El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici

El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici


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metiendo en graves aprietos. Pero al cabo de unos pocos instantes, llegué al fin con un candil y la cara de Alonso trocó de sorpresa a admiración.

      No esperaba encontrarse con un recinto de seis varas de lado, ya no practicado en la tierra solamente, sino con pedestales, vigas y sostenes.

      –Qué locura. Qué locura… –repetía Alonso, sin salir de su asombro por la compleja ejecución de aquel recinto subterráneo. Había muchas cosas allí que no se explicaba cómo habían llegado. Desde las piedras, que le provocaban una especial fascinación, hasta algunos maderos de proporciones. Todo allí remitía a las bodegas como las había en Europa, pero que nunca imaginó encontraría debajo de aquella modesta casa de retiro.

      –Ahora entiendo por qué el prior me recomendó hablar con vosotros. Debo decir que habéis hecho un trabajo magnífico. Y debo reconocer también que vuestro amigo, ese que derrocha felicidad, tiene su mérito si es que esto es obra de él. Me habéis dado una sorpresa como hacía años que no me llevaba. Esto es estupendo, estupendo.

      Era evidente que el entusiasmo se había apoderado de Alonso. No hacía más que, candil en mano, recorrer los rincones para analizar con detalle todos los aspectos de la construcción de aquel recinto. Hasta le dedicó una buena porción de tiempo al mecanismo de la puerta que, aunque bastante sencillo, despertó en él nuevas notas de admiración y sorpresa. Fernando, encantado por la reacción del visitante, no hacía más que compartir detalles de esto o aquello, fascinado como él por las pequeñas cosas que componían aquella soberbia cámara. Yo, en cambio, estaba preocupado porque alguien llegara y descubriera nuestra imprudencia. Le pedí a Fernando primero y luego a ambos que nos largásemos de allí. Primero apelando al sentido común, luego a su clemencia y por último al Altísimo. Me figuro que debía tener una buena cara de susto porque en cierto momento, Alonso se me quedó mirando y como si pudiese leer en mis ojos la incomodidad, accedió a dar por terminada la visita.

      Para mi alivio, pronto salimos los tres de aquel sitio prohibido. Alonso no dejaba de dedicar palabras de admiración y expresiones elogiosas a los detalles. Fernando cerró la puerta trampa cubierta de tierra y, tras hacer repicar el mecanismo con aquel particular sonido, cegó la cámara enmascarando el acceso en el muro para que ningún curioso más la visitara. Volvimos a nuestro trabajo bastante inquietos, cada cual por sus razones, pero en especial Fernando y Alonso, que no podían dejar de repasar con pasión los detalles de la cámara, uno por orgullo, el otro por genuina fascinación. Era la primera vez que en esos túneles hubo alguien que superó en charla y entusiasmo a Fernando. Ambos cambiaban animadamente los detalles sobre el acarreo de materiales y las técnicas de construcción, tema en el que Alonso se interesaba particularmente. Como era usual en mí, pese a que el visitante se esforzaba por incluirme en la conversación, rehuía de las palabras y sólo me concentraba en la herramienta, alterado aún por el riesgo innecesario que habíamos corrido. Sólo abandoné las frases cortas y monosílabos para hacer un pedido muy preciso, casi desesperado, antes de volver al trabajo silencioso.

      –Le ruego que no mencione lo que le hemos mostrado.

      –Lo que me pides es absurdo –contestó Alonso– es evidente que el prior deseaba que me mostrarais vuestra obra. Y sin duda lo habéis hecho. Hace años que lo conozco y empiezo a comprender algunas cosas, pero podéis estar seguros que si hubiese estado en su deseo que yo no me enterara de tales logros, ni siquiera me hubiese permitido bajar los primeros peldaños para asomar mis narices al túnel. Podéis estar tranquilos que el prior es hombre prudente y sabe lo que hace. No veo motivos para la duda, joven amigo, sólo puedo encontrar razones para que sintáis orgullo.

      –No hablaba del prior, hermano Lorenzo –atiné a decir algo avergonzado y ya no dije más por ese día.

