El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici
para el contacto con las personas, y forzado por su paupérrima situación, entabló contacto con un religioso de la catedral, cuya principal tarea era la de brindar ayuda a los peregrinos. Alonso era desconfiado por naturaleza y por su carácter y ocupación de tantos años en las armas, no era una persona especialmente dada a conversaciones que permitieran siquiera espiar su alma, pero con este hombre de Dios hizo una excepción. Tras poner a prueba su confianza durante algunos días y aceptar de buen grado la caridad, le rogó al fin que le tomara confesión. Hacía rato que su religiosidad había menguado, aunque esto no significara la pérdida de la fe. Como todos los que alguna vez intentamos descifrar vanamente los caminos de Dios, había sido inconstante en su credo, pero a cambio, mantenía un diálogo íntimo, oscuro y receloso con el creador. Ya sea por todo esto o porque, doblegado al fin en los intentos de indagar sobre su fe, había aceptado el camino que los cielos le indicaban, es que recurrió a la confesión. Deseaba vaciar su alma, pues había en ella un gran peso que le agobiaba. Una parte de él anhelaba hallar sosiego en su compleja búsqueda interna; otra, la externa, necesitaba con desesperación el apoyo de un mecenas para poder realizar el viaje hasta América que tanto soñaba. El religioso, de buen corazón, al escuchar la confesión de Alonso supo enseguida que no se trataba ni de un vagabundo ni de un hombre tosco o menguado. Escuchó algunas razones profundas y se conmovió por su fe, que sin duda alguna estaba atravesando un momento muy particular. Tras ofrecer penitencia y consuelo, le propuso a Alonso un intercambio que podría ser de utilidad a ambos. A cambio de algunos trabajos menores, de escaso contacto con la gente, daría al peregrino la posibilidad de aseo y ropa limpia, un nuevo aspecto y al menos una comida al día. Alonso aceptó gustoso con una sola condición: que su presencia en aquel sitio fuese breve y secreta.
Así fue que, en pocos días, Alonso pudo cambiar su aspecto por completo y emprender la enorme tarea de intentar construir una vida nueva. No era la primera vez que trataba de escapar de su pasado, lo cual significaba para él la ventaja de la experiencia. Pero esa experiencia también cargaba en sus espaldas el peso de los años vividos. Y no me refiero a su edad, sino al peso de los recuerdos, algunos de ellos, de una dolorosa profundidad. Lo cierto es que, además de hacerse llamar Lorenzo, para evitar cualquier suspicacia, pasaba el día un poco en la huerta, otro poco haciendo pequeñas labores y siempre, intentando rehuir de las oraciones a las que su benefactor lo instaba vanamente.
No pasaron muchos días hasta que Alonso o si preferís, Lorenzo, comenzó a hacer averiguaciones más activas sobre el modo de llegar al lejano y misterioso Río de la Plata. Acotado en sus movimientos por su condición de fugitivo, no tuvo más remedio que confiar en su benefactor y explicar sin rodeos sus verdaderas intenciones. Para su fortuna, y como si el cielo le ofreciera una muestra más de su compañía, el joven religioso prometió traerle novedades en poco tiempo, ya que a través de un lazo de amistad, conocía al capitán de un mercante que solía hacer viajes de ultramar. Todo esto, claro está, con pocas garantías y a cambio de que Alonso asistiera sin demoras ni quejas a las oraciones. Desde luego aceptó gustoso, abrigando la única esperanza que tenía de alcanzar su destino desde el otro lado del mundo.
La espera se hizo larga y los días se convirtieron en semanas. Alonso no quería ponerse demandante pero su fastidio y preocupación hablaban por él. Llevaba en Compostela semi oculto más de dos meses y aún no tenía visos siquiera de comenzar su aventura. Tras largas y angustiosas jornadas de vigilia, finalmente la espera llegó a su fin y el religioso llegó con las ansiadas buenas nuevas. Sólo debía aguardar diez días más, antes de que un carguero le ofreciera una plaza a cambio de ponerse a las órdenes del capitán. Desde luego, todo esto sin hacer ni contestar preguntas. Aunque el plazo le pareció eterno, los días seguían teniendo las mismas horas de siempre, de modo que las empleó con mayor ahínco y solicitud en las tareas que le eran encomendadas. Era hombre agradecido y sabía que ni un año de trabajos podían pagar lo que se le estaba ofreciendo.
Llegado al fin el plazo, Alonso recogió sus pocas pertenencias y se despidió afectuosamente del religioso, con un largo y sentido abrazo, pero no sin antes ofrecerle un obsequio en el que había trabajado durante días: una bella cruz de madera tallada con singular destreza. Hacía tiempo que su daga no tenía un uso tan noble y estuvo gustoso en que, aunque modesta, esa fuera su manera de agradecer tantas atenciones.
