El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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en su presencia. Muchos pensaron que Dios lo había sacado secretamente de este mundo, como premio a su entrega y sufrimiento; otros, que había conseguido al fin volver a su forma de ángel, espada en mano, para asistir a las huestes celestiales en otros sitios más necesarios. En cambio muchos otros pensaron que debía estar en una mazmorra purgando sus faltas e irresponsabilidades, alejado al fin del favor divino, si es que acaso alguna vez había contado con él. Como sea, lentamente los pronósticos más favorables hallaron su eco en la novedad de que toda aquella matanza innecesaria había sido idea de Diego, pues su contienda con Alonso era harto conocida por casi todos, aún por los superiores. No tardó mucho en correr el rumor sobre el ataque nocturno hacia Diego y su puesta en ridículo en venganza de los caídos. Esto no hizo más que fortalecer el nombre del fugitivo y devolverle, no en todos pero si en muchos casos, la dignidad que había perdido en su última batalla.

      Estas vicisitudes enfurecían aún más al oficial que no hallaba el modo de justificar sus acciones, pues dar el brazo a torcer en relación al ataque era poner en evidencia su propia ineptitud. De manera que acomodó las cosas a su conveniencia e inventó una historia que más o menos decía que, habiéndose hallado Alonso derrotado y cercado por las murmuraciones, sin más opción que la deshonra, la emprendió arteramente en contra de su capitán, matando a varios de los suyos a su paso, pues le habían descubierto en su búsqueda egoísta de fama y reconocimiento. Que no conforme con deshonrar a su ejército y a Dios en ello, había dado muerte sin motivo alguno, a quienes intentaron hacerle reflexionar. Y que fue el mismo Diego que ofreciendo una mano amiga para que recapacitase, debió en contra de su voluntad enfrentarse a él, que a fin de cuentas era uno de los suyos, para evitar que la matanza fuera mayor. Y habiendo recibido de este demente y traidor una bofetada en sus buenas intenciones, su honra y su presea fueron sustraídas como nueva muestra de desprecio a su persona, su bandera y su Dios.

      Es oportuno aclarar que no demasiados se hicieron eco de esta mentira, pues por mucho que miraran con desdén las acciones de un hombre renegado, también sabían de los ardides de Diego, que no perdería el tiempo en desprestigiar a Alonso en su propio beneficio, especialmente con el ego herido y su medallón extraviado en el confuso episodio. Por otra parte, hay ciertas cosas que tarde o temprano se saben y pese a los cuidados que puso en confesar bien a la soldadesca que nada de lo acontecido esa noche se supiera, poco a poco la verdadera historia comenzó a circular, condimentando de igual modo la astucia de uno y la torpe cobardía del otro.

      La guerra, que tampoco estaba yendo hacia la gloria, había pasado definitivamente a segundo plano para Diego. Cometía más y más torpezas en su afán de estar en dos sitios al mismo tiempo: deseaba honrar sus obligaciones de armas, pero no conseguía olvidar la afrenta de Alonso, algo que lo hizo movilizar significativos recursos para dar con él.

      El orgulloso capitán, que era dueño de una naturaleza ladina y ventajista, supo rodearse de hombres de la misma ralea para sus trabajos sucios. Prometiéndoles nuevos y mejores favores, no tardó demasiado en obtener algún resultado que avivara la llama de su venganza. Puso en movimiento a no menos de siete mensajeros, cada uno de ellos con la misión de cubrir las posibles rutas de escape que pudo elegir Alonso en su apresurada huida. Todos ellos, lobos con piel de cordero, transitaban inhóspitos senderos a paso ligero pero hábilmente ataviados, no como militares, sino como simples peregrinos que en apariencia, estaban más preocupados por la palabra de Dios que por blandir la espada.

      Así fue como uno de ellos, haciendo referencia a unas marcas corporales que tenía Alonso de las que más adelante os daré detalles, consiguió un tenue rastro, en un pequeño puesto pesquero en mitad del territorio francés. Con la certeza de que no distaba a muchas semanas de sus talones, habiéndose enterado de las nuevas, Diego ordenó concentrar esfuerzos en averiguar más movimientos del fugitivo. Nada lo detendría hasta darle caza al que lo había humillado de ese modo.