      Creo que hubiera sido demasiado complejo explicarle a Alonso algunas cosas que sólo son comprensibles cuando se tiene el mapa completo de la situación. No era mi intención en aquel momento ahondar en detalles, pues, como he dicho, no era por entonces muy afecto a las palabras ni a los vínculos, aún en aquellos que se entablan por educación o pura cortesía. Y si bien tampoco es mi intención dar ahora muchos detalles acerca de mí, pues lo considero un acto innecesario de vanidad, sí creo oportuno mencionar que eran muchas las cosas que Alonso necesitaba saber para comprender por qué me encontraba tan asustado. El prior era sin lugar a dudas un ser bondadoso e inteligente, abnegado hombre de Dios con un pragmatismo inusual para su época, algo atrevido quizás, que lo puso a la vanguardia de muchas cosas. Pero, debo decir, pese a que se trataba de un hombre con una enorme claridad mental, su talón de Aquiles era confianza con la que obsequiaba a ciertos hombres. En el afán de ver con ojos piadosos los desaciertos, podría decirse que en ocasiones ponía la fe en los hombres apenas por debajo de la fe en Dios. Creo que confiaba demasiado en la naturaleza bondadosa de los individuos y no fueron pocas las veces en las que se llevó una agria sorpresa al comprobar que ponía su confianza en las personas equivocadas. Quizás yo mismo, viéndolo hoy desde la claridad de la experiencia, fui en un principio parte de esa lista de errores del pobre prior.

      Conviene aclarar que mi llegada al monasterio no estuvo estrictamente ligada a una cuestión de vocación para la fe. Es indudable que el prior se llevó una enorme sorpresa conmigo y no fue precisamente de las agradables. Le conocía desde niño por ser el confesor de mi padre y a quien, en su lecho de muerte, prometió hacer de mi un hombre de bien. Tarea que sin duda llevaría más esfuerzo de lo que pudo imaginar en un principio. Muchos años tardé en comprender los disgustos que le había provocado a mi padre por las torpezas de mocedad, por ese tonto empeño de mostrarme desafiante a su palabra comprensiva y blanda. Con el correr del tiempo, al recapacitar sobre mi comportamiento, créanme que lo lloré dos veces pues no hay peor remordimiento que el que nace del daño inferido a los padres. Para decirlo de una vez, no crecía yo tan recto como me enseñaron mis mayores y fui la causa de grandes disgustos para mi familia, al menos mientras tenía las libertades para hacer lo que quisiera. Cuando mi padre murió, al no tener madre, pues la había perdido en mi alumbramiento, quedé prácticamente sólo en este mundo. Y digo prácticamente pues tuve una extensa familia paterna, algunos tíos y primos pero, dada mi dudosa reputación no había un vínculo muy fuerte. Así fue como, con catorce años, llegué al monasterio y no nos llevó mucho comprender que, tanto el prior como yo, estábamos en serios problemas. Si algo soy, mi deuda es en parte con ese hombre quien supo demostrar que el amor y la firmeza no van reñidos si de una buena causa se trata. Sólo diré por tanto que no la pasé muy bien en mis primeros años dentro del monasterio, pues acostumbrado a vagar de aquí para allá, fue bastante duro para mí acostumbrarme a la rigidez de la vida monástica. Es cierto que mi espíritu rebelde e indómito no colaboraba, con lo cual, no tardé demasiado en conocer que aún en los piadosos corazones de los hombres de fe, también habitan la férrea disciplina y la severidad. Y sin duda fueron escasas las veces en las que fui acariciado por el sol desde que ingresé al monasterio hasta que cumplí los dieciséis años. Para entonces, mi sed de desafío y de transgresión habían encontrado un nuevo techo y, a fuerza de encierro y de alguno que otro justo correctivo, torné mi carácter indisciplinado en uno que se mostraba más taciturno y silencioso. Recibía del mismo modo el escarmiento y la doctrina y, aunque el primero sirvió para domar mi ardor adolescente, pobre prior, nunca pudo ni a fuerza de repeticiones, encender mi fe con la palabra. Como una bestia indómita que tarde o temprano se acostumbra a las llagas que le provocan las cadenas y solitaria se acurruca para lamerse las heridas, así fui encerrándome en mi mismo. Con paso lento, pero firme, me había convertido en alguien que obedecía, ya sin discutir, pero tampoco razonar, sin cuestionarse y, peor aún, sin relacionarse con las cosas o con el prójimo. Fue quizás por esta nueva condición, por algún tibio remordimiento o sencillamente porque sentía un especial afecto por mí, que pronto el prior empezó a buscar el modo de relacionarme con lo que me rodeaba. Pasé entonces por varias tareas, cuyo verdadero objetivo era mi integración en la comunidad de religiosos y una a una me entregué a ellas con igual responsabilidad e indiferencia. Había algo muerto en mí y simplemente hacía lo que tenía que hacer, como si en esa suerte de desprecio por lo que me rodeaba, pudiese gritar sin voz lo que aún quedaba de mi rebeldía.

      Pese a todo esto, y consciente de que se trataba de alguien bienintencionado que trataba de hacer de mí un hombre, tomé un enorme afecto y respeto por


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