El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici
–dijo el capitán cambiando la expresión– ¿De verdad piensas que puedes hacer un trato conmigo? ¡Encerradles en la bodega!
Las órdenes se cumplieron de inmediato y ambos fuimos conducidos a la cubierta inferior, dónde entre toneles y bolsones, había algunos compartimientos destinados a alojar “huéspedes”, como lo definió graciosamente el primer oficial. Alonso no dejaba de sonreír y agradecía los poco sutiles estímulos de los marineros para que obedeciéramos. En verdad me encontraba desconcertado, no salía de mi asombro. Ya no sólo por aquella inesperada recepción lejana a la proverbial hospitalidad de los hombres de mar, sino por la actuación de Alonso que no lograba descifrar de modo ninguno.
Finalmente nos dejaron en una especie de jaula con fuertes barrotes de hierro, que tenía un cerrojo al que de inmediato echaron llave. Era una zona apartada de la bodega. Teníamos allí algunos harapos y un par de escudillas mugrientas que invitaban a suponer serían todos nuestros lujos de abordo. Pronto la poca luz que ingresaba por la escotilla se cegó casi por completo, abandonándonos a la penumbra. Aún desconcertado y algo ofuscado por la situación, increpé a Alonso.
–¿Me va a explicar lo que ocurre aquí?
–Ya lo verás, muchacho. Ya lo verás –dijo sin perder la sonrisa– Procura dormir. Este bárbaro entrará en razones antes o después, pero lo cierto es que tenemos un largo viaje por delante.
–¿No va a decirme nada?
Alonso se acercó y me dijo al oído que no estábamos solos, hecho que yo no había advertido hasta entonces. Miré con disimulo intentando no ponerme en evidencia, pero sólo pude perder la mirada entre las formas oscuras y difusas de la bodega. Decidí confiar en él una vez más y me acomodé entre los harapos como pude, para procurar un poco de descanso. El movimiento del navío no me sentaba bien y el hecho de descansar, no parecía una mala idea. Aunque confieso que lo único que hice fue darle vueltas al asunto sin comprender en qué empresa me había metido. Era en verdad irónico que tras tantos años de sentirme encerrado en el convento, mi recién estrenada libertad consistía en una prisión flotante donde me hallaba recluido por algo que no comprendía. Para ser honestos, las razones no eran tan difíciles de imaginar. Era evidente que Rodrigo tenía algo que ver en todo aquel asunto, aunque confieso que no le creí capaz de lastimarnos, sino simplemente de jugarnos sucio para lograr sus objetivos. O, en todo caso, sencillamente para perjudicar a Alonso. A fin de cuentas, Rodrigo era, con todo, un hombre de fe y por más que hacía realmente muy poco por demostrarlo, me gustaba pensar que conocía ciertos límites.
No tardamos demasiado en perder la noción del tiempo en aquel madero flotante, que con el correr de las horas se mecía con más y más ímpetu. Lo único que podía darnos una idea de lo que pasaba eran los sonidos de las suelas sobre el entablado de cubierta, que aprendimos a descifrar con el correr de los días. A veces se escuchaban pasos aquí y allá, sin mayores prisas que la de ir de un lado al otro; pero en ocasiones la combinación de algunos pasos rápidos con ciertos movimientos de la nave, presagiaban un mar adverso y la garantía de una considerable labor por parte de la tripulación.
Pasamos muchas horas casi en silencio antes de que alguien se acercara a traernos un poco de agua y algo de galleta. Alonso me preguntó un par de veces cómo me encontraba, pues seguramente mi rostro evidenciaba un malestar que, por primerizo en un barco de ese calado, me jugaba malas pasadas. Lo cierto es que nuestro carcelero, resultó ser un hombre que parecía menos rudo que los demás y que se dirigió a mí como “padre”, confundiéndome con un sacerdote ordenado, evidenciando cierto respeto o devoción por los hábitos.
Quizás porque se lo veía más dócil que al resto o porque el modo en el que se dirigió a mí le puso en desventaja para el oído entrenado, fue que Alonso no dejó escapar aquella oportunidad y con un gesto de complicidad en sus ojos, me invitó a que le siga el juego.
