Sol y Luna. Tamara Gutierrez Pardo
seguido, sin vida.
Me quedé paralizada, blanca como la cal, al ver cómo esa bola de pelo ensangrentado rodaba por la superficie hasta que se detenía para mirarme. Sus cuencas vacías rivalizaban con la espeluznante expresión del rostro, que parecía seguir en un estado de shock y terror.
Cuando alcé la mirada, aún petrificada, Jedram tenía los ojos puestos en mí, fijos, penetrantes.
Eso es lo que le ocurría a los traidores.
OBLIGACIÓN SOKA
Había perdido la noción del tiempo. No sabía cuántas horas llevábamos de viaje, pero la noche se había hecho día, y el día ya se estaba haciendo noche. Solamente habíamos hecho varias y cortas paradas para que los caballos descansaran y se recompusieran. Nosotros también habíamos aprovechado para hacer lo mismo, aunque en incómodos silencios.
Después de otra jornada montando, Sephis decidió que había llegado el momento de otra parada.
—¿Te parece bien si hacemos noche aquí? —me preguntó tras estudiar los alrededores.
—Sí, claro. Si a ti te parece bien, a mí también —acepté.
Realmente estaba exhausta.
Sephis se quedó observándome, y no sé por qué, suspiró. Se bajó del caballo y se acercó para ayudarme. Apoyé las manos sobre sus hombros y me incliné hacia él. La casualidad quiso que mi desmonte fuera torpe y me cayera prácticamente encima de su pecho. Sephis me sujetó por la cintura con fuerza y me salvó de la caída, pero nuestros rostros se quedaron muy cerca.
Por un momento dejé de respirar, como tantas otras veces, cuando Sephis me besaba…
Pero ahora él ya no era mío, ya no estábamos juntos, Sephis ya no me besaba, ya jamás me besaría. Carraspeando para recomponerse, mi ahora exnovio se despegó de mí y me dejó en el suelo con delicadeza. Ruborizada, me giré hacia el caballo para acariciarle, disimulando el enorme nudo que ahogaba mi garganta.
Sephis también se sentía apurado, esta situación era violenta para los dos. Tras rascarse la nuca y volver a carraspear, logró retomar la compostura del todo.
—Sacaré uno de los conejos para cenar —dijo.
—De acuerdo —asentí, virándome en su dirección. Me acerqué a él cuando sacó uno de la alforja que cargaba su caballo—. Dame, lo prepararé al fuego.
Prácticamente se lo arrebaté de las manos. Sephis se quedó mirando cómo me arrodillaba y comenzaba a desollar al pobre animalito. Parecía hipnotizado con mi forma de trabajar, siempre metódica, tal y como me habían enseñado.
Al fin, despertó.
—Haré… haré una hoguera —se ofreció.
Reunió varias ramas y enseguida hizo una pequeña pira. El olor a madera quemada restalló junto con las chispas que revolotearon por el aire.
—El fuego también nos protegerá de los animales salvajes —afirmó.
—¿Animales salvajes? —me asusté.
Mi mente había estado ocupada en otras cosas y no había caído en eso.
—Tranquila, no se acercarán a las llamas. Las temen.
Tragué saliva.
—Vale —acepté, no obstante.
El conejo no tardó en hacerse en el fuerte fuego, así que nos pusimos a comer enseguida. Estábamos hambrientos. Se instaló un silencio, provocado por el apetito, que se prolongó hasta que nuestros estómagos pudieron llenarse un poco. El primero en romper el mutismo fue Sephis.
—Está… está muy bueno —me alabó, gratamente sorprendido.
Enrojecí.
—Gracias, aunque no he hecho nada. Unas hierbas de aquí y allá, recetas antiguas de mi madre y mi abuela —le desvelé.
—Pues está estupendo, jamás he comido nada igual —me concedió.
—Gracias. —Sonreí con timidez.
Se hizo otro incómodo silencio.
—¿Qué tienes planeado para entrar en el poblado tika? —me preguntó para romperlo, mientras dejaba un hueso en el terreno.
—A decir verdad, no lo sé —reconocí, notando cómo se prendían mis mejillas con vergüenza.
—Lo suponía —suspiró—. Bueno, ¿cómo vas a planear nada, si ni siquiera sabes dónde queda?
—¿Tú lo sabes? —inquirí, contemplándole con una súplica a la esperanza.
—Más o menos, pero por habladurías —exhaló. Luego, sus ojos se escaparon hacia mi rostro y permanecieron en él unos segundos, pensativos y analíticos, provocando que me ruborizara de nuevo—. ¿Sabes? Todavía me parece increíble que estés aquí —concluyó su pensamiento en voz alta.
—¿Por qué lo dices? —no comprendía a qué se refería.
—Porque has sido muy valiente, Soka. Es… —Cabeceó, como espabilándose de esa sorpresa—. Realmente es increíble que tú hagas esto. Jamás pensé que te atrevieras a hacer algo así.
Tengo que admitir que me sentí muy halagada, pero yo no opinaba igual. Yo no era osada, ni decidida, ni tenía agallas para enfrentarme a las cosas. Para empezar, no había querido enfrentarme a mis padres, por eso había venido furtivamente. Sí, no tenía valor suficiente para encararme con los rostros de mis pobres padres. Por un momento mi corazón se flageló. Mañana se levantarían y no me hallarían en casa; leerían mi nota y… Gracias a la diosa Sol yo no vería sus semblantes, eso me destrozaría el alma. Pero se quedaría aún más destrozada si no hiciera nada por mi hermana.
—Nala necesita mi ayuda —argüí.
—Nala sabe cuidarse muy bien sola —rebatió Sephis, aunque con su típica dulzura.
—Lo sé, pero todavía es una chiquilla —debatí, inquieta.
—Solo es un año menor que tú —me recordó, alzando las cejas.
—Pero es una inmadura, una inconsciente.
—No, desde luego no es como tú —en eso coincidió.
—No sabe nada de la vida, vive en un constante sueño, en una fantasía, desconoce los peligros reales a los que tiene que enfrentarse —espiré, preocupada.
—Bueno, sí, es una cabeza loca, pero yo no lo veo tan malo. —Para mi sorpresa, a Sephis se le escapó una corta risa—. Quizá todos debiéramos aprender un poco de Nala.
Oír eso me indignó de una forma que jamás había sentido.
—Quizá por eso te gusta ella —se me escapó, pronunciando con una rabia inusitada en mí.
Sephis se quedó atónito al escuchar mis palabras. Incluso yo misma me asombré. Escondí el rostro, sintiendo cómo se iba enrojeciendo. También noté cómo Sephis me observaba durante el enrarecido mutismo que siguió.
—Lo siento, no debí decir eso —murmuré.
—No, dímelo —me pidió sin ningún reproche ni enfado en la voz.
Sesgué la cara hacia él, sin comprender.
—Es la primera vez que dices algo que sientes de verdad —me aclaró.
—No entiendo.
—Soka, esa es la razón por la que besé a Nala —me explicó.
—¿Cómo?
Tomó aire y prefirió llevar su rostro al frente para contemplar el fuego. Quizá así se le hacía más fácil hablar.
—Tú nunca dices lo que sientes —murmuró—. No sé