El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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la sensación de haber provocado algo malo, de despertar la furia de Rodrigo, de poner en problemas a Alonso, de contrariar al prior. Lo único que deseaba era largarme de allí y volver a mi pico y a mi zapa. No deseaba que me interrogaran, ni revivir lo sucedido, ni que me forzaran a hundirme con mis imprudencias a fuerza de condescendencia. Deseaba estar solo, sin dar explicaciones, sin hacer otra cosa que no fuera trabajar. Pero ahí estaba y debía enfrentar los hechos de la manera en la que se habían presentado. Como tantas otras veces en mi vida, no contaba con demasiadas opciones, de modo que, respirando profundo, puse mi mente en blanco y me entregué.

      Tras analizar por algunos instantes mi incomodidad, el prior sofocó mi tortuosa espera con una frase que en verdad no me esperaba.

      –¿Qué opina de todo esto, hermano Pedro?

      Supongo que mi expresión debió ser lo suficientemente elocuente, pues nadie en su sano juicio hubiera esperado una respuesta de alguien tan cohibido. Sin duda era una pregunta que no esperaba respuesta, una formalidad del prior, un gesto, para incluirme en sus planes de un modo menos áspero y forzado.

      –Sé por lo que has pasado, muchacho –disparó al fin con tono paternal. No me equivoco si todos los aquí presentes coincidimos en que todas las cosas suceden por un propósito y son señales que nos brinda el Señor para comunicarnos su voluntad. Algunas son extrañas por demás y algo desconcertantes, pues nos llevan a un extremo de duda y de descreimiento. Otras, en cambio, son más simples y pueden leerse con la facilidad de un libro de aventuras. Sin creerme yo un señalado ni ninguna otra cosa más que un humilde instrumento del Todopoderoso, me atrevo a preguntarte si estarías dispuesto a acompañar a Alonso en un viaje a Chile para entregar una carta importantísima.

      Creo que hasta el mismo prior se sorprendió por su atrevimiento, pues su rostro jovial dejaba entrever alguna travesura que no podía comunicar a voces, pues a su rango y edad ya no podía permitirse.

      –¡Pero señor! –bramó Rodrigo, como era de esperarse– no estoy de acuerdo en que la interpretación de esta gracia del Señor sea tan grave como para retirar de las galerías a mi mejor hombre.

      A punto estuve de gritar un par de verdades en la cara de aquel farsante. La expresión “mi mejor hombre” sonaba tan falsa como sus servicios a otra cosa que no fueran los propios intereses. Pero no pasó demasiado tiempo hasta que advertí que toda aquella plática era producto de una paciente e inteligente planificación. El prior era un hombre sumamente sabio, pues contaba con la reacción de Rodrigo para hacer un doble juego: desenmascarar al impostor y asegurarse una respuesta afirmativa de mi parte.

      –Si el prior cree que puedo ser más útil en un barco que en las galerías, que así sea –dije con el vértigo de saltar al vacío y la satisfacción de contradecir al gusano.

      –Tú no tienes nada que decir –se alteró Rodrigo.

      –Hermano Rodrigo, creo que está fuera de lugar. Al muchacho fue dirigida la pregunta y me complace saber que podamos contar con él tanto en tierra como en el mar. En cuanto a las galerías, no debéis preocuparos. Doy por suspendidas las obras en la galería principal hasta nuevo aviso.

      –Me opongo enérgicamente –dijo Rodrigo en tanto golpeaba la mesa.

      –Guardad la energía, hermano Rodrigo, que os necesito para otros menesteres. Es una decisión tomada y no tiene sentido perder ni el tiempo ni las formas en discutirla.

      –Señor, esos túneles significan mucho para todos nosotros. Hay muchos meses de esfuerzo y trabajo puestos en ellos. La obra tiene un propósito y debemos cumplirlo si queremos que tenga sentido.

      –En vuestros esquemas hay desvíos. Tal vez puedas continuar con algunos de ellos si clausuramos el acceso al hallazgo.

      –Debería replantear la obra completa, señor. Estos esquemas y dibujos no son obra del azar, sino de muchas horas de cálculo y análisis para garantizar tanto el éxito de nuestra empresa como la seguridad de los hombres que intervienen en ella. No podemos renunciar ahora, dejadme trabajar al menos con un hombre. Yo mismo quisiera cavar si eso os complace.

