El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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que su interés sobre los túneles no eran promovidos ni por el altruismo ni por el bien común. Pese a ello, autorizó a dar celeridad al asunto, que se tuvieran en cuenta todos los buques disponibles para hacer el trayecto, aún aquellos de dudosa reputación para los cuales dio algunas pautas mínimas de seguridad. Algo preocupado por enviarnos a una muerte segura, el prior confió en la divina protección de Alonso y en los escrúpulos de Rodrigo, al que creyó incapaz de lastimar a alguien. Es triste reconocerlo pero… ¡Cuánto se equivocaba!

      Recuerdo que desde ese momento me pegué a Alonso, pues mi respuesta a la proposición del prior sin duda sería interpretada por Rodrigo como una insolencia imperdonable, así que bien me cuidé de que me pillara desprevenido para vapulearme con sus reproches y bravuconadas. A decir verdad, no tenía claro todo este asunto de las autoridades en Chile, pero no solía cuestionar lo que decía el prior, pues le tenía por un hombre reflexivo y competente. Y aunque me dolía dejar el monasterio luego de tantos años, no debí mantener un diálogo muy concienzudo con el prior para que un viso de esperanza me invadiera. No tenía definido qué clase de aventuras me esperaban, pero algo en mi interior me decía que el sólo hecho de abandonar las cosas que me atenazaban y probar nuevos horizontes, harían de mí alguien mejor.

      No estoy seguro de hasta qué punto el prior estaba convencido de su decisión inicial, pues recuerdo un breve diálogo que tuvimos, en ocasión de su visita a mi celda donde sin exponerse demasiado, me dejó entrever sus vacilaciones y sus reparos.

      –¿Comprendes que el Señor te ha bendecido con ese hallazgo, verdad?

      –No lo sé. No dudo de las gracias del cielo, pero tampoco soy capaz de interpretarlas. Sólo sé que no quiero volver a bajar a los túneles.

      –No tienes por qué temer. Debes sentirte honrado. Sé que toda esta situación te trae el recuerdo de algunas cosas tristes de tu niñez. Pero créeme, no debes temer.

      –Usted tampoco.

      –Yo no temo. A Dios es a quien temo. ¿Por qué piensas que tengo miedo?

      –Porque duda en enviarme a ese viaje.

      El prior sonrió y me concedió la razón.

      –Ya no eres un niño. Y quizás yo me estoy poniendo viejo. Hace algunos años le prometí a tu padre que cuidaría de ti, que haría de ti un hombre.

      –Cumplió su palabra.

      –Ahora sé lo que se siente dejar que un hijo crezca. Es temor y orgullo al mismo tiempo. Créeme que intenté por todos los medios que tuvieras las mismas oportunidades que el resto. Tal vez no supe…

      –Padre, lo ha hecho bien.

      –Temo estar cometiendo un error. Si dudas de este viaje, no tienes más que decírmelo. Rodrigo estará gustoso de que vuelvas, así más no sea para buscarte nuevas tareas.

      –Es una buena oportunidad para alejarme de Rodrigo. Es por el hermano Lorenzo que me marcho gustoso. Me ha devuelto las ganas de hacer cosas. Y aunque aprecio sus numerosos esfuerzos, siento que aquí hace rato que no tengo nada que perder.

      –Te equivocas. Busca en tu corazón y verás que el Señor te ha dado más de lo que te quitó. Debes honrar esos regalos con agradecimiento y devoción. Haz que este viejo tonto haya dejado algo bueno en ti.

      –No deshonraré a la cruz, ni a los cuidados dispensados. Vuestra promesa está cumplida. Elijo esta nueva búsqueda como Jesús buscó el madero. Quizás me vaya la vida en ello, pero sin duda serán las puertas a algo mejor.

      –Sabes que Lorenzo, es decir Alonso, está completamente loco, ¿verdad? –dijo con una sonrisa pícara.

      –Por supuesto, es vuestro amigo.

      El prior me abrazó y sentí entonces los brazos de mi padre que me despedían.

