El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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cobarde, pues me conoces lo suficiente como para estar de acuerdo conmigo en que no lo soy. Me largué de allí porque no quería terminar como un trofeo más de aquel maldito o, peor, muerto por mis propios hombres. Así que de este modo me cobré un par de favores que aquel insensato me debía desde hace tiempo. Ni él ni muchos otros soportaban la idea de que no muriese. Tardé en comprender que si estaba vivo es por fortuna, no por lo que los demás se empecinan en ver. Y juro que deseé morirme más de mil veces. Pero no puedo dejar este mundo sin tomar un último riesgo. No sin antes completar la tarea…

      –Sigues con esa idea.

      –Es la razón de mi vida.

      –Tu vida debería contemplar otras razones.

      –Sabes bien que no tengo más razón que las piedras. Es lo que me mantuvo vivo todos estos años.

      –No soy el único que piensa distinto. Creo que fue más fácil para ti huir que aceptar tu condición de elegido.

      –Mira, Sebastián, sabes bien que te considero un amigo y es cierto que vine hasta el otro lado del mundo porque necesito un tiempo para sosegarme, pensar y hacer las cosas que realmente tienen sentido para mí, aunque no lo tengan para los demás. Durante todos estos años, en todas las veces que tuve que tragar fango, soportar a imbéciles que creían que sabían más que yo y salir una y otra vez a batalla en esa tierra maldita, lo único que me mantuvo con vida fue mi sueño. Quédate con tus pensamientos de un buen Dios que te despoja de todo para luego ahorrarte unas balas y unos vendajes. Lo único cierto y real que me mantuvo en pie, cuando todo a mi alrededor se caía a pedazos fue, es y será un sueño. Nada más que un sueño. Y voy a pelear por él porque es lo único que me mantendrá con vida mientras pueda moverme y hacer algo por alcanzarlo. No tengo nada en contra de Dios, pero no te confundas, que este asunto es de una naturaleza más mundana.

      –Sigues disgustado con Él.

      –Eso no es asunto tuyo.

      –Pero sí lo es que aparezcas de la nada, después de todos estos años y dispares tres o cuatro verdades que no hacen más que demostrarme que eres un necio obstinado incapaz de reconocer ni dar las gracias cuando se te tiende una mano amiga.

      –Mira, realmente agradezco lo que haces por mí...

      –No hablaba de mi. Hablaba de Dios –disparó el prior con frialdad en tanto se ponía de pie–. La cena nos espera.

      En la sala donde los monjes se agrupaban para hacer sus frugales comidas, había una gran mesa en la que cabían cómodamente sentados unos veinte hombres, en cuya cabecera el prior ofrecía una oración antes de tomar los alimentos. Alonso se incorporó tarde al grupo que casi en silencio le dio la bienvenida con gestos leves y sonrisas, pero con pocas palabras. Se sintió algo intimidado por aquella quietud y por las miradas curiosas que lo estudiaban como si se tratara de un ser inusual y extraño. Una vez sentados y dichas las oraciones, el prior le dedicó unas palabras antes de comenzar la cena.

      –Hermanos, por favor den la bienvenida al hermano Lorenzo; se quedará unos días con nosotros. Lorenzo es un viejo amigo mío y ha venido a ésta, la morada de Dios, a reencontrarse con Él y a buscar el sosiego perdido. Les ruego lo hagan sentir en su casa y no duden en contar con su ayuda para toda clase de tareas. Lorenzo es un hombre fuerte y hábil con las manos. Estoy seguro que le dará más a esta congregación que lo que nosotros podamos ofrecerle a él.

      A estas alturas creo conveniente revelar un detalle que es de importancia, al menos para quien escribe estas líneas. En esa mesa estaba yo, uno de los monjes más jóvenes de aquel monasterio. Para ser completamente honesto, debo decir que en aquel momento no presté demasiada atención al forastero. No era usual que el prior tratase a alguien de amigo antes que de hermano, pero por entonces estaba yo sumergido en otros pensamientos y no recuerdo haberle destinado mucho interés. Sin embargo, durante esa primera noche, sí hubo un detalle que captó mi atención. No tanto por aquel desconocido, sino por algo que salió de los labios del prior y que significó no sólo un antecedente, sino un llamado de atención para todos sobre lo que estaba por suceder; en especial para mí. Es desde ese momento que los recuerdos acuden a mi memoria tan vívidos y coloridos como si de ayer se tratara: No fue hasta el promedio de la cena, mientras todos comíamos en silencio y se escuchaba algún murmullo aquí y otro allá, que el prior quebró la monotonía con un extraño pedido.

