Sol y Luna. Tamara Gutierrez Pardo
me separaban del suelo, esa idiota de Khata ya me estaba esperando.
—¿Estás lista, chica loca? —se burló mientras lanzaba una manzana al aire una y otra vez.
La miré con cara de odio. Ella le dio un mordisco al fruto, desafiante.
Me dio la espalda.
—Tengo órdenes de llevarte a un lugar tranquilo y apartado —dijo, iniciando la andadura.
A desgana, comencé a ir tras ella, qué remedio.
Entre tanto, la tribu tika se dedicó a seguir con sus quehaceres diarios. En contra de lo que mi mente se había imaginado debido a las leyendas que contaban los ancestros de mi tribu, los tika eran una gente alegre y muy trabajadora que, no obstante, también sabía disfrutar de la vida. No tenían reparo alguno en reírse a carcajada limpia, en bromear, y si hacía falta, celebraban una fiesta por nada. Todo era una buena excusa para tragarse una gran jarra de cerveza o de vino en las diversas tabernas de aquí. Sin embargo, no eran muy sociables con los forasteros. En contraposición con mi tribu, que se lo dábamos todo al huésped con gran hospitalidad para que se sintiera lo más cómodo posible, los tika eran bastante huraños y desconfiados con quien no conocían.
Otra de las cosas que más me había sorprendido es que aquí no sentían miedo hacia Jedram, pero sí un profundo respeto que traspasaba cualquier límite que yo hubiera conocido. Toda orden dada por Jedram era ejecutada sin el menor gesto de protesta, sin la más leve objeción, sin cuestionar.
Como cada mañana, hombres y mujeres trabajaban por igual, desempeñando papeles similares. Daba lo mismo que se tratara de forjar espadas, como de hacer esas extrañas flautas que ahora sabía se llamaban gaitas, como de cazar o pescar, aunque las tareas domésticas y el cuidado de los hijos más pequeños seguían siendo cosas de hembras. Algunas cosas nunca cambiarían en ningún sitio. Los niños más mayores corrían con libertad por ese poblado oculto en la montaña, si bien siempre había algún adulto con ellos que les cuidaba e instruía. Era un pueblo unido.
Mientras continuaba contemplando la vida y la amena actividad de la tribu, mi vista se topó con Jedram. Me detuve en seco, tiesa como un hueso. Jedram acababa de montarse en su caballo, acompañado de Asron, dos de sus guerreros y su inseparable lobo. Su largo cabello negro se perdía por su espalda, suelto y salvaje. Sus ojos no tardaron en darse cuenta de mi continua mirada y muy pronto se clavaron en los míos. No sonrió, pero sus pupilas descendieron hacia la espada que sostenía mi mano y luego ascendieron para reclamarme aún más.
Me percaté de que había dejado de respirar cuando mis pulmones protestaron. Tuve que apartar la vista para tratar de que volvieran a la normalidad, y aún así, me costó bastante.
Maldición.
El lobo negro echó a correr en mi dirección, haciendo que tuviera que espabilarme otra vez. Jedram contempló cómo se alejaba el animal, el cual dio unas cuantas vueltas a mi alrededor y se quedó merodeando junto a mí. Tras otra mirada bruja más que me dejó sin aire de nuevo, Jedram espoleó a su caballo, se dio la vuelta e inició la andadura junto a sus tres sorprendidos guerreros.
Creí que el lobo iría detrás de su amo, sin embargo, continuó a mi lado. A unos metros, Khata se giró para ver si yo iba tras ella; la muy idiota todavía no se había dado cuenta de que caminaba sola. Su gesto inicial de bronca fue sustituido rápidamente por el del asombro.
—El lobo de Jedram… —murmuró, tragando saliva—. ¿Qué… qué hace aquí?
—No lo sé, siempre me sigue. —Me encogí de hombros. Entonces, la miré fijamente, con una cara burlona—. ¿Qué pasa? ¿Es que le tienes miedo?
La chica alzó los ojos y las cejas con incredulidad.
