El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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se puso sobre los cabellos desprolijos para disimular su aspecto; se cubrió con una manta oscura que robó de una tienda que por allí se erigía y algunas cosas más a las que buen uso iba a darle. En todo momento se preocupó por andar con la mirada baja y lejos del fulgor de los braseros, pues siempre había por allí alguien que pudiera reconocerle. La humedad se respiraba en el aire frío de la noche. De su boca, escapaba un hálito vaporoso, acelerado por la cercanía de su presa. Aguardó con impaciencia a que los movimientos de aquel campamento menguaran y se acercó con sigilo a la barraca de Diego. Había, cerca de la entrada, un par de centinelas que en verdad eran milicianos rasos, pero que tenían ordenes de dar la voz de alarma si eran atacados por sorpresa. La noche se volvía cerrada y las fatigas ya habían puesto a los oficiales en sus literas, de modo que debía obrar rápido si quería salir de allí a tiempo y con vida. Para su fortuna, los centinelas estaban más pendientes del fuego enemigo y de su propia conversación que de un posible ataque interno, por lo que no daban demasiada importancia a los soldados que de tanto en tanto por allí andaban.

      Alonso aguardó el momento oportuno y, sin ser visto, se introdujo en silencio en la barraca. Allí dentro reinaba la oscuridad, aunque no era absoluta. Esperó sin hacer ruido a que sus ojos se acostumbraran a las sombras. Lentamente, delineo en su mente los difusos contornos de aquella modesta estancia. Permaneció durante minutos, como una fiera al acecho, en el más absoluto silencio, deseoso de abalanzase sobre su víctima. Cuando el momento fue el indicado, de un solo movimiento desenvainó y saltó sobre el incauto que, entre sueños no logró deducir lo que sucedía.

      –Quédate quieto o eres hombre muerto –ordenó Alonso, mientras ponía su daga sobre el cuello de Diego–. Grita y será el último sonido que escuches.

      –¿Quién es… qué quiere? No permitiré esta insolencia.

      –No finjas que no me conoces, bellaco. Estoy seguro que entre sueños me estabas esperando. Las manos atrás y sin decir una palabra.

      –Alonso… debí imaginarlo. Eres hombre muerto, maldito. ¡Eres hombre muerto!

      Diego no pudo disimular la ira, pero para cuando pudo reaccionar, ya había sido maniatado con rudeza. Alonso no se fiaba, sabía que Diego, además de hombre de armas, era fuerte y no debía correr riesgos. Había tomado algunas cuerdas de aquí y allá, en su vagabundeo y no dudó en usar todas las que traía para completar su tarea. Pese a que casi no se veía nada, se las arregló para inmovilizar al prisionero de modo que no le resultara fácil escapar.

      –¿Piensas que puedes matarme y salir de aquí sin que te den muerte? ¿Acaso tan confiado estás de tu poder celestial para suponer que escaparás del castigo de los hombres?

      –Nadie dijo que voy a matarte. No vine a eso, no soy como tú.

      –Pues no esperaba menos de un cobarde. No creo que sepas cómo hacerlo. Y si yo hubiese querido matarte ya lo hubiera hecho, no lo dudes.

      –¿Pero en lugar de eso preferiste ensuciarme, verdad? ¿Decidiste sacarme lo único que le daba sentido a toda esta tontería? Rápido, tu espada y tu ropa, ¿dónde están?

      –Búscalas tu mismo. No pienso hacerte sencillas las cosas.

      –Tienes razón, no es tu estilo… déjame ver, aquí… No, aquí no están. Quizás más… Aquí. ¡Sí! Aquí está lo que estaba buscando.

      Alonso estaba extraño, casi podría decirse que de buen humor. El roce con la muerte lo devolvía a su estado salvaje, ese que era movido por una irresponsabilidad que escapaba a toda noción conocida de prudencia. De pronto el tintineo de metales puso sobre alerta a Diego.

      –¿Sabes que si te llevas la medalla te iré a buscar al mismo infierno para recuperarla, verdad? –increpó con violencia, pues Alonso se estaba metiendo con uno de los objetos más preciados del oficial.

      –Cuanto lo siento. Pues ya es mío. Ven a por él al infierno, si es que te atreves.

      –Me las pagarás, maldito. Piensas que saldrás de aquí vivo, pero tarde o temprano te prenderán. Una sola palabra mía y cien soldados estarán buscándote.

