El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici
un proyecto, una idea. De momento, la realidad es que son bodegas subterráneas para proteger y protegernos.
–Entiendo. ¿Y por qué el secreto?
–¿Qué ventaja estratégica tendríamos si se supiera de su existencia? Además, mientras tanto, es un lugar adecuado para mantener ciertas cosas lejos del alcance de los curiosos.
–¿Qué cosas?
–Provisiones, documentos, pólvora, armas, lo que fuese necesario.
–¿Pólvora, armas? Que extraño… Por un momento pensé que me habías dicho que esta era la casa de Dios. ¿En qué estáis involucrado, señor prior?
–Deja de llamarme así, no me gusta tu tono. En nada que pueda ofender al Señor, si es que eso contesta tu insolencia. La vida en Buenos Aires nunca fue fácil, eso lo aprendí hace mucho tiempo. No es un sitio dónde las dificultades hayan pasado de largo en su corta existencia. Es paradójico, pero en este vergel donde brota la vida por donde mires, el hambre tiene un trágico historial y ser previsores no daña a nadie. Por otro lado, no me culpéis por tener una visión estratégica del terreno, que si algún soberano con mal genio decide ponernos un pie encima, no me quedaré sólo con la biblia en la mano capitulando alegremente. Recuerda que, al igual que tu de creyente, tengo yo también algo de soldado. Deja que, a nuestro modo, defendamos esta porción de España en el nuevo mundo.
–Me habéis sacado de una trinchera para arrojarme a otra –exclamó Alonso con los ojos al cielo, quejándose de su suerte.
–Pensé que un sitio donde se construya algo nuevo podría interesarte.
–Ya veo. No sé por qué se te ocurren tales cosas.
–Alonso…
–De acuerdo, de acuerdo. No voy a ocultar que me entusiasma y realmente te doy las gracias por todo lo que estás haciendo por mí, en especial por esto. Por cierto, hay una cosa que quisiera preguntarte. ¿Por qué uno de tus muchachos mostró especial preocupación cuando me involucraste en el asunto de los túneles?
–Rodrigo… No es un mal hombre, pero tiene su temperamento. Es muy celoso en todo lo referido a los túneles. Supervisa personalmente los trabajos y los considera una creación suya. Por otra parte, creo que yo tengo la culpa por decir las cosas de un modo tan brusco. Les he advertido tantas veces que mantuviesen el secreto de los túneles que quizás lo tomaron como un descuido o un exceso de confianza de mi parte. No lo sé.
–Pues déjame decirte que si algo aprendí en estos años de lidiar con rufianes es que tengo un gran olfato para los corazones oscuros.
–Creo que te equivocas. Rodrigo es un hombre fiel a Dios.
–A Dios quizás pero… ¿A ti?
–Vete a dormir ya, que mañana te necesitamos. Y deja ya de ver enemigos en todos lados que no estás más en el frente, estás entre amigos. Espero que tu estadía en este lugar te convenza de quién eres y de lo que puedes lograr. No tengo otro deseo para ti más que el de que vuelvas a hallar la paz que alguna vez perdiste. Ah, por cierto, guarda ese medallón en algún sitio donde los hermanos no se sientan atraídos por él. No quisiera mentirles sobre tu identidad más de lo que lo estoy haciendo.
–Gracias Sebastián.
–Por cierto… es una alegría tenerte aquí con nosotros.
Ambos hombres se dieron un abrazo, ese que se debían desde hace años y cada uno se retiró a su celda. Les esperaba un día agitado.
Capítulo IV
El hallazgo
El descanso, aunque reparador, fue quizá demasiado corto para Alonso que necesitado de un sitio blando, trocó la noche en día en un simple pestañeo. Tan pronto despuntó el sol, recibió el aviso de unirse a las oraciones matinales. Esta vez no rehusó la invitación como lo había hecho al principio en Compostela, ya que creyó justo ofrecer algo a cambio de todo lo que se le estaba concediendo. Su corazón comenzaba a abrirse y algunos viejos rencores del pasado, acababan por aflojarse dentro de su alma cegada por los sinsabores. Sentía una incómoda mezcla de pérdida y melancolía, de fin de ciclo, pero al mismo tiempo algo le provocaba un tibio entusiasmo, un motivo para llenar su mente de presente; una buena excusa, probablemente, para escapar rápido de esos sentimientos grises. Además, el convite del prior le había dado nuevos bríos a su ánimo: le intrigaba profundamente el asunto de los túneles. Con estas cuestiones en mente, se incorporó de un salto y dio comienzo al día con entusiasmo renovado, quizás algo impostado es cierto, pero entusiasmo al fin.
