El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici
pueden volver a sus labores. Pedro ya se siente repuesto. Vamos, no hay nada de qué preocuparse. A sus labores…
Alonso, que había seguido la secuencia con detenimiento, no se había tragado el anzuelo. Los años no habían atenuado el conocimiento que tenían el uno del otro, de modo que, sin demoras, interceptó al prior para inquirirlo.
–¿Vas a decirme lo que está sucediendo?
–Desde luego, pero no aquí; en tu celda. Con discreción por favor, no deseo alboroto.
Alonso quedó perplejo por la respuesta y la proposición, pues en el fondo esperaba que su desafío fuera contestado con desaire, quizás aún acostumbrado a las recias formas de su oficio. Al salir del túnel, Fernando me preguntó qué pasaba y con una torpe sonrisa le dije que nada, que todo estaba bien, que me había asustado por una tontería. Alonso, atento a mis palabras y movimientos, tampoco compró mis mentiras piadosas y lanzó una mirada grave sobre mí que hizo que me sobrecogiera. No deseaba mentirle a nadie más, pero la desesperación hablaba por mí.
–Dejad que el hermano Pedro tome un descanso. El trabajo pesado le tiene fatigado y es natural el aturdimiento luego de tantas horas; se ha ganado un tiempo de reposo. Por favor, dejadle que ya se encuentra mejor –pedía el prior, mientras el enjambre de religiosos me acosaba con amabilidades y preguntas de buena intención.
Era difícil explicar un nuevo evento secreto ocurrido en las obras que de por sí ya eran bastante ocultas a la mayoría en el monasterio. Logré con alguna dificultad perderme en dirección a mi celda, no sin antes ver que tanto Alonso como el prior, se encerraban en una celda para hablar. El asunto no tenía buen aspecto y aunque avivaba mi curiosidad, no podía resistir más intrigas; me sentía en verdad asustado, de modo que en ese mismo momento decidí que ya no estaba a mi alcance nada de lo que pudiera ocurrir. Ingresé a mi celda y faltó poco para que rompiera en llanto, producto de la tensión y la incertidumbre. Muchas cosas pasaban por mi cabeza, cosas hechas con la misma materia de pesadillas y oscuros temores infantiles, que cobraban vida ahora en aquellas nefastas catacumbas. Pero no fui capaz siquiera de desahogarme, pues no bien estuvo cerrada la puerta, Rodrigo la abrió con violencia, para cerrarla tras él con el sigilo de una serpiente.
–Escúchame bien lo que voy a decirte. No dejes que ese farsante protegido del prior llene tu cabeza de ideas absurdas. No pensarás que voy a dejarle que me humille de ese modo sin tomar acciones ¿verdad? Pronto me voy a encargar de darle un buen escarmiento. En cuanto a ti, sabes que cuento con tu discreción y fidelidad. No es momento para darle tantos disgustos al prior. Quién sabe, con todas estas agitaciones, tal vez Dios lo requiera en su presencia y yo deba tomar las riendas de este convento. Si eso sucede, muchos como Alonso querrán golpearle las puertas a Satanás antes de vérselas conmigo. Así que obra con inteligencia, mantén tus ojos abiertos y sobre todo, tu boca cerrada. Puedes comprar algo de tiempo antes de que mi recelo te tenga como blanco.
Sin siquiera concederme una mueca como derecho a réplica, cerró la puerta nuevamente y se perdió tras ella dejando muy claras sus intenciones. Rodrigo era de esas personas que podían convertir una desgracia en una oportunidad afín a sus planes, sin importar las consecuencias para el resto. Como sea, su breve pero contundente advertencia, me había convencido apenas hubo comenzado.
En tanto, en la celda de Alonso, el prior extrañamente ilusionado, explicaba lo acontecido al huésped y no ahorraba detalles en su relato. Y aunque se trataba de algo inexplicable y fuera de lo usual, se lo veía entusiasta y fascinado por el hallazgo.
–¿Estás seguro de lo que dices?
–Ve a verlo con tus propios ojos. ¿Cuántas pruebas más necesitas para que el Señor te demuestre que te tiene entre sus hijos predilectos?
–A otro con esos cuentos de hadas, tú ves lo que quieres ver.
