El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici
bondad del prior se basan en un desengaño común entre nosotros. Para la desgracia de ambos, Rodrigo era ese desengaño.
Aunque nunca lo pude comprobar a ciencia cierta, pues todos morimos con algún secreto a cuestas, algo me dice que no todos los que habitábamos ese monasterio teníamos las mismas convicciones en la fe. Algunos, como yo, y os lo he confesado con mucha vergüenza, no sentíamos arder en su interior el llamado del Señor. Otros, por el contrario, eran tan devotos que hasta daban cierta duda si en esas demostraciones no había una pizca de exageración estudiada. Pero Rodrigo era sin lugar a dudas de aquellos por los que uno se pregunta qué clase de vocación lo había empujado a tomar los hábitos. Inteligente y de amplio conocimiento técnico, algo que el prior no solo apreciaba mucho sino también admiraba, tenía la astucia de un gato y el oportunismo de un buitre y, con el correr del tiempo, pocas fueron las veces en las que me equivoqué al anticipar el desastre tras sus muchos halagos al prior. Por algún extraño motivo, pues no me voy a cansar de repetir que el prior no era un hombre lerdo, este rufián con hábitos lo tenía en un puño y sabía llevarlo para su conveniencia. Todo el asunto de los túneles había sido una cuestión inducida con habilidad por él, para la cual cultivó pacientemente el favor del prior a fuerza de razones de método y estrategia. Pero no diré más al respecto por ahora, excepto que Rodrigo no era hombre de fiar y que a mí también me tenía en un puño, pero no por sus melindres y lindezas técnicas, sino por una serie de amenazas que habían comenzado como una simple tontería. Pero tontería que me había enredado en una telaraña de la que no me era posible salir ni por la fuerza ni por la razón.
Sucedió que, teniendo yo pocos meses en el monasterio, una noche, harto de las privaciones y el ayuno, decidí atacar la despensa y hacerme de cuanto hubiera en ella para demostrar mi desacuerdo con las reglas del lugar. Y habiéndome colado en silencio, como un ratón que a por su queso va, me dirigí a la alacena para arrasar con ella. Pero, tan atareado estaba yo con el delito que, en el silencio y oscuridad de la noche, no advertí que mis fechorías estaban siendo observadas por Rodrigo. Tan pronto estuve lo suficientemente harto como para dormir durante toda la noche, en la casi total oscuridad y sorprendiéndome de muerte, Rodrigo se presentó y me hizo una sucia oferta.
–No deberías estar merodeando la alacena. Eso es robar, ¿lo sabes? Debería darte cien latigazos por ladrón.
–Me da igual lo que pienses –respondí con altanería, ignorante de con quien hablaba.
–Mira, niño, te voy a poner las cosas fáciles –desapareció por unos momentos y volvió con un crucifijo en la mano– ¿Sabes qué es esto? –preguntó sin esperar una respuesta inteligente a cambio– El prior ama este crucifijo. Se lo obsequió alguien muy cercano. Mira, si observas en este costado está astillado, alguien muy torpe lo dejó caer una vez y por eso obtuvo un castigo ejemplar. Creo que sabes que el prior puede ser duro cuando se lo propone. Pues a ver qué te parece, vamos a hacer lo siguiente…
De pronto, Rodrigo tomó con fuerza el crucifijo de madera con ambas manos y ayudándose con la pierna, lo partió de un golpe, sin que ninguna de las partes se desprendieran por completo. Un suspiro de horror me invadió, pues no se necesitaba ser demasiado despierto para comprender no sólo el terrible sacrilegio, sino las consecuencias terrenas de ello.
–¿Supones que el prior va a estar muy feliz, sabiendo que no sólo te contentas con robarle su comida sino que además ofendes a Dios destruyendo una imagen sagrada y, peor aún, un objeto de su más alta estima? –yo estaba inmóvil, mudo, paralizado– ¿Te das cuenta que cualquier cosa que puedas explicarle te hunde sin remedio, verdad? Bien, razonemos juntos entonces. Tú vas a hacer algunas cosas para mí y a cambio nadie, ni siquiera el prior, se enterará de esto. Pero si me traicionas o si cuentas algo de esta conversación, pagarás el precio. Y créeme que desearás mil veces que sea Dios quien te castigue.