—¿Que si le tengo miedo? Ese lobo ha devorado hombres en las batallas únicamente porque le han mirado. Es un depredador, un animal salvaje. Solo Jedram puede tocarle.
Lo cierto es que yo jamás le había acariciado tampoco… Mi fanfarronería pronto sufrió una caída en picado cuando observé al animal de nuevo. Me miraba fijamente, sin quitarme ojo. Como Jedram.
Sin embargo, la verdad es que podía decirse que ese lobo me había salvado el cuello. Hubiera sido mucho peor si no hubiese vuelto cuando había intentado escapar. Él me había hecho volver. Si hubiera huido y Jedram me hubiese pillado —y sin duda me habría pillado— hubiera corrido la misma suerte que aquel pobre desgraciado de Plare. Sí, ese lobo me había salvado la vida.
Me tragué mi miedo y miré a Khata con bravuconería
—A mí nunca me ha hecho nada —declaré.
La chica resolló por la nariz, visiblemente incómoda por la presencia del animal.
—Dioses, ¿y ahora qué hacemos? Jedram no está aquí para controlarlo. ¿Y si ataca a alguien?
Me volví para observar al lobo. Parecía estar tranquilo.
—Podemos llevarlo con nosotras —sugerí—. No creo que nos haga nada. Es más, creo que quiere venirse conmigo.
—¿Estás loca? —desaprobó con una octava histérica más alta de la cuenta.
—¿Quieres que ataque a alguien? —le recordé.
Khata solo tuvo que meditarlo un segundo. Sus labios se llenaron de arrugas, hasta que escupió toda su inquietud por la boca.
—Estupendo —farfulló, malhumorada—. Está bien, puede venir, pero como se acerque a mí te juro que…
Su garganta se calló abruptamente y yo esbocé una sonrisita triunfal. Por primera vez sentí que mi absurdo matrimonio servía de algo. Nadie podía hacerme nada, porque era la esposa del temible Jedram.
Los pies de Khata echaron a andar mientras ella refunfuñaba. No fui la única que la siguió. El lobo negro movió sus cuatro patas con soltura para ir detrás de mí. Como me imaginaba, aunque no hubiéramos querido, ese animal habría venido igualmente.
Salimos del poblado por otra de esas grutas naturales que parecían haber sido excavadas en la montaña durante siglos por el propio viento y la multitud de acuíferos que transcurrían subterráneamente. La piedra, siempre blanca o grisácea, sufría constantes filtraciones de agua que canturreaban sin cesar con su son acuático. Después de caminar entre pretéritas estalactitas y estalagmitas, la luz empezó a verse al final del túnel. Unos cuantos pasos más nos llevaron al exterior, donde nos esperaba el bosque.
—Creía que nunca salíais de esas cuevas —dije, contemplando el entorno.
—Las batallas tienen lugar fuera de nuestro hogar, en el bosque o en claros. Jedram quiere que sepas desenvolverte, aunque estés rodeada de árboles.
—¿Y por qué quiere Jedram que sepa desenvolverme con la espada? —inquirí sin comprender.
Mi acompañante se quedó muda unos instantes, ni siquiera se giró para mirarme.
—Eso pregúntaselo a él —contestó finalmente.
Ah, claro, genial.
Arrugué las cejas. No entendía nada. Jedram me regalaba una espada, una de las mejores y más letales del mundo, y me iba a enseñar a utilizarla. ¿Para qué? ¿No le importaba que intentara huir? ¿No temía que lo hiciera?
Avanzamos por el bosque. El lobo caminaba a mi vera, mirando a un lado y a otro, entretenido con todo lo que se encontraba en derredor. Yo también me deleité en la belleza de los árboles, de sus hojas. Solo había pasado una semana, pero me parecía que hacía tanto que no veía vegetación… El único árbol que había visto últimamente había sido el árbol de la vida.
—Es aquí —manifestó Khata de repente, parándose.
Tuve que detenerme de sopetón, y con reflejos, para no chocarme contra ella. El lobo rondó en círculos, olfateando el terreno, hasta que se quedó a un metro de mí, sentado.
El lugar era un pequeño claro