El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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de sumisión– le pido humildemente disculpas si estropeé la forma de la galería con mi entusiasmo.

      –Este trabajo no es para entusiastas. Se requiere precisión y disciplina. Y me figuro que usted carece de ambas. Que le quede muy en claro que no voy a tolerar imprecisiones en mis túneles.

      –¿Sus túneles? –preguntó entre sorprendido y molesto– pensé que pertenecían al convento.

      –Pues se equivoca dos veces. El primer error es que en efecto son míos, pues yo los diseñé y superviso su construcción. En especial para que ningún aficionado arruine la ejecución de las obras.

      –Entiendo. ¿Y la segunda equivocación?

      –Pensó. No está aquí para eso. Para pensar estoy yo.

      –Quizás le preocupa que alguien pueda pensar mejor que usted.

      Una carcajada sarcástica inundó el recinto y comunicó con gran efectividad el desprecio al comentario de Alonso.

      –No me haga reír. ¿Usted cree que puede pensar mejor que yo?

      –No sé si el Señor me habrá dotado con una fracción de su intelecto, hermano Rodrigo, pero mi corto entendimiento alcanza para leer el simple esquema de sus túneles. Tras su estudiada geometría, algo me dice que todo es una excusa para llegar al puerto.

      En aquel momento no dimensioné la gravedad de las palabras entre esos dos, pero algo perturbó notablemente a Rodrigo, pues además de un tremendo silencio, su mirada se llenó de odio y no hizo el mínimo esfuerzo por moderarlo. Avanzó amenazante hacia Alonso y acercando su rostro al de él, le habló entre dientes.

      –Ignoro cuál es la relación que lo une con el prior, pero debe entender que poco me importa. En el cielo Dios, sobre la tierra el prior y bajo ella, yo. Cuanto antes lo entienda será mejor para todos. No me resultará difícil sacarlo a patadas como a un perro de estas galerías. Tarde o temprano cometerá un error y ahí estaré yo para pisarle la cabeza como a una serpiente. No se pase de listo, que sólo está aquí como bestia de carga y como tal continuará.

      Supongo que alguien menos acostumbrado a las palabras duras hubiese elegido el sabio camino de la reflexión antes de responder a los insultos. Pero, por desgracia para Alonso, la diplomacia no estaba entre sus virtudes por lo que su reacción fue un tanto más impulsiva.

      –Escucha, gusano –dijo saltando sobre Rodrigo y sujetándolo del cuello en tanto lo apretaba sobre el muro terroso– me importa un bledo si diseñaste esta cloaca o el templo de Salomón. No eres más que escoria para mí. El prior nada tiene que ver en esto. Pero si tienes algún problema conmigo, me lo escupes a la cara y lo resolvemos como hombres. ¿Qué me dices, listo? No tengo más que apretar. No vas a ser ni el primer necio ni el último al que deba hacer entrar en razones.

      Quizás Alonso no se daba cuenta, pero en el fragor de la situación, apretaba al monje con tanta fuerza que le estaba limitando la respiración y, pese a la tenue luz con la que contábamos allí abajo, se los veía a ambos visiblemente enrojecidos, uno por la asfixia y el otro por la ira.

      Vuelto a su juicio tras algunos instantes, al fin soltó al infeliz que, notablemente turbado, no atinó más que a componerse como pudo y marcharse de allí, presa de la vergüenza y la sorpresa. Alonso ya calculaba mentalmente el tiempo que Rodrigo tardaría en ir con el chisme al prior. Fernando y yo permanecíamos en silencio, azorados y dudosos de qué decir o hacer frente a ambas demostraciones de desprecio y barbarie.

      Por primera vez en mucho tiempo ocurrieron dos cosas maravillosas para mí. La primera de ellas fue que por alguna extraña razón, bueno… mejor dicho por una evidente razón, no podía dejar de sonreír. Alonso, pese a su brutalidad para un supuesto hombre de hábitos, había hecho algo reprobable pero extraordinario a la vez. Este forastero me caía bien, su desenfado me caía bien, su frontalidad me caía bien. De modo que se lo hice saber con esa sonrisa, algo que no le dedicaba a alguien desde hacía demasiado tiempo. Y esa fue la segunda cosa maravillosa que ocurrió aquel día. Pero, como les adelanté, no sería el único suceso extraordinario en el monasterio. Pues un prodigio estaba por ocurrir y fue uno que cambió nuestras vidas para siempre.

