El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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el aspecto y la historia de este hombre salido de la nada y que se hacía llamar hermano Lorenzo.

      Poco duró el misterio, o al menos en lo concerniente a las primeras intenciones del extranjero. Al verle inerme y algo desalineado, quizás por caridad o por lástima, enseguida lo hizo ingresar al convento y le dejó en un jardín en tanto llevaban la nueva al prior. Alonso se sorprendió por la belleza y pulcritud del lugar, que poco tenían que ver con el aspecto sombrío del pueblo que tras las paredes permanecía aletargado. Aquel vergel, oculto entre pesados muros, era de una aplicación y hermosura como sólo había visto en algunas ricas casas de su añorada España. Aquel pequeño fragmento de paraíso, fruto del afanoso trabajo de manos hábiles y dispuestas, era la primera prueba que recibía de que algunas cosas que se decían sobre América eran ciertas. En aquellos parajes, con la dedicación adecuada, hasta las piedras podían florecer. Sin duda un sitio bendecido por la mano de Dios y custodiado por el esmero de los hombres, para honrar su legado.

      Recorrió con impaciencia pero lentamente un camino embaldosado que serpenteaba por el jardín. El tibio sol de primavera se colaba por el follaje nuevo y tímido que, perezoso, comenzaba a vestir los frutales que allí se levantaban. Un aroma a azahar inundaba el sitio y todo era de un verdor tan pronunciado como no recordaba. El contraste con los muros pintados de cal era intenso y todo en aquel lugar sugería calma y paz. Maravillado por aquel sitio, devolvió con fraternal sonrisa el amable saludo de unos religiosos que algunas brazas más lejos trabajaban con energía en la huerta.

      De pronto, la llegada del prior junto a quien le abriera la puerta, lo arrancó de sus cavilaciones. A medida que el prior se acercaba a él, su expresión mudaba y de su proverbial calma pasaba a una visible e indecisa alegría. Al verse los rostros a corta distancia el prior disipó toda duda y caminó hacia él con los brazos extendidos.

      –¡Válgame Dios! No puedo creer lo que ven mis ojos. Pero si es…

      –¡El hermano Lorenzo! Mi señor. El hermano Lorenzo, que ansiaba desde hace meses abrazaros.

      El prior quedó algo perplejo pero, agudísimo en su interpretación, abrazó con afecto a Alonso y repitió su nuevo nombre como signo de aceptación y complicidad.

      –Hermano Lorenzo –dijo al fin, sin ocultar un sesgo de reproche en sus palabras– es una inmensa alegría tenerte aquí con nosotros. Han pasado muchos años, amigo mío. Muchos años. Quisiera saber a qué debo el honor de esta inesperada visita.

      –Bien, mi señor, es una larga historia.

      –No lo dudo ni un instante. Pero nada de “mi señor”. Que mi cargo no ponga más distancia que la que nos han impuesto los años. Sigo siendo Sebastián para ti.

      Algo confundido por el reencuentro, el monje que allí estaba, seguía con atención el diálogo de los viejos amigos, sin poder establecer relaciones entre ambos. El prior, atento de esta incómoda presencia para Alonso y algo intrigado por el cambio de identidad, lo invitó a refrescarse y consultó sin rodeos las intenciones del viajante.

      –¿Os veo sin muchas pertenencias, cuánto hace que estáis por estas tierras?

      –A decir verdad, no más de medio día.

      –¿Y vuestros efectos personales, si es que traéis alguno?

      –Tan sólo lo que veis.

      –Entiendo –dijo el prior mientras algo intuía– Me sentiría muy honrado si pudiera recibiros como huésped y amigo en esta casa.

      –Os agradezco tanta hospitalidad. Será un verdadero honor para mí. Es posible que, si estáis de acuerdo, permanezca entre estos muros durante algunos días.

      –Bien, me alegro que aceptes. Por favor, Tadeo, acompaña al hermano Lorenzo a una celda y procura que tenga agua fresca. Nuestra casa no tiene lujos pero sí os puedo asegurar un trozo de pan y una manta para abrigar el sueño. Supongo que el viaje hasta aquí os habrá causado fatigas amigo mío y desearás tomar un descanso.

      –Más fatigas de las que podéis imaginar.