      Llegué a la cocina sucio y con lágrimas que surcaban mis cara como latigazos, agitado y con expresión desencajada. La mueca de terror en mi rostro hizo que no fueran necesarias las palabras. Algo muy grave había ocurrido. Fernando y Alonso me habían visto salir del túnel y detenerme por un instante en el huerto, con la cabeza gacha y las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aliento que me faltaba y no podía hallar en ningún sitio. El espanto se había apoderado de mí y no era capaz de manejar la situación. Quería gritar, romper en llanto, huir de ahí. Pero huir… ¿A dónde? Si mi vida en el convento había sido huir de todos, corriendo a ciegas y sin freno hacia mi propio interior.

      Dos hermanos que estaban en la cocina al verme tan poco compuesto acudieron de inmediato para asistirme. Pusieron sobre mis manos un cuenco con agua fresca y me hicieron sentar sobre un banco, pensando que estaba al borde del desmayo. Durante minutos intentaron sacarme de ese estado, preguntando primero apresuradamente y más tarde con calma las razones de mi agitación. Pero no era capaz de responderles sino con llanto, sin poder articular una palabra. De alguna forma, entre sollozos, logré pedir por el prior y de inmediato fueron por él.

      Rápidamente la novedad había recorrido el convento y eran muchos los hermanos que estaban a la espera de mis palabras cuando el prior se presentó en la cocina tan pronto como le fue posible. Al verme en aquel estado, sucio, agitado, con lágrimas y expresión de terror en el rostro, me preguntó si deseaba hablar con él a solas. Con un movimiento de cabeza asentí y con dificultad le acompañé hasta su sala. Una vez allí, aguardó un tiempo para permitirme recomponer la compostura y de ese modo, estar en condiciones de explicar los motivos de mi agitación. Intenté describir con la mayor precisión posible la causa de la turbación, pero el llanto, la angustia y la confusión se habían apoderado de mis sentidos, por lo que poco pude hacer para expresarme con claridad. De modo que sólo atiné a referirme a los túneles y el prior, comprendiendo mi estado, accedió a acompañarme para que pudiera mostrarle lo que había hallado. Para entonces, casi sin permiso, Rodrigo había entrado en la sala alegando haber escuchado rumores sobre los túneles, por lo que mis palabras se dificultaron aún más.

      Con escasa discreción, muchos hermanos que estaban genuinamente preocupados por mi estado, se acercaron a enterarse qué ocurría. Al verme salir algo repuesto de la estancia del prior, acompañado por Rodrigo, temieron algo malo. En el camino se nos unieron Fernando y Alonso que con gestos de desconcierto intentaban averiguar qué es lo que estaba sucediendo. Al ver semejante revuelo, el prior dio la orden a Rodrigo que sólo quienes intervenían en el túnel podían acceder a él. Rodrigo no tardó en hacer cumplir la disposición, en especial sobre Alonso, a quien con una mueca de satisfacción detuvo a los pies de la escalera. La revancha había llegado antes de lo previsto para imponer su voluntad sobre la de Alonso.

      Recorrimos en silencio y con cuidado las oscuras paredes del túnel que para entonces se me antojaba más siniestro y lúgubre que nunca. Las viejas velas que invitaban al misterio, arrojaban una luz amarillenta y demasiado tenue como para infundir confianza. De pronto, tras varios metros de recorrido, los destellos del candil sobre el fondo del túnel, ondulaban frágiles y agregaban incertidumbre a los corazones que ya latían con fuerza. Rodrigo aprovechó la tensión para disiparla a su modo, ordenándole a Fernando que aguardara en aquel sitio en tanto el prior, él y yo, avanzábamos hacia el hallazgo. Al llegar al final del túnel, los tres nos detuvimos para contemplar lo inexplicable. Rodrigo no pudo más que llevar una mano a su boca, quizás para ahogar una exclamación de espanto. El prior, que era un hombre de profunda fe, se acercó despacio para analizar, con recelo aunque con valentía, aquellas extrañas piedras. Me dio una palmada, para infundirme confianza y con un gesto me indicó que me quedara en aquél sitio. Se agachó lentamente y observó más de cerca el motivo de mi espanto. Luego de un riguroso análisis, llevó ambas manos en posición de oración a su rostro y tras agitar la cabeza con desconcierto, no hizo más que persignarse y mirar al cielo. Un cielo que parecía más lejos que nunca, sepultado por toneladas de tierra y dudas.

      El prior agitó la cabeza, mirándome comprensivo y paternal; me dijo “ni una palabra a nadie sobre esto”. Asentí nervioso y pese a mis reparos, pude comprobar que en efecto se trataba de algo grave. El prior también ordenó que todos salieran de allí y que Rodrigo estuviera preparado, pues en breve lo llamaría para mantener una reunión de urgencia.

      El prior luchaba por mantener la calma, pero era evidente que estaba


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