Sol y Luna. Tamara Gutierrez Pardo

Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo


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Jedram, y eso lo cambia todo. Pero si la secuestramos y él renuncia a ella, si conseguimos que renuncie a ella, ese matrimonio quedará anulado. Después, se la entregaremos a Vlakir.

      Mis rodillas se aflojaron y Sephis tuvo que sujetarme.

      —¿Y cómo haremos para lograr que Jedram renuncie a la joven? Sabe que ella va a ser el sacrificio de Vlakir; lo que pierde es mucho mayor que lo que gana, no renunciará —dudó una de las luminiscencias, aunque con reservas ante esa otra luz.

      A pesar de que carecían de rostro pude percibir un aura maléfica en la luz dominante que sonreía con malas pretensiones.

      —Si ella se lo pide, si ella se lo suplica, si ella quiere entregarse, no le quedará más remedio que hacerlo —afirmó—. Y nosotros nos encargaremos de que se lo suplique.

      Sephis y yo nos miramos, temiéndonos lo peor. El resto de luces parecieron tener el mismo discernimiento y se giraron para observar a la tribu. Apenas tuve tiempo de respirar cuando se abalanzaron sobre mujeres, hombres y niños. Mis padres también fueron atrapados por esas voraces luminiscencias.

      ¡No!

      Di un paso para entregarme. Quizá si me cambiaba por la tribu… Pero Sephis me detuvo. Al mirar sus ojos comprendí qué intentaba decirme. No conseguiríamos nada si yo me entregaba. Al revés, conseguiríamos menos que si partíamos de nuevo hacia la tribu tika.

      Si avisábamos a Nala, quizá pudiéramos planear algo.

      Sephis tiró de mí y comenzamos a alejarnos de allí, dejando atrás los gritos y el terror. Dejando atrás a mis padres… A los suyos…

      —Mamá… —musité con lágrimas en los ojos, sin dejar de mirar esa zona que ya se ocultaba entre los árboles.

      —Estarán bien —aseguró Sephis con confianza. Sesgué mi compungido semblante hacia él. Se le veía tan seguro…—. Los necesitan vivos, no les harán nada hasta que tengan a Nala.

      Espiré, nerviosa. Por mis padres, por Nala…

      —¿Qué vamos a hacer? —pregunté, perdida—. ¿Qué podemos hacer nosotros?

      Llegamos ante los caballos y Sephis soltó mi brazo para montar.

      —Todo lo que esté en nuestra mano —aseveró, clavándome una mirada resolutiva.

      Mi cabeza se fue a mi lado en el lecho, como todas las mañanas. Y como todas las mañanas esa parte de las pieles estaba vacía. Suspiré y me incorporé, quedándome sentada sin apartar la vista de ahí. Doblé mis rodillas para recogerlas con mis brazos y suspiré.

      Mis ojos, perezosos y cansados, se escaparon al otro lado, y entonces la sorpresa invadió mi rostro repentinamente. Era… mi espada. ¡Mi espada! Nerviosa y emocionada, me abalancé hacia ella para cogerla. Comprobé que el grabado continuaba en el mismo sitio de siempre, así como las marcas de los entrenamientos. ¡Sí, era mi espada! Sonreí con ganas, no podía evitar esa sonrisa cada vez que la miraba, me encantaba practicar con ella. A pesar de Khata, claro. Me encantaba el sonido metálico que producía cada vez que hacía estallar su filo contra el de Khata, me encantaba cómo me pesaba en las manos, la sensación triunfal cada vez que la alzaba, incluso el olor de su metal.

      El hormigueo de mi estómago me bloqueó durante un instante cuando reparé en que esto había sido obra de Jedram. Podía haberle encargado otra a Kog y en unos días hubiera dispuesto de una espada similar, pero había vuelto al bosque para ir a buscar esta que ya consideraba tan mía…

      ¿Por qué lo habría hecho? ¿Era por lo que le había dicho mientras huíamos de la niebla negra?