–Sabes que no me ofende tu falta de convencimiento, pero sí lo hace la afrenta de negar las pruebas que una tras otra vez se te presentan. Obsérvalas por ti mismo, no dejes que mi exceso de fe, como te gusta pensar, modele la realidad. Ve y constrúyela en base a hechos. ¿No es así como nos enseñaron?
–Si es verdad que tus ojos no te engañan, no debes atribuirme lo fortuito del hallazgo. En todo caso será un misterio más de estas nuevas tierras, de las que escuché numerosas leyendas. No niego que todo esto es bastante extraño y que podríamos reconocer ciertos lazos con mi historia, si es que así deseas verlo, pero creo que estás forzando las cosas para que sucedan del modo en el que esperas que sean.
–Insisto. Ve y dame tu opinión de lo que hay allí abajo y luego hablamos.
–Acabo de verlo. Sabes que no podía resistir mucho sin saber de qué se trataban todas las correrías y secretos. Y acepto que en algo tienes razón: logró hacerme dudar por un breve espacio de tiempo. Ignoro el origen de esa cosa, pero déjame decirte que no me impresiona tanto como esperas. Tengo vistos objetos mucho más extraordinarios que sí me quitan el sueño. Créeme que no voy a dejar de dormir por unas rocas dentadas.
–Sé que en tu corazón abrigas la duda por no poder comprobar si esta nueva señal es para ti o para todos. Sea cual fuere el resultado, no deja de ser una bendición para este convento. Estoy seguro de que, en su debido momento, todos podremos comprender la trascendencia de este hallazgo inesperado. Es importante que vuelvas a las galerías.
–¿Y qué hay de tu perro fiel? Hui de Flandes harto de lidiar con lerdos.
–¿Lo dices por Rodrigo, verdad? Mira, sé que cuando alguien no te cae bien, por algo es; confío en tu instinto. Pero a pesar de ser un hombre de trato distante está haciendo una maravillosa obra para el monasterio.
–¿Estás seguro de que la obra es para el monasterio?
–¿A qué te refieres?
–Sebastián, por favor. ¿Cuántos años hace que me conoces? Acaso parezco la clase de necio que es capaz de cruzar el mundo para, después de una década de silencio, venir a hablar sinsentidos de tu venerado arquitecto. Mira –dijo levantándose las telas que cubrían sus brazos– créeme que conozco a muchos hombres que son tan buenos como él, incluso mejores. Los he visto por docenas, les he escuchado con paciencia y fascinación para llevar a cabo mis propósitos y ninguno destilaba la soberbia y el oportunismo de tu protegido.
–Es curioso que ambos usen la misma palabra para describirse mutuamente.
–Es posible, pero yo no vine a estafarte.
–¿Y a qué viniste entonces? –preguntó con calma y sin ánimo de desafío.
–A visitar a un viejo amigo, para encontrar sosiego y pedir consejo antes de proseguir el camino a mi meta.
–Sigues con la idea, ¿verdad?
–¿Acaso debo contestar a tu pregunta muchas veces más? Por supuesto que sí.
–Quizás debas contestar a mi pregunta tantas veces como el señor ponga frente a ti sus señales. Pues si tú eres necio, déjame a mí ser testarudo. Para ser alguien que no escucha, es curioso que hayas venido a por mis consejos. En cuanto a Rodrigo, no veo por qué desconfías tanto de él. Su trabajo hasta aquí ha sido extraordinario.
–Sí, extraordinariamente estratégico, querrás decir.
–Bueno, parte del motivo de los túneles tiene que ver con la defensa.
–De acuerdo. Contéstame esto entonces: ¿Quién es el encargado de conseguir bienes, negociar los materiales y ocuparse personalmente de los detalles con los mercaderes, aún con quienes merecen sólo el perdón de Dios mas no de los hombres?
–Rodrigo.
–¿Y no se te pasó ni por un instante por la cabeza que algunos de los túneles van camino al puerto, para poder tener una vía libre al contrabando?
El prior se detuvo a pensar por unos momentos.
–No, en verdad. Pero, si así fuera, ¿qué quieres probar con eso?
–¿Tu no cambias más,