      –En ese caso, por favor acompaña a Tadeo que te mostrará el lugar.

      –Nada de eso, mi Señor. Esperé semanas para hablar con vos y en tanto esté en pie, podré compensaros por tantos años de silencio.

      –Te propongo una cosa: Acompaña a Tadeo, aséate y descansa un poco. Tu visita es motivo de una inmensa alegría para mí, aunque no voy a negar que aún no salgo de mi sorpresa. Pero aún así, tengo responsabilidades que atender y quisiera escucharte como es debido.

      Alonso asintió algo frustrado; dio las gracias con humildad por el convite y las atenciones. Sabía que no podía presentarse así como así y pretender que su visita alterara el funcionamiento del monasterio. De modo que, cediendo a las exigencias de la nueva etapa que había comenzado, aceptó el consejo. Tadeo era un hombre amable y de muy pocas palabras. Tras hacerle seguir brevemente, le mostró la celda donde dormiría, que era de una modestísima factura aunque, al igual que el corazón de esos hombres, estaba limpia y dispuesta para recibir a un extraño como él. Resignado y algo inquieto por todo lo que debía hablar con el prior, Alonso se recostó en el camastro y sólo entonces reparó en el tiempo que hacía que no dormía en una cama decente. Sin duda era un hombre fuerte y acostumbrado a la faena pesada, pero hasta el más fuerte de los hombres debe descansar para poder seguir adelante, de modo que se dejó caer y perderse en un sueño reparador.

      Para cuando advirtió que su siesta se había convertido en pesado sueño, hacía tiempo ya que el sol se había ocultado. Un nuevo golpe, algo más insistente sonó y entonces entendió que alguien estaba llamando a su puerta desde hacía algún tiempo: era el prior.

      –Adelante, amigo mío. Por favor, pasa. No golpees la puerta de tu casa, pasa, pasa.

      –Hermano Lorenzo –soltó el prior con una mirada pícara y reprobatoria.

      Alonso sonrió y rascándose la cabeza, se incorporó algo aturdido aún por el sueño. Sólo podía sonreír como sonríe un niño después de cometer una travesura y de algún modo ensayó la disculpa.

      –Es una larga historia.

      –No me cabe la menor duda –dijo el prior en tanto se acomodaba sobre un taburete– Veo que tienes largas historias acumuladas, amigo mío. Puedes comenzar cuando quieras.

      Durante al menos dos horas, ambos hombres que se conocían desde hacía muchos años, pudieron al fin ponerse al día con las vivencias de cada uno. En especial Alonso, que con algo de timidez y de culpa desgranó hasta el mínimo detalle todo lo acontecido en los últimos meses. El prior, por momentos, también volvía a encontrar en aquella mirada, dos ojos encendidos y una pasión incontenible, pero a la vez, en la medida que escuchaba con atención los pequeños detalles del relato, se sorprendía por descubrir un hombre nuevo debajo del conocido. Algo que sin duda, además de sorprenderlo, opacó su ánimo y lo intranquilizó un poco.

      –Mira, Alonso, o mejor, Lorenzo, si es que así lo prefieres. No voy a negar que estoy sorprendido por lo que cuentas y sé que has pasado por mucho sufrimiento, pero lo que no dejo de ver en todo lo que me cuentas, es aquello que yo mismo te señalé hace muchos años: Dios tiene un propósito para ti. Ignoro si viniste hasta aquí para darme el gusto de admitir mi razón o para intentar disfrazar las cosas y así demostrarme que no la tenía.

      –No, no la tienes.

      –Sin embargo viniste a mí. Mira, nos conocemos desde hace bastante tiempo y sé por lo que has pasado. Sé por las tragedias que debiste atravesar y sé también que hace años que sufres…

      –Te ruego que no metamos a Dios ni al pasado en esto –dijo con mirada encendida y algo de brusquedad– No volvamos a mi pasado, porque lo hecho, hecho está. Puedo entender que en todo veas la mano de Dios, porque es tu elección y tu destino, pero no el mío. Yo no tengo destino, no tengo nada.

      –Sabes que no hablas en serio. Por algo huiste de aquel hombre.

      –Mira… –dijo tras extraer de sus sucias ropas el


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