Sol y Luna. Tamara Gutierrez Pardo

Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo


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      Tras malgastar unos segundos en quedarse paralizada, Khata regresó a su posición relajada de antes.

      —Entonces no estás enamorada de él —afirmó, metiéndose el hierbajo de nuevo en la boca.

      —Por supuesto que lo estoy —refuté, indignada.

      —Déjame adivinar. Tu hermana es perfecta en todo y tú eres la oveja negra de la familia.

      —¿Cómo lo sabes? —pestañeé, asombrada. ¿También tenía dotes de adivina?

      Khata soltó una pequeña carcajada.

      —Solo hiciste que tu Sephis te besara para pisotear a tu hermana.

      ¿Pero cómo sabía que había sido yo la que había incitado ese beso? Sí, debía de ser adivina. Fruncí el ceño y resoplé por la nariz.

      —No, yo le quiero.

      —Sí, porque es el novio de tu hermana. Bueno, ahora el exnovio, por tu culpa.

      Un ácido espeso y burbujeante cargado de remordimiento quiso aflorar por mi garganta. Pero no le dejé.

      —Mira, piensa lo que quieras, me da igual —bufé, volviendo la cara—. Yo amo a Sephis.

      —Pero no es con él con quien tienes pensado follar —rebatió.

      Jaque.

      Esto era increíble. Lo que estaba oyendo me pareció tan indignante, que mi semblante se fue hacia ella lentamente, e incluso me quedé muda.

      —Dime, ¿cuántas veces piensas en tu Sephis? —inquirió sin darme cuartel.

      Su pregunta me dejó un poco tocada. Pero, aun así, respondí.

      —Todos los días. A todas horas —añadí en el último momento, ofendida.

      Mis esfuerzos fueron en vano. Khata enseguida captó mi mentira, como adivina que era. Sí, era adivina, estaba segura.

      —No era en él en quien pensabas hace tan solo un rato —refutó.

      Jaque mate.

      Esta vez exploté.

      —No me queda más remedio que pensar y follar con Jedram. Me ha obligado a que me case con él, ¿recuerdas? Pero da igual lo que ese monstruo pretenda, mi corazón siempre le pertenecerá a Sephis.

      Para mi enorme sorpresa, Khata saltó como un resorte.

      —Eres una estúpida, una cegata —me regañó. Espiré con ofensa, aunque he de admitir que lo que dijo acto seguido me hizo callar—. Todo lo que Jedram hace es para protegerte. ¿Por qué crees que te ha regalado esa espada? ¿Por qué crees que te ha regalado estas clases conmigo? Y encima te respeta. ¿Cuántos hombres de por aquí crees que te respetarían en la primera noche, en la noche de bodas? ¿Cuántos crees que te respetarían tantas noches? Si Jedram lo hace es porque le interesas de verdad.

      Sus palabras, y el remolino que se agitó en mi estómago, me dejaron tan paralizada que fui incapaz de rebatir nada. Me quedé sin aliento. ¿Sería verdad? ¿Sería verdad que no me tocaba porque me respetaba? Contemplé la espada una vez más y no pude evitar rememorar a Jedram, a su incursión en el bosque por la noche para ir en busca de ese filo al que tanto cariño había cogido.

      —¿Tú crees que le gusto? —pregunté quedamente.

      —¿Estás de broma? Las mujeres de la tribu se pelean y se tiran de los pelos solo para conseguir una mirada suya. Imagínate lo que harían para ser su esposa. Pero Jedram ha ido a buscarte a ti, se ha casado contigo. Si ha hecho todo eso es porque le gustas.

      Mi abdomen volvió a revolucionarse.

      —Pero si apenas me conoce… —murmuré, confusa.

      —Te conoce —afirmó Khata—. Te conoce mejor de lo que crees.

      Mis pupilas se dispararon en su dirección. Iba a preguntarle por qué lo decía, pero no hizo falta. Mi primer beso, ese mágico e inolvidable beso que todavía hacía temblar mis piernas, se presentó con contundencia en mi memoria.

      —¿Y de qué quiere protegerme? —inquirí con un hilo de voz, descosido por mi desconcierto.

      A Khata se le vio visiblemente incómoda. Se sacó el hierbajo de la boca y se me quedó mirando.

      —De Vlakir —me reveló a desgana.

      Por primera vez, el lobo levantó la cabeza de su siesta con un gañido vigilante para prestarnos atención.

      —¿De Vlakir? —indagué. Ya había oído ese nombre. Entonces, caí en algo en lo que no había caído hasta ahora—. ¿Quién es? ¿Tiene… algo que ver… con la niebla negra?

      —No nos está permitido hablar de él —dijo, repentinamente seca y brusca.

      —Si la niebla negra la crea Jedram…

      —No está permitido —repitió, y su voz y sus ojos fueron mucho más exigentes y autoritarios que antes.

      —¿Por qué? —suspiré, harta de tanto secretismo.

      Se hizo un silencio de lo más frío; si el lago caliente hubiera estado justo al lado, se habría congelado. Khata se introdujo la hierba en la boca de nuevo y se tumbó, zanjando el asunto. Incluso el lobo volvió a echarse. Preferí no continuar con ese punto, aunque no tenía pensado dejarlo así, desde luego. Tenía que saber quién era Vlakir y por qué Jedram me estaba protegiendo de él.

      —Se supone que eres la esposa de Jedram, así que tarde o temprano tendrás que olvidarte de ese Sephis —me recalcó Khata, desviando el tema para recolocarlo donde lo habíamos dejado.

      Eso nunca. Aunque la primera parte de su estúpida frase captó casi toda mi atención.

      —¿«Se supone»? —arrugué las cejas con extrañeza.

      Khata me observó, y la seriedad resbaló por sus facciones.

      —Jedram no te ha tomado todavía.

      —Vaya descubrimiento —farfullé por lo bajinis, sesgando la cabeza de nuevo.

      —Lo que intento decirte es que no serás su esposa del todo hasta que no consumáis el matrimonio. Si alguien más se entera de esto serás una burla aquí.

      Mi rostro se giró hacia ella súbitamente.

      —No se te ocurra decírselo a nadie —quise soltarle una súplica, pero lo que se me escapó fue una ligera amenaza.

      —No lo haré, tranquila —me calmó, ella relajada—. Pero si la gente se entera jamás obtendrás su respeto. Para ellos no serás su esposa, y con el tiempo te convertirás en una marginada.

      —Es cierto. No lo saben, pero lo intuyen. —Exhalé una bocanada de aire por las fosas nasales—. Por eso soy un cero a la izquierda.

      —Exacto —asintió Khata mientras movía la brizna de hierba con la propia boca.

      —¿Y qué hago? —exhalé, buscando algún plan en el terreno.

      —Pues lo que hacemos algunas cuando queremos desahogarnos. Seducirle y follar con él —contestó sin más.

      —¿Desahogaros? —Mi vista se fugó hasta ella.

      —Sí, ya sabes. El sexo es salud, chica loca.

      Me quedé de piedra.

      —¿Tú ya has…? ¿No eres… virgen?

      —Por supuesto que no, ¿crees que una mujer en un campo de batalla puede durar mucho tiempo pura? —afirmó, haciendo que sus ojos subieran y bajaran por mí como si yo estuviera ida. Luego, se incorporó con rapidez y su boca esbozó una sonrisa socarrona—. Tú sí lo eres, ¿verdad?

      —Sí —murmuré de mala gana, arrancando una hebra de hierba para tirarla con el mismo espíritu—.


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