–Padre por favor, acepte la amabilidad de este buen hombre. Le ruego le disculpe –dijo dirigiéndose al marinero– no se encuentra bien.
–Cuanto lo siento. Pero debo…
–Sí, sí. Claro, lo entiendo –se apuró en aclarar Alonso– con este gesto no sólo habéis servido a estos pecadores, sino también a Dios. Os doy las gracias.
El marinero hizo un torpe gesto de cortesía y se perdió en la sombras de la bodega. Al subir la escalera, dos pares de pisadas sonaron en las tablas y de ese modo corroboramos las sospechas de Alonso.
–¿Por qué hizo eso? –pregunté aún mareado.
–Confía en mí si quieres permanecer con vida. Mira, ni una palabra de lo que tienes oculto, no te preocupes que en cuanto consiga hablar con el capitán todo se resolverá.
–¿Por qué está tan seguro?
–Porque sé cómo piensa.
Durante los días siguientes, nuestra rutina consistió en hablar lo menos posible y fingir cuanto pudiésemos frente a nuestro carcelero. Con precaución, intentamos establecer lazos con él mediante guiños y palabras prudentes de Alonso, que como una astuta araña, envolvió al incauto en sus gestos de amabilidad para procurar que le resultase imposible negarse a un pequeño favor.
–Decidme, amigo –soltó al fin después de una semana de idéntica rutina– debo hablar con el capitán por un negocio que nos compete al padre y a mí, os ruego intercedáis para que nos escuche, a vuestro capitán le será de mucho provecho, os lo aseguro.
–No prometo nada, pero trataré de hablar con él.
–Os lo agradezco infinitamente –exageró Alonso, con tal de lograr su objetivo.
Era un poco desconcertante que los días pasaran y no tuviésemos siquiera la posibilidad de ver el mar o de comprender a qué se debían los movimientos del buque. Nos eran ajenas del mismo modo tanto las calmas como las tempestades, las brisas húmedas y las ráfagas gélidas que ya azotaban las velas. Podíamos intuir, por el más o menos abrigo que traían algunos hombres, que nuestro rumbo al sur se hacía realidad, aunque desconocíamos por completo la ubicación de la nave. No fueron pocas las veces en las que Alonso insistió al marinero con el pedido, pues pese a que el hombre se mostraba amable con nosotros, parecía no terminar de transmitir el mensaje. Nunca le vi perder la calma, pero sé que en su interior la duda apretaba su corazón. Más adelante supe que estaba haciendo un esfuerzo por no preocuparme, pues tenía en mente algo peligroso de incierto desenlace para ambos. Aun así, persistió en sus intentos hasta que una tarde, en la que el frío se hacía sentir, el capitán bajó hacia nuestra estrecha prisión.
–Tenéis cinco minutos para hablar –le dijo a Alonso– aunque no me figuro qué negocios podéis proponerme en vuestra situación.
–Señor capitán, ante todo os agradezco la gentileza. Seré breve. Creo que tiene una carta en vuestro poder que llevábamos.
–Sí. ¿Qué hay con eso?
–Ábrala. Es para usted.
–Sé muy bien que esa carta no es para mí, no trate de engañarme. Conozco el sello.
–Señor, es natural que piense de ese modo, pues Rodrigo le pidió otra cosa. Lo hizo para protegernos.
–Le advierto que si intenta tomarme el pelo, lo pagará caro.
–Le ruego señor capitán que no se precipite. ¿Acaso le mentiría en presencia de un hombre de Dios?
–Haría cualquier cosa con tal de salvarse, ya me hablaron sobre usted. No puedo abrir esa carta.
–Lo sé, lo sé. El hermano Rodrigo lo tenía bien planeado. Seguramente le pidió que esa carta regrese a él sin que su sello se altere. Era parte del plan.
–¿Qué sabe usted de todo esto?
–Capitán, créame que se verá recompensado cuando comprenda de lo que estoy hablando. Le ruego lea la carta y verá usted que no miento ni intento engañarlo.
El capitán nos dedicó un gesto de fastidio, pues detestaba que le alterasen los planes. Pero