      Un movimiento captó mi atención repentinamente, y, de pronto, todo mi abdomen sufrió una explosión que se ramificó en un cosquilleo alocado. Jedram salía de su alcoba, preparado para marcharse a donde quiera que se fuera cada amanecer. Eso también me indicó que había ido a buscar mi espada en plena noche. Sus ojos violetas se clavaron en los míos con ahínco, sucediendo a la sorpresa inicial por verme levantada a estas horas tan tempranas. El ajetreo en mi estómago aumentó. Su mirada era tan intensa que traspasaba cualquier frontera sobrenatural.

      Sus pupilas solo se despegaron de las mías cuando las oscuras botas de piel de oso iniciaron la andadura hacia la salida. No fui capaz de decir nada. Jedram se perdió por el estrecho pasillo hasta que escuché cómo la puerta se cerraba.

      La extensa pradera de ese claro donde Khata, el lobo y yo nos habíamos sentado a descansar difundía su fresco verdor con gracia y descaro, como si fuera un acto de rebeldía ante los gruesos y centenarios árboles que lo bordeaban. Algunas flores precoces ya exhibían sus pequeños y delicados pétalos, anunciando la cercanía de la primavera.

      Me quedé absorta contemplando esa estampa, estudiando cómo el sol, cómo los cálidos rayos de la diosa Sol, se colaban entre el ramaje, creando un juego de luces y sombras que se extendía sobre el prado.

      La diosa Sol… Mi tribu… Mi familia… Mi Sephis… Hacía tanto que no sabía de ellos. Había contado hasta treinta y cinco lunas desde mi llegada aquí, y todo seguía como al principio, todo seguía igual. Nada, excepto mis adoradas clases con Khata, había cambiado, todo se había quedado estanco. Si no fuera por estas clases con la espada, ya hubiera empezado a volverme loca.

      Mi vista osciló hacia la espada, y otra vez pensé en Jedram.

      —¿Qué te tiene tan abstraída? —me preguntó Khata, sacándome de mi mundo interior repentinamente.

      —Nada —disimulé, apartando las pupilas de la espada.

      —Vamos, hoy no has estado nada centrada. Algo te pasa —adivinó. Su boca jugueteaba con una brizna de hierba—. ¿Qué ocurre? ¿Jedram sigue sin follarte?

      Le fulminé con la mirada, pero solo conseguí que Khata sonriera con autosuficiencia.

      —No, y no quiero que lo haga —solté, sesgando el rostro hacia el otro lado, enfurruñada.

      —Claro que sí, estás deseando que lo haga. —Rio.

      Mi cara regresó a ella con ofensa.

      —¿Acaso dudas de mi palabra?

      —Sí, le deseas —reiteró, afirmó—. Le deseas tanto como le desean todas.

      Por un momento me quedé sin argumento, sobre todo cuando recordé el cuerpazo desnudo de Jedram junto a ese lago ardiente y el instinto que despertó en mí, mas afortunadamente espabilé.

      —No es a Jedram a quien deseo —repliqué.

      Eso llamó su atención.

      —¿Ah, no? —se inclinó hacia delante para mirarme con atención.

      —Estoy enamorada de otro.

      —¿De quién?

      —De mi Sephis. —Sonreí.

      —¿De tu Sephis?

      —Sí. Le quiero.

      —¡Ja! Eso lo dudo —cuestionó.

      Mis ojos le acribillaron de nuevo.

      —Por supuesto que sí. Le amo —recalqué, molesta.

      —¿Y quién es ese Sephis, si puede saberse? —se interesó, aunque continuaba sin creérselo.

      —Es el chico más guapo y maravilloso de mi tribu. —Mi cara se iluminó otra vez solo con recordarle. Mi gesto se torció al confesarle la segunda parte de la explicación—. Bueno, y el novio de mi hermana. El exnovio —maticé al instante.

      Khata, sorprendidísima, exhaló y pegó un pequeño bote.

      —¿Has follado con el novio de tu hermana?

      —Claro que no —le miré con desagrado, ofendida.

      —Pero lo intentaste —me


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