El Alcázar de San Jorge. Pablo R. Fernández Giudici
que todo esto no sea un ardid.
Miré a Alonso con desconcierto, aunque bien me guardé de pronunciar palabra alguna, pues junto a nuestra celda habían quedado un par de marineros que de seguro no habían llegado hasta allí por azar. Deseaba entender qué era lo que tramaba, pero por temor a arruinar sus planes, una vez más decidí confiar en silencio. Evitaba mirarlo, pues no deseaba que mi intranquilidad pusiera en alerta a los hombres. Pocos minutos después, apareció el capitán con la carta. Directo al grano, se dirigió a Alonso.
–¿Es una broma?
–No señor, ya se lo advertí. Para nosotros es algo que requiere discreción y delicadeza, pero no mentiría si dijese que para usted es simplemente un buen negocio. Lamento que haya tardado en creerme.
–No me fío de usted, pero aun así, si lo que dice esta carta es verdad, no dudéis en que voy a averiguarlo. ¡Libérenlos!
Alonso me miró y levantó sus cejas por un instante, celebrando su victoria. Mi gesto de desconcierto fue frenado a tiempo, pues intuyendo mis dudas, juntó sus labios para requerir mi silencio una vez más. Ya habría tiempo de explicaciones.
Si bien a partir de ese momento nuestra situación en aquel navío mejoró, el recelo del capitán y de sus hombres hacia Alonso no había menguado lo suficiente como para que nos quitaran los ojos de encima. Por extraño que pueda parecer, tenía varios días de viaje junto a mi compañero y apenas sabíamos algo uno del otro, pues nuestras conversaciones se limitaban a gestos y a silencios cómplices, por temor a hacer algún movimiento en falso que nos pusiera en riesgo. Rezábamos, de tanto en tanto, por costumbre y necesidad, algo que no sólo le sentó bien a nuestro espíritu sino hizo más convincente los roles que Alonso tenía planeados para ambos. Debo confesar que mi ánimo se dividía entre la incertidumbre y la excitación. Incertidumbre, pues ignoraba qué estratagemas concebía Alonso para librarnos de la hostilidad de aquella mazmorra flotante; sin embargo, excitante a la vez, porque desarrollaba hacia él una confianza atípica, gracias a su estilo desenfadado y aventurero que invitaba al riesgo.
Una vez en cubierta, pude al fin ver el océano en su inmensidad y percibir la magnificencia de la creación. Necesitaba vaciar mis pulmones del aire rancio y viciado de las bodegas y reemplazarlo por la fría brisa oceánica. Puse finalmente mi vista en el horizonte inalcanzable y me dediqué a meditar sobre la misteriosa empresa en la que estábamos envueltos. Tenía más dudas en mi corazón que en mi cabeza, pero igualmente me entregué agradecido al convite de una aventura que al fin había sacudido mi indiferencia. Fue notable el cambio de nuestra situación, pues pronto el capitán nos hizo llamar a su cámara, para ofrecernos algo que intentaba imitar a una fría hospitalidad. Deseaba hablar de negocios y yo enterarme de ellos, pues parecía ser parte, de modo que acudimos presto a su convite y dejé que Alonso hablara por ambos.
–Caballeros, tomad asiento por favor. Comprenderán que esta situación de la carta es por demás extraña para mí. Desconozco las razones por las que Rodrigo me instruyó sobre algunas cuestiones para luego contradecirse.
–Me figuro que leyó la carta y estará de acuerdo conmigo en que tanto el sello como las señas que allí se indican sólo pueden ser auténticas.
–A decir verdad, no estoy seguro.
–Pues déjeme razonar con usted: tanto el sello como la escritura pertenecen a alguien ilustrado. En la carta consta la cantidad exacta de dinero que traía en mis pertenencias y que habrá tenido oportunidad de cotejar. Ese dinero tiene por objeto cubrir las molestias del, digámoslo así, cambio de planes. Comprenderá que el padre corre peligro por asuntos que son de suma complejidad y el plan fue ideado para confundir al enemigo.
–Pues déjeme decirle que a mí también me confunde. En especial porque Rodrigo me habló bastante sobre usted y me remarcó que no era de fiar. Me advirtió sobre su lengua filosa y su propensión a la pendencia.