      No pasarían demasiados días hasta que los arreglos del viaje quedaron resueltos. Temía no volver a verle nunca más, pero aun así, persistí en mi idea de partir a lo desconocido. Pude adivinar en el prior el deseo de que mis preguntas pudiesen aliviarlo, pero preferí no saber. Ya sabía demasiado de misterios y secretos y sólo me habían traído hasta entonces infortunio y malos momentos. Si el hallazgo de aquellas extrañas rocas era realmente una señal, pues entonces, al igual que había hecho Alonso, las interpretaría como la necesidad de concretar mis sueños, aunque no los tuviera aún.

      Acuciado por los tiempos que no le eran favorables y relevado temporalmente de la responsabilidad de hacer avanzar los túneles, Rodrigo dedicó muchos días y esfuerzo en dar con un buque que reuniera las características encomendadas. No importaba tanto la constitución del navío, pero sí su derrotero y la extrema discreción de la tripulación.

      Algo presionado por comenzar de una vez por todas con el conteo de días, decidió prescindir de cuidados y discreciones y jugó su carta ganadora, contactando a través de un tercero de dudosísima reputación a un capitán portugués, que comandaba una carraca dedicada al comercio informal: una bella manera de describir a un contrabandista. Rodrigo había cambiado dos o tres favores con este tercero en alguna oportunidad y tanto él como el capitán tenían en común su gusto por el dinero y la bebida. Por lo que pronto se pusieron de acuerdo con el plazo, el precio y los servicios extras. Partirían en seis días, y el costo del pasaje, algo módico teniendo en cuenta la naturaleza de la misión, estaba garantizado. Por supuesto garantizaban absoluta discreción y un cómodo sitio en las bodegas. En cuanto a los extras, Rodrigo sabía que el capitán era tan de fiar como un niño de dos años, pero con el suficiente estímulo podría confiarle alguna barrabasada de su conveniencia. Una buena suma de su propia bolsa tuvo que destinar a ese viaje sin retorno –pregonado como la mejor de las opciones– para que el precio y las condiciones le resultaran creíbles al prior.

      Rodrigo llegó al convento con la nueva y, exagerando las características de su trato, consiguió el aval del prior, quien con mucho esfuerzo, pagó de las arcas del monasterio, el pasaje de ambos aventureros. A la paga formal, Rodrigo debió agregar algunas monedas de su haber, con las que se aseguraría que el plazo pudiera cumplirse sin más demoras que las pactadas. Sólo un año lo separaba de su objetivo; algo eterno para quien desespera pero definitivamente viable gracias a la permeabilidad moral del comandante de la nave.

      Ajenos a tales arreglos, nos despedimos al fin con muchísima discreción, del prior, de Rodrigo y de Fernando, quien pese a no comprender lo que estaba ocurriendo, se puso feliz por los dos, pues me tenía en estima y deseaba lo mejor para mí y para su nuevo amigo.

      Antes de poner rumbo al puerto, el prior hizo entrega de la carta, con su sello de lacre y su secreto contenido. Rodrigo analizó el sobre con gran curiosidad durante el breve trayecto de la mano del prior hasta el pecho de Alonso. Era evidente que esa carta le quitaba el sueño y significaba un peligro para sus planes. De todos modos, no se lo veía muy nervioso, pues no era nada de lo que el capitán no pudiera encargarse. Me percaté que Alonso llevaba más equipaje del que había traído al convento, pues su hatillo se veía más abultado y pesado. Algún obsequio del prior, quizás.

      Perdí mis pensamientos en aquellos pequeños detalles en tanto nos alejábamos de las puertas del convento saludando a la distancia. La verdadera aventura estaba por comenzar.

      Capítulo VI

      El viaje

      Durante el trayecto que nos separaba del puerto, Alonso, que era un hombre poco afecto a las palabras, aunque de conversación amena, se hallaba particularmente silencioso y apesadumbrado. No pensé que despedirse del prior pudiese afectarlo tanto, pues se lo veía un hombre resuelto; pero era evidente que existían razones que amargaban a su corazón y que yo aún no comprendía. No me tomaría demasiado tiempo descubrir al verdadero hombre detrás del personaje que a menudo construía de sí mismo.

      Llegamos al puerto y al fin dimos a la distancia con nuestro transporte: una nave mercante portuguesa de tres palos, fondeada no muy lejos del muelle principal. Luego de hacer algunas averiguaciones, dimos con el primer oficial. Cambiamos pocas palabras evitando perdernos en formalidades, nos pidió que lo aguardásemos antes de conducirnos al buque. Alonso se


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