El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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lo pagaréis.

      –¿Cómo podría engañarlo?, usted mismo rompió el sello de la carta que traía. Os lo pido por la fe de este santo hombre, confiad en nuestra palabra.

      –Ya veremos. No os fieis, pues ya os lo he advertido: tendré un ojo puesto en vos. Ahora podéis iros a vuestro sitio. Os avisaré cuando estemos en curso y veremos si esa isla existe.

      Haciendo una seca reverencia, Alonso agradeció la atención y se despidió. Nos perdimos en dirección al castillo, para tomar asiento cerca del bauprés, donde mejor podían verse las olas romper contra la proa. Nos perdimos en una conversación confusa y casi monosilábica, urgidos por la necesidad de síntesis y de cautela. Tras explicarme el contenido de la carta y evitar hablar sobre la enigmática isla que había mencionado, Alonso me rogó paciencia. No era prudente que me mostrara curioso sobre un plan del que debía estar al tanto, pues podría despertar sospechas.

      La charla había dejado mal a gusto al capitán, a quien no le atraían las cosas poco claras; tenía una mala espina sobre nuestra misteriosa ruta. No estaba acostumbrado a las intrigas y a los mensajes secretos, sino a transportar mercancías y cobrar por ello, de modo que no nos quitó los ojos de encima y tampoco los oídos. Teníamos siempre algún miembro de la tripulación cerca de nosotros, husmeando en nuestras conversaciones que se volvían totalmente nimias y carentes de contenido. Esto me provocaba un aburrimiento de muerte, pues no podía siquiera gozar del intercambio de opiniones con otro.

      Pasaron varios días luego de nuestra conversación con el capitán, algunos de ellos, con bastantes vicisitudes para quienes no estábamos acostumbrados al mar. Las bruscas zambullidas del casco sobre la espuma, los estertores de las velas azotadas por el agua, el viento y los movimientos sin fin, que como una permanente amenaza, sólo hablaban de zozobra, eran como presagios malditos que sólo incitaban a la muerte en aquel infinito desierto de agua. Tenía un nudo en el estómago y la mezcla de miedo y mareo hacían que mi corazón se acelerara al ritmo de las húmedas ráfagas. Una vez más, pude comprobar en aquellas circunstancias que Alonso se mostraba imperturbable en los momentos de tensión. Algo me decía que no eran pocos los viajes que tenía sobre sus espaldas y que, paciente frente al embiste de las olas, podía soportar las tormentas como uno más de la tripulación sin que por esto su ánimo se alterara o asomara un ápice de temor.

      Quizás por contar con demasiado tiempo para el dañino ocio, mi cabeza se perdía en conjeturas sobre el verdadero destino al que nos dirigíamos; un completo misterio para mí, que no conseguía más que hacerme sentir perturbado e incómodo.

      Habiendo transcurrido muchos días desde nuestra partida y con un panorama muy distinto al que tenía en mente cuando salimos del convento, mi curiosidad al fin no pudo más y estallé. Sabiendo que mi proposición era incorrecta, pero aguijoneado por el derecho de tomar cartas en mi propio destino, le propuse a Alonso que me siguiera la corriente. Bajamos a nuestro sitio en la bodega y le pedí que me contara todo. Desde luego enseguida nos siguió nuestro amable marinero, que pese a su cordialidad, no dejaba de cumplir órdenes para informar al capitán.

      –Estimado hermano –dije al marinero– deseo tomarle confesión a este pecador. Espero no os importune que ejerza el santo oficio.

      –En absoluto, padre.

      –Gracias, Dios te bendiga.

      Me sentí un poco mal por fingir atribuciones que en verdad no me correspondían, pero debo ser honesto, peor me sentí por no haberme dado cuenta antes de que un ardid tan simple hubiese significado mayor libertad. Por otro lado, por fin advertí algo que Alonso había mencionado dos o tres veces y que yo no había tenido en cuenta hasta entonces: aquellos hombres de mar eran o muy creyentes o muy supersticiosos. En especial lo segundo, pues era común en las gentes de aquel oficio perderse en historias de lo sobrenatural. De modo que lo tuve en cuenta, pues pronto usaríamos esa ventaja a nuestro favor.

