El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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combate directo y con propósitos difusos. No era un hombre que discutiese las órdenes, ni tampoco era de los que emprenden la retirada con algo de cobarde esperanza en sus puños. Pero debió imaginarse que se trataba de una trampa. De modo que, al ver que todo aquello no era más que un imposible, una puesta en escena que los condujo directamente al matadero, cubrió su salida del campo de batalla del modo más honroso posible, con la vista desesperada puesta en los suyos que, dispersos, caían como moscas frente a la avasallante superioridad numérica del enemigo.

      El sol comenzaba a desplazar a la niebla, y aunque los humos de las armas no le hacían fácil la tarea, la claridad puso un poco más de orden en aquella locura. Sin darle importancia al ardor de su herida en la pierna, que sangraba profusamente, Alonso casi tropezó con un hombre que le asió de su pierna. A punto estuvo de descargar su furia sobre él, pero a tiempo advirtió que se trataba de uno de los suyos.

      –¡Hernando! Vamos, de pie, te sacaré de aquí.

      El hombre estaba mal herido y, a juzgar por su semblante, pocos minutos le quedaban en esta tierra. Aún así, con el rostro pálido y sus fuerzas casi agotadas, puso su mano firme sobre el brazo de Alonso e intentó susurrarle algo.

      –¿Qué has hecho? –le dijo con la voz entrecortada.

      –Vamos Hernando, hay que salir de aquí.

      –¿Es que no lo entiendes, Alonso? Mi guerra terminó –dijo mientras descubría con su mano ensangrentada una herida de proyectil que le había perforado el vientre–. Ve a por tu maldita guerra, listo. Nos mataste a todos, Alonso… ¡Nos mataste a todos!

      No dejó que Hernando terminara la frase. Sin dar mayor importancia a sus palabras, lo cargó sobre los hombros y se dispuso a sacarlo de allí. El soldado gritó de dolor, pues la brusquedad de los movimientos y la incomodidad de las circunstancias le provocaron aún más sufrimiento. Pero su grito pronto fue sofocado. Un afortunado tiro de mosquete le había penetrado por la espalda y perforado un pulmón. No tardó en morir desangrado sobre Alonso.

      Como antes decía, Alonso no era un hombre lerdo, de modo que no tardó demasiado en reconstruir los rostros y nombres de la cadena de mando para dar con el artífice de aquella masacre: Diego. Estaba profundamente dolido por las palabras de aquel moribundo, ya que hubiese preferido la muerte mil veces antes que el daño o el deshonor para sus hombres. Una creciente ira, producto de su lenta reacción frente a la celada, le inflamaba el pecho y lo cegaba aún más. Fue quizás ese odio lo que le dio las fuerzas necesarias para llegar hasta la trinchera con el cuerpo inerte de Hernando.

      En tanto tales cosas acaecían, en una posición segura a no mucha distancia de allí, Diego esperaba con ansiedad novedades de la contienda. Su barraca era austera pero había sabido aderezarla para marcar la diferencia, en especial con sus subordinados. El espacio austero se mostraba impecable, como siempre, ajeno al lodo y a la mala higiene que sufrían las tropas regulares. Diego lucía sobre el cuello, como era su costumbre, una cadena con un disco de bronce, un llamativo adorno que con el tiempo había convertido ya no sólo en su sello personal, sino en su verdadero talismán.

      –Permiso señor, traigo noticias del frente.

      –Hable cabo, ¿Cómo ha sido?

      –Me temo que no tengo buenas nuevas, señor.

      –¡Maldita sea! –exageró con vehemencia por la obvia novedad– no me diga nada, el imbécil de Alonso lo ha estropeado de nuevo, ¿Cierto?

      –El enemigo era numeroso, señor. Las posiciones del norte estaban bien guarnecidas y nos tomaron por sorpresa.

      –¿Cómo que las posiciones del norte? –dijo fingiendo sorpresa– ¿Acaso no he dicho con absoluta claridad que en tanto se atacaban las posiciones del sur, donde sabemos que los rebeldes tienen sus almacenes, debíamos prepararnos para tomar el norte?

      –Pues… no estoy seguro, señor.

      –¿Se atreve a contradecirme?

      –¡No señor!

