sus ruindades del prior. Hice, pues, lo que mejor había aprendido a hacer en mis años de convento: decir la verdad, pero parcialmente.

      –Capitán, os ruego que no indaguéis más. Lo digo por vuestro bienestar y seguridad. Os puedo asegurar que no se os está engañando. Es cierto que mi compañero es un tanto particular, pero podéis fiaros tanto de él como de mí. Hay cosas en este mundo que no tienen explicación y no nos está permitido comprender, hasta que alguna revelación nos sea hecha.

      –¿De qué diantres estáis hablando?

      –La naturaleza de nuestro viaje está ligada a secretos asuntos que ni yo puedo aún comprender y que de sólo mencionarlos, pueden desatar la ira de Dios.

      Era evidente que en un intento desesperado por librarme de aquel interrogatorio jugaría todas las cartas que pudiera. La nave seguía hamacándose sobre las aguas indóciles en movimientos por momentos bruscos. Por fortuna el comentario tuvo efecto en uno de los hombres que se mostraba más permeable a mis palabras. Pude ver en su rostro una sombra de duda y avancé hasta las últimas consecuencias.

      –Capitán os ruego que dejéis las cosas como están. Ya habéis despertado a los elementos con la ofensa de vuestra duda.

      –Bah, pamplinas. A mí no me amedrentáis con cuentos. Llevo más años en el mar que vos sobre el mundo y no voy a tragarme lo de los elementos. Un poco de viento, padre. Quizás algo de lluvia. Ahí tenéis vuestros elementos.

      –¿Dudáis de la ira de Dios?

      –Dudo de los embustes de algunas de sus ovejas –clavó entonces su mirada en mis ojos y respiró profundamente, como si estuviese a punto de ejecutar una decisión muy compleja y meditada–. De acuerdo, padre. Si así están las cosas, veo que no me deja opción.

      Mi corazón estaba por salirse del pecho. Pese a que había encarado el tema con mucha más decisión de la que me creí capaz, en mi interior era un mar de dudas. Tenía más incertidumbre que aquel hombre, pues en mi caso, la verdad de los hechos no concluía en una paga mayor o menor, sino que se trataba de mi propia vida.

      A punto estuvo el capitán de decir algo de lo que seguramente se hubiera arrepentido, y sin duda mucho más nosotros. Pero quizás como una nueva señal de la providencia que de nuevo nos asistía, un grito invadió el barco y su rugido, reiterado varias veces, fue llevado por el viento al infinito: ¡Tierra!

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