      Superado el mal momento y tras un intento de disculpa por parte de Alonso a Fernando y a mí por el arrebato, seguimos trabajando, ya en silencio, hasta que llegó el momento de asearnos, decir nuestras oraciones y prepararnos para la cena. Una cena que fue distinta para mí porque, y siento un poco de culpa al decirlo, disfruté muchísimo viendo cómo Rodrigo se enfrascaba en su furioso silencio, evitando el contacto con el resto. Aún repicaban en su memoria las palabras de Alonso y casi podía verse como su cabeza humeaba presa de las fiebres del agravio y el rencor. De más está decir que no tardó mucho en acudir al prior para presentar sus quejas por los modos del recién llegado y usar, con sus habituales ardides y embustes, los argumentos necesarios para alejarlo de los túneles al menos por unos días. Algo que consiguió casi de inmediato, pues nada deseaba más el prior que conservar la armonía y evitar el roce entre sus hombres. Esto era un riesgo calculado para Alonso, que, tras un grave intercambio con el prior, se contentaba con ayudarnos desde la superficie con tareas menores como acarrear piedras, distribuir la tierra, limpiar las herramientas, alistar los utensilios y demás cuestiones relacionadas con el trabajo. También se las ingeniaba para encontrar los momentos para conversar con nosotros, en especial con Fernando con quien tenía más confianza, pero sin dejar de dedicarme algunas palabras pues sabía que mi preferencia era la de escuchar antes que decir. Quizás por estos pequeños detalles de cortesía o por haber puesto a Rodrigo lisa y llanamente en su lugar, es que comenzó a caerme bien y no lo noté entonces, pero lentamente se fue haciendo evidente que mi ánimo y mi carácter se habían beneficiado con su llegada. Al punto que ponía mayor interés en el trabajo, cubriendo a veces a Fernando, mientras iba por más lumbre o por agua. Fernando era una persona muy trabajadora, pero su dispersión natural propiciaba que en muchas ocasiones quedara yo solo en las galerías, haciendo el trabajo por ambos, pero no por su afán de desligarse de las obligaciones, sino por su espíritu desordenado y conversador que siempre hallaba destino para su inagotable sed de comunicación.

      Fue en una de esas ocasiones, en las que estando sólo en el túnel concentrado sólo en mi trabajo, algo extraordinario sucedió y significó un antes y un después para todos en el monasterio. Me hallaba muy ensimismado, retirando algunas piedras de las que ocasionalmente aparecían entre la tierra compacta que extraíamos, cuando de pronto una extraña forma llamó mi atención. Se trataba de una piedra diferente a las que hasta entonces había conocido, con una forma y un color tan singulares que captó mi atención de inmediato. Desconozco si fue por curiosidad o porque estaba algo fatigado por la pesada labor, pero decidí sentarme para descubrir con más paciencia aquella roca singular, intrigado por su inusual geometría. A medida que retiraba tierra, y lo hacía cada vez más cuidadosamente, mi curiosidad y mi temor crecían, hasta que, luego de un buen rato, incrédulo por lo que mis ojos veían, me incorporé para tener una dimensión más completa del hallazgo. Tardé un tiempo en agotar mis explicaciones sobre el extraño descubrimiento que no podía atribuir más que a un excepcional milagro. En aquel momento, el pánico me invadió y estuve a punto de caer sobre el piso de tierra, por la mezcla de cansancio y estupor. Llevé mis manos a la cara y sólo atiné a correr túnel arriba para contarle al prior. No era un muchacho muy ilustrado, aunque mi educación había sido muy buena, pero no necesitaba ser un licenciado para comprender que estaba ante algo único. Lo que había hallado allí abajo no era de este mundo.

      Y no me equivocaba.

      Capítulo V

      El concejo

      Hacía muchas semanas ya que Diego había pasado por la humillación de que sus hombres le encontraran maniatado y burlado por un desertor. Su encono hacia Alonso había crecido a niveles peligrosos, pues no sólo se había propuesto cazarle para recuperar su medallón y darle muerte, sino que se lo había jurado. Para colmo de males, la suerte no sólo le daba la espalda, sino que parecía arremeter en su contra con ferocidad. Las numerosas jornadas que habían pasado desde la ausencia de Alonso provocaron toda clase de rumores entre algunos de sus hombres quienes, ahora más convencidos que nunca, lo consideraban un hombre


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