      –No se alarme cabo –dijo moderando su tono de voz, con complicidad sobreactuada– ambos sabemos que Alonso es un hombre que no merece ya nuestra confianza. No sólo está cometiendo errores estratégicos, sino que ahora se da el lujo de sacrificar tropas y recursos para su gloria personal. No es de extrañar que sus hombres le desprecien.

      –Señor, Alonso cuenta con una muy buena…

      –¡Tonterías! Yo conozco a los de su clase. Es un traidor. Un traidor al Rey, a España, a sus principios, a sus hombres… No me extrañaría si en algún momento se uniera a esos herejes, si hasta a Dios debe despreciar el muy cobarde.

      –Bueno, no es lo que se dice…

      –¿Y qué se dice? –bramó alzando el tono, para luego menguarlo y volver a fingir deferencia– Si es que quisiera compartirlo conmigo, cabo…

      –Por supuesto, señor. Se dice que es un hombre santo.

      –Un santo…¿Un santo? ¿Alonso un santo? Pero, por favor... por favor –apagó su voz y le dio la espalda, sobreactuando una prolongada reflexión–. Amo tanto a este ejército, que soy capaz de perdonar la simpleza de sus hombres. Un santo. Sí, sí… sé lo que por ahí se dice de él. No es que no lo sabía. ¿Y qué me diría usted si yo le demostrara que ese “santo” es un simple y cobarde mentiroso?

      –Pues, no lo sé, señor…

      –Vea, cabo, usted me parece una persona racional. Lo considero un hombre inteligente, leal. Me da pena que se deje engañar por lo que la chusma dice por ahí. Quiero compartir con usted algo que sé desde hace mucho tiempo pero, por cuestiones de proceder no he querido traer a la luz. Coincidirá conmigo en que la delación es una afrenta imperdonable entre hombres. Pero cuando se trata de la vida de mis soldados, siento un dolor tan grande en el pecho que soy capaz de reventar de rabia. Es cierto que entre este insignificante personaje y yo han habido, podríamos decir, malos entendidos en el pasado. Pero ya ve a dónde nos ha llevado la vida a uno y a otro. Alonso siempre ha sido un cobarde que supo ganarse la confianza de los que lo rodeaban para cubrir sus miserias. Siempre sólo, atendiendo a sus propios intereses por sobre los de la causa. También se dice por ahí, y créame que no todo es mentira, que a este hombre sólo le importa pelear. Lo mismo da si es en Flandes o en América. Su misión en la vida pareciera ser la de derramar sangre por el sólo placer de la pelea. ¿No le resulta curioso verle salir siempre airoso del combate?

      –Bueno… no le conozco tanto como para…

      –En efecto. Lo mismo pensé. Pues bien, sepa que no es casualidad. ¿Qué más quisiera yo que la gracia de nuestro Señor descendiera sobre nuestras huestes y nos hiciera invencibles al empuñar las picas y espadas para batir al hereje? Pero el Señor obra de otras formas misteriosas, cabo. Por desgracia para Alonso y para los que deciden ver milagros donde no los hay, el Señor no completa sus empresas a través de los cobardes. Muchos piensan que este hombre está tocado por la mano del creador y no los culpo, hasta los mas simples guardan algo de lógica en sus cabezas. Pero es todo un engaño.

      –¿Un engaño? Pero señor, dicen que en combate…

      –Cabo, cabo... Usted es joven y apenas conoce las mañas de los viejos tercios. Esta guerra, por desgracia, lleva aquí más tiempo que nosotros en la tierra. Sé como funcionan las cosas y Alonso es muy hábil. Siempre hay algún flanco, alguna manera de usar a otro de señuelo, de cubrirse, en fin, de escudarse en los demás…

      –Pero señor…

      –Lo sé, lo sé. La verdad es dura. Pero yo también podría valerme de esas destrezas y argucias si quisiera. Fuimos entrenados por los mismos guerreros, conozco sus secretos y créame que lo que hace este cobarde no merece el perdón. No lo merecía antes y menos un día como hoy, donde ha vestido de luto el honor de España. Lamento si he arruinado su ilusión, cabo. Pero este farsante no merece que yo sea cómplice involuntario de sus mentiras. No le pido que me crea, véalo, analícelo por usted mismo y se dará cuenta de lo que digo. Algún rasguño aquí, una cortada allá, un poco de actuación,


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