–Coincidirá conmigo que en lo que llevamos de viaje no he dicho más que lo que es evidente y creo yo que no he causado más problemas que el de requerir vuestra audiencia. Supongo que a eso no puede calificarlo como propensión a la pendencia. Por otro lado, sepa usted, capitán, que acepto gustoso sus dudas sobre mi persona, en tanto se cuide al padre, a quien he jurado servir y proteger.
–Nada me han dicho del joven padre, excepto que era un mozo blando a quien con dos o tres voces podía controlar. En cambio de usted…
–Supongo que también acordará que eran necesarias ciertas exageraciones para asegurarnos que no llegaran a los oídos equivocados.
–No lo sé. Como sea, soy un hombre respetuoso de Dios y no quiero problemas ni aquí ni en el más allá. Su cura puede estar tranquilo; respetaré mi palabra. En cuanto a usted, no sé cuáles son sus planes, pero sepa que mis hombres le estarán vigilando. Por cierto, no me explico para qué trae consigo tantos artefactos entre sus pertenencias.
–Parte del plan, capitán, todo es parte del plan. Pero no se alarme, no seremos un estorbo en absoluto ni para usted ni para sus hombres.
–Así lo espero. Por cierto, casi lo olvido. En la carta se menciona un ligero cambio de rumbo. Quisiera saber más al respecto.
–Nada que merezca su preocupación. No creo que sea algo significativo.
–Eso déjeme decidirlo a mí. ¿Tiene claro qué es lo que quiere o también es parte del plan oculto? Empiezo a molestarme con vuestros secretos.
–Lo sé. Si usted me lo permite, quisiera revisar sus cartas de navegación, seguramente sobre ellas podré mostrarle que el desvío no es tal, sino un pequeño cambio de curso que no afectará su viaje.
El amable pero tenso intercambio duró algunos minutos. Para ese entonces mi desconcierto era absoluto. En vano intentaba adivinar el contenido de la carta sin entender una palabra de lo que allí se hablaba. Más tarde, sobre cubierta, Alonso me confió que el prior, por su sugerencia, había escrito una carta haciéndose pasar por Rodrigo. En ella le ofrecía al capitán una suma de dinero que traía con él, siendo el número bastante caprichoso para que pudiera constatarse con facilidad. Desde luego y a modo de seguro, la carta hablaba de otra suma al regreso a Buenos Aires. Por otro lado, apelaba a la importancia de mi protección, pues según decía el escrito, pese a mi juventud era una persona de suma importancia para la Iglesia. Resultaba evidente que Alonso, con mejor ojo que tino, había anticipado los movimientos de Rodrigo acaso salvándonos la vida a ambos. Eso nunca lo sabré, pues prefiero pensar que la idea del astuto monje era apartarnos un poco para no estorbar; aunque no podría afirmarlo. Es cierto que no dejó de sorprenderme que siendo el prior una persona de intachable rectitud, se hubiese prestado a semejante ardid. Pero teniendo en cuenta que había cuestiones mucho más delicadas en juego, en aquel momento tuvo sentido para mí. Se trataba de una nueva prueba de que el prior no nos aventuraba a un destino adverso sin antes protegernos. La carta mencionaba también el asunto del desvío, algo que me inquietó y que Alonso prefirió no detallar demasiado. Al menos no lo hizo conmigo, pero sí se mostró entusiasmado y docto en asuntos del mar, pues poniendo en evidencia una vez más que era una caja de sorpresas, mantuvo una animada conversación con el capitán, enseñándole nuestro aparente sitio de destino.
–Dejadme hacer algunos cálculos y ya os diré. El sitio a donde nos dirigimos es por aquí –dijo señalando un torpe mapa.
El capitán, perplejo, lo miró por unos instantes intentando comprenderlo.
–Si lo que queréis es ir al medio del océano, podéis saltar al agua ya mismo, pero supongo que eso me hará perder el resto de mi compensación. Explicaros mejor.
–Aquí, capitán, existe una pequeña isla. No dista demasiado de la costa, por lo que podremos seguir nuestro derrotero casi sin desvíos.
–¿Y una vez allí?
–Una vez allí, seguís vuestra ruta en paz y nosotros la nuestra.
–No comprendo. ¿Y cómo demuestro que he cumplido con mi parte?
–Llegado el momento, os diremos qué escribir para que nuestros hermanos sepan que habéis