Lo que yo tenía de rebelde y desinhibido, también lo tenía de muchacho, de modo que no fue difícil para él chantajearme con crudeza y naturalidad. Lo cierto es que esa fue la primera de muchas situaciones en las que, de algún modo u otro, se las arregló para tenerme atenazado a cambio de favores. Cosas tontas, según se las mire, pero que lento lograron envenenar mi corazón y hacer que lo odiara en silencio hasta lo inconfesable. Algún pequeño robo, quizás una escapada al puerto para conseguirle alguna pieza de contrabando, licor, correspondencia, en fin, cosas que pueden resultar menores según se compare a la oscuridad que puede desarrollar el alma humana, pero que a mí me hacían hervir la sangre. En varias ocasiones estuve a punto de soltarle todo entre lágrimas al prior, pero jamás tuve el coraje, pues la ansiedad de no poder enfrentar el desastre con alguna de las partes involucradas me paralizaba y llenaba de angustia. De modo que, así como acepté el resto de las cosas con desánimo, como si la vida fuese una sucesión de derrotas, también incluí a Rodrigo en mi lista de martirios. Tal vez lo hice, reflexiono mientras escribo estas líneas, como una forma de redimirme del daño que le había causado a mi padre, a quien extrañaba profundamente.
Pero no quiero irme por las ramas y perder el hilo de lo que les estaba narrando y es que, explicadas las razones por las cuales era necesaria la discreción de Alonso, sólo restaba que se fuera de allí y nos dejara completar la faena que por cierto era virtualmente infinita. En la cabeza de Rodrigo, además de vilezas y pensamientos oscuros, había una intrincada red de túneles que sin duda nos mantendrían ocupados por años, de modo que no tenía la menor intención de ilustrar a un forastero con más inclinación a las preguntas que al uso de la herramienta y mucho menos correr riesgos por su culpa. Recuerdo que no la pasé bien esa noche pensando en que Rodrigo tarde o temprano se enteraría de lo ocurrido, nos recriminaría a Fernando y a mí la imprudencia y esto desataría tal vez más trabajos. Y me refiero a cualquiera de las dos clases de trabajo, es decir el formal y las pequeñas tareas que nos encomendaba Rodrigo para su propio beneficio. Lo cierto es que Alonso, atento a mi temor, fue extremadamente prudente en sus charlas con el prior, manifestándole su admiración, pero extendiendo el pedido de discreción que le había suplicado. No sólo se preocupó por no incomodarme sino que me lo hizo saber más adelante para tranquilizarme. Confieso que en aquel momento, ese gesto modificó mi forma de ver a Alonso y lo elevó a una categoría de molesto pero atento.
No tengo muy claro cuánto tiempo pasó desde nuestra incursión a la sala subterránea hasta que un singular suceso tuvo lugar en los túneles. Sólo sé que durante ese corto tiempo, el carácter de Alonso fue modificándose lentamente y podría decirse que, pese a la férrea oposición de Rodrigo, pudo entablar un fuerte lazo con Fernando y tuvo gestos muy amables conmigo. Yo seguía algo preocupado y enfrascado en el trabajo, pero participaba animadamente de las conversaciones como escucha, en las que Fernando compartía cientos de pequeños detalles de construcción, pues no sólo se trataba de alguien afecto a la conversación, sino que era un excelente discípulo, a Dios gracias sólo en lo que a técnica se refiere, del ideólogo de los túneles. Y fue el propio Rodrigo, quien comenzó a bajar a diario a las galerías subterráneas ya no para verificar la marcha de las tareas, sino para entorpecer la relación que despacio construíamos con el recién llegado. Al punto que, una noche, el prior lo obligó a quedarse en la mesa tras discutir frente a todos sobre el rol de Alonso como parte activa de la construcción. Era cada vez más evidente que su presencia ponía muy nervioso a Rodrigo, que debía hacer malabares para balancear la lucha entre su desprecio por el forastero y los estudiados melindres hacia el prior que velaban por su conveniencia.
Lo cierto es que, pese a la férrea oposición y alegando mil razones por las cuales Alonso no debía intervenir en los túneles, fue el prior quien dejó muy en claro que un hombre de su confianza con habilidades y brazos fuertes no merecían discusión alguna en tanto de ayudar a la congregación se tratara. Así fue como Alonso comenzó a trabajar con muchísimo entusiasmo con Fernando y conmigo, bajo la celosa supervisión de Rodrigo. Como era de esperarse los roces entre ambos no tardaron en llegar, pues Rodrigo no ahorraba críticas y desplantes, en tanto que Alonso mostraba con él su faceta más desafiante y menos compasiva. Sin saber yo aún que se trataba de un hombre de armas, hubiese jurado por la virulencia de algunos roces que ya comenzaban a manifestarse, que ambos estaban a segundos de batirse a duelo, allí mismo, en la penumbra de las galerías.
–¿Quién fue el asno que hizo esto? –preguntaba