      Alonso al fin me contó que nuestro destino era una pequeña isla en el pacífico, que solía estar deshabitada y que había conocido mucho tiempo atrás. La isla era significativa para él, por razones que oportunamente compartiría conmigo pero que, en esencia, teníamos una importante misión que cumplir allí. También me aclaró que era libre de volver con aquellos rufianes, pero que la voluntad del prior era que me acompañase.

      No necesitó decir más para convencerme, aunque tampoco a mí me gustaban las sorpresas. Cada vez comprendía menos y las cosas se habían vuelto un tanto confusas, pues no encontraba sentido a aquella expedición, si es que en verdad todo esto se había originado en el hallazgo de los túneles.

      Con todas estas cuestiones en mente, mi ánimo se sentía menguado pues a lo incierto de nuestra empresa, al menos para mí en aquel entonces, debía sumarle las dificultades propias de los oficios del mar, que parecía divertirse con nuestra embarcación, sacudiéndola a su antojo como si de un juguete se tratara. Surcamos las aguas de los confines del mundo conocido y nos abrimos paso hacia nuestro destino final casi sin contacto con el resto de la tripulación, que nos evitaba desconfiada, instigados sin duda por el capitán. Resultaba evidente que todo aquel asunto de la carta lo había dejado intrigado y de mal talante, pues no le caían en gracia los cambios de planes.

      Nos tomó varios días más de silencio y espera avanzar lo suficiente como para que Alonso comenzara a asomarse por la borda con más frecuencia para otear el horizonte. Los vientos nos eran favorables, según escuchaba de los hombres, y parecía que nuestro destino no estaba a muchas jornadas, si es que la fortuna y las buenas artes de aquellos navegantes así lo permitían. No dudé ni por un instante que era Dios quien nos guiaba en nuestro camino, aunque confieso que pasé muchas angustias en aquella nave, perdida en la inmensidad de un océano que me figuraba siempre dispuesto a engullirnos. Pude, al mismo tiempo, admirar y temer la magnitud de la obra del creador.

      Advertido de la inquietud de Alonso, finalmente el capitán se acercó a él y luego de varios días de ostracismo le dirigió la palabra.

      –Su isla debería estar cerca, si es que existe. Estén preparados.

      –Gracias, capitán. En breve podéis proseguir vuestro camino.

      –No tan a prisa. Primero quiero escuchar de nuevo todo el asunto de la carta. Desde el principio. Os prevengo que no toleraré mentiras. Vuestro amigo está a salvo, pero vos valéis lo mismo vivo que muerto, así que tened presta vuestra lengua filosa.

      –Malum pascit cor stultorum –fue la respuesta de Alonso. Lo dijo con una voz tan extraña y con un gesto tan particular, que pronto comprendí hasta dónde quería explorar el temor de aquellos simples. Arriesgándose a que alguno comprendiera el desafío, pronunció aquellos malogrados latines con solemnidad, los ojos cerrados y alzando la cabeza con lentitud en tanto desgranaba la frase.

      El capitán, perplejo, me miró de inmediato no sé si rogando o exigiendo una explicación a aquel extraño comportamiento.

      –Os ruego le perdone, señor capitán –dije con una calma que ni yo me podía creer– es que ante vuestro desafío, no hizo más que citar a los elementos para que nos protejan.

      –¿Puede hacer eso? –dijo uno de los laderos del capitán.

      –Claro que no, tonto. No puede. Ningún hombre tiene poder sobre los elementos.

      –El capitán está en lo cierto –redoblé la apuesta– sólo Dios puede hacerlo. Y aunque escucha a todos sus hijos, algunos, como Lorenzo, pueden invocarle de un modo directo y misterioso.

      –Os prevengo a vos también, padre, si es que vuestra juventud permite que lo seáis. No juguéis con mi paciencia porque está próxima a agotarse. ¡Separadles! –bramó a sus hombres– hasta que lo decida, no tendréis contacto.

      Las cosas pronto se precipitaron y Alonso decidió profundizar su actuación. Con voz lenta y grave, aunque sin alzarla, repetía incongruencias en una mezcla de idiomas que nada decían pero que sin duda sonaban atemorizantes. Al principio temí que mi osadía nos hubiera puesto en un aprieto, pero pronto comprobé que había hecho lo correcto, pues antes de que le prendieran y llevaran al otro extremo de la bodega, Alonso me guiñó el ojo mientras lanzaba


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