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noqui se dio la vuelta con súbita rapidez, utilizando sus seis patas para el potente salto.
—¡Noooo! —chillé, impotente por no ser capaz de moverme.
Por suerte Sephis estaba acostumbrado a la acción y brincó hacia un lado, esquivando a la bestia. Sacó su lanza de la joroba del noqui y la dirigió hacia el peludo costado, pero este se dio cuenta y él también se zafó, dándose la vuelta en mi dirección. Al hacerlo, sus ojos rojos otra vez se encontraron conmigo, y con un movimiento incontrolado, el noqui se arrojó a por mí de nuevo.
Con un grito, me aovillé para cubrirme con los brazos. Las fauces del noqui solamente me rozaron el cabello. Cuando descubrí mis pupilas para mirar qué ocurría, vi cómo Sephis tenía una encarnizada lucha contra esa bestia hambrienta.
Sephis… Si le pasara algo no me lo perdonaría jamás. Si le pasara algo, yo…
El terreno comenzó a temblar de repente, y con él, se escuchó un extraño retumbar. El noqui derrapó al detenerse de forma drástica, estaba tan sorprendido y desconcertado como nosotros. Pero también asustado.
¿Por qué?
Mi pregunta pronto se respondió.
Para nuestro asombro, una estampida de noquis apareció entre los árboles. Eran más de cien, más de doscientos…
Antes de que pudiera pestañear, Sephis ya estaba corriendo hacia mí. Se tiró a mi lado para cubrirme con su cuerpo, protegiéndome.
Sin embargo, esas bestias no nos miraron. Ni siquiera se percataron de nuestra presencia.
El noqui que nos asediaba se asustó aún más, pero no por sus congéneres. Lo que le daba miedo era el motivo por el cual corrían. Se unió a ellos, mezclándose entre todos esos cuerpos alargados de los cuales solo se veían continuos borrones rayados.
Sephis se incorporó, dejando mi espalda extrañamente triste y desamparada.
—Están huyendo —se sorprendió.
Me icé para mirar lo que pasaba.
—¿De qué?
—No lo sé.
—Son muchos noquis. —Todavía no daba crédito—. ¿De qué pueden estar huyendo, y de esa manera?
—No lo sé —repitió Sephis con el mismo desconcierto—. Parece un éxodo. Un éxodo a toda prisa.
El último noqui desapareció entre la aplastada maleza, dejando un rastro de silencio y tranquilidad enrarecidos. Ni las diferentes aves de la selva quisieron hacer sonar sus cánticos.
Me levanté, asistida por Sephis, quien me tendió la mano gentilmente. Miramos a un lado y al otro, comprobando que ya no había noquis cerca.
—Parece que ya se han ido —dijo, llevando la vista a la vegetación que teníamos enfrente.
Los caballos aparecieron, resoplando por sus fosas nasales con los restos de su nerviosismo. Sephis avanzó un paso y de pronto su mano tiró de mí. Ambos miramos el amarre con sorpresa. No nos habíamos dado cuenta de que seguíamos cogidos. Le solté, ruborizada y apurada. Sephis mantuvo sus ojos negros sobre mí largo rato, lo que me incomodó bastante.
Otro ruido nos alertó, llamando toda nuestra atención, y los caballos emprendieron otra despavorida huida.
El brazo se Sephis me sujetó por la cintura y me escondió detrás de un tronco precipitadamente. Su cuerpo húmedo pero cálido se quedó pegado al mío por detrás y me quedé sin respiración.
—¿Qué ocurre? —inquirí con temor.
—Hay… varias luces —me desveló él, estupefacto.
¿Varias luces? Asomé la cabeza para poder verlo con mis propios ojos. Se abrieron como platos al ver lo que estaba sucediendo, aunque tuve que entrecerrarlos enseguida.
Efectivamente, varias luces, brillantes como el mismísimo sol, flotaban con rapidez entre los árboles, iluminándolo todo con un fulgor cegador. Advertí enseguida que la dirección que llevaban era la opuesta a la que habían seguido los noquis.
—¿Será eso de lo que huyen los noquis? —Sephis me robó mi pregunta sin saberlo.
—No lo sé… —apenas fui capaz de responder.
Las luces quedaron ocultas cuando se perdieron de nuestra vista, y la selva recuperó su luz normal.
—Veamos adónde van —propuso Sephis, dejando mi espalda abandonada para salir del escondite.
Le cogí del brazo, deteniéndole. Mi gesto le sorprendió tanto, que se quedó paralizado, observándome con una mezcla de asombro y estupor. Yo jamás hubiera hecho eso si no fuera porque me lo pedía un motivo muy urgente.
—No, por favor —le supliqué, haciendo que mis ojos bailaran en los suyos con ese sentimiento—. No perdamos tiempo con eso, Nala nos necesita.
—Pero esas luces… Parece algo importante —rebatió—. ¿Y si se dirigen a la tribu? Los noquis también vienen de nuestro territorio, Soka.
Entonces me acordé de mis padres. Los noquis estaban huyendo, percibían el peligro. Y si esas luces se dirigían hacia la tribu…
Nala, mi hermana… La idea de que ella tuviera que esperar un poco más me flageló el alma, pero, una vez más, Sephis tenía razón. No podíamos dejar esto así y marcharnos tan tranquilos. Yo jamás volvería a dormir tranquila si lo hacía, si permitía que mis padres…
Dejé mi mano caer y solté a Sephis.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —cuestioné, buscando respuestas en el suelo.
Sephis posó sus dedos en mi barbilla y me hizo subir el rostro, electrizando todo mi abdomen. Se agitó con más ahínco todavía cuando sus ojos negros se clavaron en los míos.
—Primero recuperar los caballos y averiguar qué es lo que está ocurriendo —manifestó con una mirada valiente y confiada.
FRUSTRADA NALA
Los metales restallaron con fuerza, emitiendo un eco sucinto que se evaporó pronto por entre las copas de los árboles. El lobo negro no perdía detalle. Khata me lanzó otro ataque que se estrelló de nuevo contra la hoja de mi espada, aunque lo hizo con tanta fuerza que me echó para atrás. Por poco me caigo, pero con un salto conseguí guardar el equilibrio.
—Bien, chica loca, lo admito, tu mejoría es increíble —me alabó Khata.
—Gracias a mis reflejos —presumí con una sonrisita.
—Gracias a mí —me corrigió ella con otra.
—Ja —exclamé.
Me quedé a la espera de otro de sus embates.
—No seguiremos. Por hoy ya hemos tenido bastante —dijo, guardando su espada.
—¿Qué te pasa? ¿Acaso me tienes miedo? —me burlé con otra sonrisilla.
Khata me dedicó una mueca exageradamente fingida.
—No me hagas reír —ironizó—. Pronto anochecerá, debemos volver —puso como excusa.
—Ya —dudé entre dientes.
Ajena a mi murmuración, Khata comenzó a caminar. Me guardé la espada, a disgusto, y la seguí para iniciar el camino al poblado. El lobo negro, como de costumbre, no tardó en ir tras mis pasos.
Miré al animal de reojo. Caminaba con gesto indiferente, pero atento a todos mis movimientos. Su largo pelaje de invierno parecía muy sedoso y suave, aunque yo jamás le había tocado. Me mordí el labio, sopesando esa opción. Tenía tantas ganas de poder acariciar a ese lobo…
—Olvídalo, chica loca, no se dejará —dijo Khata de repente sin siquiera girarse hacia mí, adivinando mis pensamientos.