Sin derramar lágrimas aunque con el pecho oprimido por el agradecimiento y la emoción, partió presto hacia su destino. Deambuló por andurriales de roca y verdes sotos durante un buen tiempo, perdido en sus pensamientos y en las dudas sobre el modo de hacer las cosas. Aún no estaba exento del riesgo, pero su pecho se inflaba del aire que olía a mar y a libertad. Tras algunas horas de un largo camino y alistado a las órdenes del comandante de la nave carguera, al fin estuvo listo para partir del puerto de la Coruña. No cabía dentro de sí por adentrarse en el infinito océano con rumbo al nuevo mundo.
Del aquel viaje sólo diré, como habrán de suponer, que fue una aventura en sí misma y que perderse en los pormenores y acontecimientos que allí tuvieron lugar, sería alejarlos una vez más del verdadero relato. Alonso, a quien la mar no le era ajena, sirvió con discreción y esmero a su capitán y no cambió con él más que amables palabras de cortesía durante casi todo el trayecto. En honor a la verdad y a juzgar por la enorme discreción del capitán y su tripulación, hoscos pero de amable trato, podría decirse que no era la primera vez que acogían a un forastero sin nombre y en el más prudente silencio. Como sea, tras varias semanas en altamar y luego de tocar un gran número de puertos, el capitán le anunció que en pocos días más el buque llegaría a Santa María de los Buenos Ayres, destino final de Alonso. Al escuchar esto, su corazón se llenó de alivio y congoja. Daría inicio por fin a su verdadero viaje.
La primera impresión que tuvo Alonso al entrar en ese enorme mar dulce y ocre, al que llamaban Río de la Plata, fue de un enorme desconcierto. América era para él, más o menos lo mismo que para todos en España: una tierra extraña y poco explorada, alimento de leyendas y fábulas de toda clase que seducían con sus peligros y sus promesas de oro y aventura. Pero la aventura de Alonso no necesitaba de leyendas o relatos fantásticos para encender su atención: ya estaba en marcha y no tenía más intención que seguir el camino que, según interpretaba, le habían señalado los cielos. Aquellos nuevos paisajes, extraños y misteriosos, estimulaban su imaginación y lo llevaban por pensamientos diferentes. Sus meses de soledad o, para decirlo de un modo más preciso, el tiempo en el que estuvo genuinamente sólo, sin que el intercambio con otros seres perturbasen su búsqueda interna, lo habían cambiado un poco. Pudo contar con algo de tiempo para repasar su vida a conciencia, con sus aciertos y errores, y lo que sin dudas podía concluir a pesar de las mil incógnitas con las que luchaba en su interior, era que estaba totalmente convencido de estar en el verdadero camino.
Tocó al fin puerto y sin demoras, aunque perdido en aquel paraje desconocido, comenzó a hacer averiguaciones sobre un viejo amigo. Abrigaba la esperanza de dar con él, pese a que muchos años habían pasado desde que cambiaron palabras por última vez. Ni siquiera había sido en estas nuevas tierras, que Alonso pisaba ahora por vez primera, de modo que, si la suerte lo acompañaba, este buen hombre se llevaría una gran sorpresa al verlo. La última vez que habían hablado, no fue en los mejores términos y aunque la obstinación de Alonso supo despertar la ira de muchos hombres, comprendía que su amigo, de vocación religiosa y gran amplitud mental, lo conocía lo suficiente como para perdonar sus desaciertos. De todos modos, la prisa y las características de su escape no le habían dejado tiempo para mensajes ni preparativos, por lo que sin pensarlo demasiado se sumergió en su empresa más ambiciosa con la esperanza de reflotar su vieja amistad. Pese a la incertidumbre, que no lo amedrentaba, pronto dio con el monasterio, donde su viejo consejero, el prior Sebastián, regía con justicia y sabiduría entre los monjes.
Tras hacer algunas averiguaciones en varios sitios que consideró estratégicos del emplazamiento, Alonso abandonó el puerto y se dirigió sin perder tiempo al sitio donde coincidían las indicaciones. En su caminata por aquel nuevo sitio, recordó con algo de inquietud los últimos intercambios con el ahora prior. Había en todo lo vivido últimamente un sabor amargo que no le dejaba a gusto, pero sin profundizar demasiado en sus razonamientos, quizás por temor a hallar respuestas que no eran de su agrado, prosiguió con la marcha hasta su destino. Una vez frente al modesto edificio y con poco más que lo puesto, golpeó