      –Rodrigo, aprecio vuestra dedicación y veo con muy buenos ojos la actitud hacia el trabajo, pero no quiero ni una piedra de las que encontró Pedro fuera del sitio del hallazgo bajo ninguna circunstancia, esos túneles son para nosotros un lugar sagrado de ahora en más y no permitiré que se le perturbe, así tenga que cargar con vuestro mal humor por el resto de mis días.

      –Comete un grave error, señor. Un muy grave error. Los túneles no son un capricho, son la posibilidad de ayudar a nuestros semejantes. Poned a otro al frente de las obras, hacedme cavar con las manos si eso os hace feliz, pero no me pidáis que renuncie a lo que tanto trabajo y fatigas he dedicado.

      Durante algunos minutos el prior puso a prueba al pobre infeliz, que en cada palabra se hundía más y más, dando una cabal prueba de que sus intenciones con los túneles, efectivamente escondían algún interés secundario. Cuando el prior ya tuvo suficiente de todo aquel teatro, repasó los planes y dio por concluida la reunión, pues había demasiados arreglos que hacer y cuanto antes.

      Pero, como suele pasar en ciertas ocasiones, en que la suerte parece darse vuelta para favorecer a quienes había abandonado, de las sombras surgió una pregunta de Rodrigo que dejó a todos en silencio por un instante.

      –¿Cuánto durará el viaje de nuestros hermanos? –disparó a quemarropa.

      –Por qué lo preguntáis –inquirió el prior.

      –Es sólo una pregunta. Supongo que deberán volver con una respuesta. O al menos que deberán volver. ¿O es que acaso deben hacer algo más que entregar esa secretísima carta a una persona que no me está dado conocer?

      Presionado por lo sensato de las preguntas, aunque vislumbrando la estrategia de Rodrigo, el prior ensayó una respuesta lo mejor que pudo.

      –Bien, sí, deben volver, claro –dijo mirando sin saber qué decir a Alonso– el propósito del viaje es sin duda entregar la correspondencia y, en el mejor de los casos, regresar con las autoridades; al menos eso sería lo deseable. Pero es difícil estimar fechas, pues dependerá de las vicisitudes del viaje, al que supongo arduo, la disponibilidad de quienes deban acudir aquí, el clima... En fin, no veo tiempos cortos en esto.

      –Digamos… un año como mucho –apresuró Rodrigo.

      –Es una posibilidad –contestó poco convencido el prior.

      –De acuerdo. Le propongo una cosa, entonces. Si en un año no tenemos novedades de ellos, supongo que no tendrá motivos para seguir deteniendo la excavación. Por supuesto resguardando de todo posible daño el nuevo tesoro que debemos proteger. Creo que de ese modo cumplimos con las expectativas de todos –dijo mirando directamente a los ojos de Alonso.

      Rodrigo tampoco era ni lento ni limitado y sabía que lanzando un desafío directo a aquel forastero de formas impetuosas, tenía más posibilidades de que cayera en su trampa.

      –No veo problema ninguno –se apuró por contestar Alonso, mordiendo el anzuelo.

      –Pues, en ese caso –se vio obligado a decir un prior vacilante–, en ese caso me parece que es posible hacer lo que dice el hermano Rodrigo.

      Una media sonrisa de satisfacción volvió al rostro del farsante. En el minuto final se había robado una porción de victoria al emplazar las secretas empresas de Alonso y el prior. Como el herido que, tendido en el campo de batalla, asesta el mortal golpe a su captor con lo que le queda de vida, Rodrigo había rapiñado un trozo de voluntad para su favor y conveniencia.

      Si bien había mucho en juego, ya puestas todas las cartas sobre la mesa, el prior decidió arriesgarnos a Alonso y a mí, encomendando a Rodrigo la tarea de hallar navío a la brevedad que cubriera el trayecto solicitado. Tal vez esta tarea debió llevarla a cabo Alonso, pues era necesario asegurarse de un par de cuestiones importantes antes de emprender el viaje, pero prevaleció la necesidad de no exponerlo en el pueblo, pues nunca se sabía quién podría reconocer a un desertor, de modo que era preferible arriesgarse a las malas artes del experimentado


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