      –Hermano Luis. Mañana, luego de las oraciones matinales, por favor conduzca al hermano Lorenzo a las obras. Estoy seguro de que, además de resultarle muy interesantes, su conocimiento puede serle de gran ayuda.

      Durante un instante se produjo un silencio de tumba y todos los allí presentes dejamos de tomar alimentos por un breve lapso de tiempo. No era usual que el prior involucrara a un extraño en un asunto tan delicado. Debo decir, para ser más preciso, en un asunto tan secreto como el de los túneles. Como era de esperarse, las objeciones no tardaron en llegar.

      –¡Señor! Con su debido respeto –interrumpió Rodrigo, un monje cuyo aspecto sombrío y gesto adusto hablaban por él– no creo que sea prudente que alguien que recién llega a esta casa deba…

      El prior interrumpió sus razones, sin modificar su postura, simplemente levantando los dedos de su mano izquierda. Quedaba claro que no iba a aceptar una negativa y, dada la relación del prior con el invitado, poco podíamos hacer por ocultar lo inocultable.

      –El hermano Lorenzo está al tanto de los túneles, Rodrigo. Su visita no es casual. Está aquí para ayudarnos con la tarea.

      El gesto de Alonso, que debió forzar una sonrisa, fue de un falso consentimiento. No tenía la menor idea de lo que allí se estaba hablando, pero decidió seguir la jugada del prior hasta el final. A esas alturas le resultaba evidente que su viejo amigo le estaba devolviendo el favor con más enigmas y que lo había involucrado sin su consentimiento en algo que lucía como un peligroso secreto entre aquellos hombres de fe.

      –Así es –se limitó a decir el extranjero– contad conmigo para lo que pueda resultaros de utilidad.

      El prior se mostró entonces complacido. El monje de la protesta hundió el malhumor en su tazón y Alonso lanzó una mirada furibunda al líder de aquella comunidad achicando los ojos y exigiendo con ellos una explicación sensata de la puesta en escena. No obtuvo sino la franca sonrisa del prior que lo miraba complacido. Los que allí estábamos reunidos pasamos el resto de la cena perdidos entre monosílabos y expresiones banales. Todos, en especial Alonso y Rodrigo, nos preguntábamos qué tan prudente había sido confiarle al recién llegado una actividad de la que habíamos jurado no revelar nada. Alonso, que además de tener desordenado el descanso, había sido un mar de cavilaciones durante el resto de la cena, no esperó demasiado para pedir unos minutos a solas con el prior. Era necesario que aclarasen algunas cosas.

      Una vez que se hubieron retirado los hermanos, pudieron al fin hablar sin testigos.

      –Supongo que os sentís vengado, señor, ahora que me habéis hecho cómplice de un secreto que por lo visto inquieta a más de uno en este lugar –disparó Alonso sin más, en cuanto pudo hallarse a solas con el prior.

      –Sosegaos, guerrero. Que esta es la casa de Dios y no son necesarias las venganzas. Es cierto que tal vez tenté un poco a la suerte al mostrarme natural con algo de lo que no había llegado a hablar contigo. Pero no es nada de lo que no pueda explicarte en pocas palabras.

      –¿Qué os traéis, Sebastián? Te conozco desde hace años y sé del lobo que se esconde bajo el hábito. ¿Qué son esos túneles de los que hablan los monjes?

      –¿Los túneles? Bueno, ni más ni menos que eso. Verás, hace tiempo que las cosas no están fáciles por aquí. Buenos Aires es un enclave con sus problemas y, por desgracia, España queda demasiado lejos. El fuerte no es lo suficientemente seguro y puede ser blanco de ataques en cualquier momento. Una forma de proteger los bienes es a través de algunos túneles que hemos excavado.

      –¿Bienes? No comprendo. ¿Tanto secreto por un almacén subterráneo?

      –Tienes razón. Tal vez simplifiqué un poco las cosas, o tal vez será que eres demasiado


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