      –Sabes que tengo eso resuelto.

      –Ah.. ¿sí, listo? ¿Y cómo lo harás?

      Diego obtuvo por respuesta un feroz puñetazo, que le dejó atontado. Al que le siguieron otros tres o cuatro, que le dejaron inconsciente y bastante malherido.

      –Eso fue por los hombres que mataste inútilmente.

      La matanza había sido tan inútil como la aclaración, pues Diego ya estaba inconsciente, y lo estaría por varias horas antes de despertarse dolorido, amordazado y maniatado con extrema firmeza.

      Alonso no era un ladrón, pero sabía que tomando algunas cosas de Diego lo provocaría en forma mortal. En especial aquel tonto medallón con el que se pavoneaba entre sus hombres, mostrándose afectado y distinguido, como si de una condecoración se tratara. De sólo pensar la tirria que tendría el asaltado a la mañana siguiente, una sonrisa se dibujó en su rostro y por poco olvida las penas por las que todavía tendría que pasar para salir con vida de aquel infierno. Sin tiempo que perder, ajó algunas ropas e improvisó una mordaza. Puso algunos trapos en la boca de Diego y los sujetó con fuerza. Temía ahogarlo, pero la situación era realmente de vida o muerte. Ciertamente no era como Diego; deseaba golpearlo hasta verle sangrar, pues su ira se lo demandaba, pero sabía que aquello sería tan inútil como peligroso. Algo en su interior le impedía copiar la ruindad. Aunque, de inmediato, recordó los cuerpos inertes en el campo de batalla, tontamente sacrificados, y de ese modo intentó conformar a su malherida conciencia.

      Procuró el momento oportuno y, sin ser visto, salió con su botín de la barraca y se escurrió entre las sombras con destino a lo incierto una vez más. Para cuando Diego fue encontrado, habían pasado muchas horas y Alonso, que conocía los caminos obvios y los no tanto, llevaba una ventaja que no podrían salvar ni hombres ni bestias. El camino más evidente, era el corredor seguro que había hasta España, y fue exactamente el que no eligió. Prefirió adentrarse en territorio enemigo y pasar como un vagabundo, antes que toparse con alguna patrulla que tuviera sus señas. La guerra no estaba como para desperdiciar recursos en él, pero esto no impidió que Diego dedicara hombres y energías a su caza. Una vez más, Alonso estaba bajo el cobijo de Dios y, a los que nos gusta pensar en que lo protegía, sabemos que fue Él quien lo condujo hacia el mar.

      Podría extenderme más sobre los percances que tuvo en su huida, pues es en sí misma una aventura increíble, no privada de riesgos y peligros. Pero para ir más a prisa a nuestra historia lo resumiré de este modo: su fortuna también significó fatigas, renuncias, hambre y un enorme esfuerzo que sólo entiende y justifica aquel que pelea por su libertad. En un par de ocasiones casi le dan muerte y tuvo que quedarse con lo mínimo, en esencia su daga, deshaciéndose de toda evidencia que lo ligara a Diego por seguridad. Eso sí, conservando la mentada medalla, pues su venganza valía más que cualquier riesgo que pudiera correr por poseer aquel objeto.

      Al cabo de algunas semanas de padecimientos, escuálido y con aspecto de mendigo, dio al fin con unos pescadores franceses que, entre muchas fatigas, le ayudaron a huir a España. Una vez en su tierra, tentado estuvo de pasar por nuevos percances, pero conteniendo sus instintos y dejando el pasado en su lugar, siguió adelante con lo que había interpretado como su nuevo destino. Modificó su aspecto y su vestimenta, hizo lo posible para procurarse sustento y, de paso, dejar que el tiempo y el agua salada cicatrizase algunas heridas. Se encomendó al apóstol y a sus pies llegó, no sólo para venerarle y agradecer las mercedes, sino también para recalar en Finisterre, sitio de escala hacia su próximo destino: América.

      Capítulo III

      Santa María de los Buenos Ayres

      Durante el tiempo que Alonso estuvo en Santiago de Compostela, fueron numerosas las ocasiones en las que visitó la Catedral, buscando quizás las respuestas a tantas preguntas que latían en tu interior. Estuvo un tiempo viviendo de la caridad, mendigando a desconocidos, oculto tras convenientes harapos, sin olvidar su situación de fugitivo. La sombra de Diego le quitaba el sueño por las noches, conocía


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