Cumplidas las obligaciones religiosas a las que había accedido con humildad, buscó al monje encargado de guiarlo a las obras y con delicadeza le recordó el encargo del prior. El hermano Luis, al principio dudó, pero recordando las palabras de su superior, no tuvo más remedio que conducir al invitado al máximo secreto de la abadía.
–Seguidme por aquí por favor –indicó con amabilidad.
Luis lo guio hacia una sala, que estaba cerca de la cocina. La verdad es que el sitio poco decía a simple vista, puedo dar fe de ello, porque tengo el recuerdo vívido de la primera sorpresa que recibí cuando me condujeron al lugar para revelarme el secreto. Era tan sólo un recinto más dentro de la construcción, que mantenía la sobriedad y la economía de líneas del resto del monasterio; una arquitectura fuerte y probada, pero modesta y poco pretenciosa. Como si hubiese querido sorprender al invitado, Luis hizo una pequeña pausa y dejó que Alonso revisara el lugar por sí mismo. Al prolongarse demasiado el silencio, el anfitrión comprendió que era hora de cumplir con lo que se le había encomendado. Sin más, abrió entonces unas puertas de madera que simulaban ser de un armario y descubrió una habitación más pequeña, que tendría de dos a tres varas de lado, con una tosca y empinada escalera en el centro que conducía a un hoyo prolijamente practicado en el piso. El borde estaba delimitado con lajas, todo con una gran sobriedad y simpleza. Con no poca curiosidad, Alonso se acercó al borde y dirigió sus ojos a Luis, casi pidiendo permiso con la mirada. Luis concedió el mudo pedido con una media sonrisa y un gesto de cabeza, habilitando al visitante a sumergirse en el túnel.
Descendió entonces por una escalera de peldaños gruesos y altos, que habían sido reforzados con maderos, ya que, a simple vista acusaban el maltrato de las idas y vueltas de quienes en ella habían trabajado. Avanzó sin prisa y después de haber descendido por cerca de veinte tablones, halló al fin el piso del túnel que, como el resto del recinto, era de tierra color ocre, seca y apisonada. Miró hacia la galería y comprobó que se proyectaba con una suave curva hacia la derecha. El túnel mostraba cada cierto trecho los destellos de velas que ardían en pequeñas cavidades que se habían practicado en la pared. El techo era abovedado y había sido excavado en forma directa sobre la tierra, sin soportes ni puntales de madera, vigas o refuerzos de ninguna clase. Los pasillos, aunque cómodos, no eran muy anchos, tal vez unas dos varas en su punto máximo. Una ligera sensación de ahogo lo invadió, quizás, salvando las evidentes distancias, un súbito recuerdo de las viejas trincheras de Flandes.
Tras acostumbrarse a aquel nuevo espacio que olía a tierra húmeda y fresca, advirtió que a medida que daba lentos pasos por ese corredor, experimentaba una ligera pendiente que lo alejaba con delicadeza de la superficie. Comenzó entonces a escuchar un sonido lejano de zapas o palas, que intuyó eran de aquellos que trabajaban para seguir dando forma al túnel. Siguió el rastro de las velas encendidas que, aunque escasas, conservaban considerable distancia entre sí para evitar el derroche y a la vez servir de referencia a quienes procuraban transitar el túnel.
Llegó al fin a un ensanche del corredor, que dejaba ver a dos monjes trabajando con esmero en las paredes del túnel. Uno de esos monjes era yo, que luego de saludar a Alonso, seguí perdido en mi labor sin darle mayor importancia. El otro era Fernando, con quien compartía la faena, alguien mucho más dado que yo a la conversación y que enseguida recibió al forastero con amabilidad. Pronto se pusieron a cambiar opiniones animadamente sobre la constitución del túnel y sus propósitos. Uno cuidadoso de no revelar demasiada información, el otro medido al preguntar para no importunar al trabajador.
Tras