Vergüenza. Группа авторов
la dirección espiritual con cualquier otro cargo y, además, sumarle lo normativo, afecta a la acompañada y provoca severas distorsiones… “Que una sola persona controle y evalúe permanentemente todo lo que tú haces, desde tu vida de oración, tu salud física, cuantas veces vas a ver a tu familia, cuanto rato usas internet, como te vistes, cuánta plata tienes para gastos ¡todo! Es muy duro”. Las prácticas controladoras e invasivas de la intimidad, como abrir y revisar las cartas recibidas y por mandar, aprobar las visitas que se reciben o se hacen, hablar con los médicos o psicólogos sin el consentimiento de la afectada, entrar al baño mientras la otra persona está en la ducha, irrumpir en el dormitorio a medianoche con peticiones ambiguas o francamente inadecuadas, pero todo disfrazado de “cuidado”, y muchas otras prácticas de control constituyen —sin lugar a duda— dinámicas abusivas que solo quitan la libertad y enferman a las postulantes, religiosas o consagradas. Al recordar, Florencia explica: “¡Si hasta nuestra oración estaba manipulada! Estaba todo tan manchado y manipulado que ni siquiera nuestra oración era auténtica. Después de tanto tiempo buscabas la verdad… y ¿¡dónde estaba la verdad!? ¿A quién le pedías ayuda?”.
Este tipo de relaciones abusivas generan relaciones de dependencia muy insanas entre la dirigida y su directora o superiora. “Me tocó ver cosas increíbles: pataletas de mujeres de 30 a 40 años porque la directora no te podía atender, donde tú ves que la soledad y la dependencia era extrema. Una personalidad más débil era muy susceptible al abuso”5.
En las congregaciones y movimientos de mujeres —también en muchos masculinos— hasta los tiempos libres están estrictamente normados. Antonia recuerda que su superiora le dijo que debía aprender a tocar guitarra porque lo necesitaban para la misión.
Varias veces pedí dedicar más tiempo a leer en vez de a tocar guitarra. Porque siempre me ha encantado leer y estudiar. Y ni siquiera en eso fueron capaces de ceder un poco. Cuando en el noviciado volví a pedir usar el tiempo de la guitarra para otra cosa, la respuesta de mi maestra de novicias fue que no. Que como yo venía de una familia de clase alta —me dijo— y tenía estudios universitarios, había tenido muchas oportunidades en mi vida. Y que ahora lo que me tocaba era aprender a obedecer.
Y Florencia recuerda:
Los domingos nos hacían jugar básquetbol, todos los domingos, atroz, para mí el domingo era un estrés. Después, en las vacaciones nos hacían subir montañas, yo lloraba, con mis zapatillas Adidas de esa época. No había espacio para que yo pudiera encontrar mi propia forma de descansar, no podía hacer nada sola, todo tenía que ser en la comunidad. Yo odiaba subir montañas… Yo solo pedía que me dieran al menos veinte minutos para tejer.
Las exigencias desmedidas con las que viven religiosas y consagradas pueden atentar gravemente contra su salud física y psíquica. “Si no hay espacio para la fragilidad y todo se reduce a si tienes o no tienes vocación, ¡se simplifica la complejidad del ser humano!”, afirma Antonia.
El descuido de superioras o directoras por la salud de las novicias o de quienes se preparan para la consagración, fue algo recurrente en estas entrevistas. Antonia, por ejemplo, recuerda:
Junto con la depresión empecé a somatizar. Además del cansancio, el desánimo y la pena permanente, se me cortó la regla por casi seis meses. No fue hasta que salí del noviciado y volví a la casa de mis papás que mi ciclo volvió a la regularidad. Frente a eso la respuesta fue: “Es normal en el noviciado”. El noviciado parecía ser esta experiencia tan extrema que la superiora consideraba que todo lo que me pasaba anímica y físicamente, era “normal”. Entonces, no necesitaba de ningún cuidado. En el fondo, mi propia experiencia de sentir que lo que me estaba pasando no era normal, fue descartada.
La falta de control médico, los diagnósticos y tratamientos errados, con las respectivas consecuencias, hacía que muchas tuvieran bastante mala salud, Florencia recuerda que “descubrimos que a algunas las habían hecho operarse de cosas que no necesitaban, a otras se les daban remedios muy fuertes”. Más aún, continúa…
Les pasó a algunas que se salieron y se podrían haber casado, pero idealizaron la consagración y muchas se operaron y las vaciaron, les sacaron el útero. Se operaron mientras eran consagradas. Nunca supimos si era por indicación médica de verdad… o puede haber sido cualquier cosa, pero varios casos…
Después de todo lo vivido y conocido en la Iglesia, muchas de las que ejercieron poder, sea en congregaciones religiosas o en movimientos de consagradas, empiezan a tomar conciencia… Luisa (33) afirma: “Yo he escuchado a algunas directoras pedir perdón por lo que hicieron. Yo creo que no eran malas personas, pero estaban en un sistema tan abusivo, tan estricto que hacían lo que tenían que hacer”.
Toda persona que fue directora abusó de su poder y, es más, yo misma, me he dado cuenta de que en mi apostolado abusé de mi poder. Si a mí me negaban permisos o me decían que no, yo también hice lo mismo con mis colaboradores. Yo también tendría que pedir disculpas a algunas6.
Yo creo que todavía no logro darme cuenta del abuso de poder y de conciencia que había. Incluso empecé a escuchar casos de abuso sexual. Todo ha sido muy chocante. Fui sabiendo casos de abuso sexual de compañeras mías y maltratos de otras consagradas que ya estamos afuera7.
Otro tipo de abusos padecieron mujeres laicas. Cuando estalló el caso Karadima, gracias a los testimonios de Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo, nadie o casi nadie, se preocupó por las mujeres que habían sido dirigidas espirituales del exsacerdote. Elena (52) fue una de ellas. Recuerda que pololeaba con uno de los jóvenes de la parroquia, uno de los “favoritos”. Ella quiso contarle al padre Fernando de su relación, pero su pololo le pidió que no lo hiciera, “el padre no puede saberlo”, fueron sus palabras. Se lo ocultó a su director espiritual durante un par de meses y al contarle, “él me dijo que eso no podía ser, que debía terminar inmediatamente porque él estaba reservado para Dios, que Dios lo había escogido y que yo no podía entrometerme”. Mientras a él le decía algo similar, agregando que ella lo estaba distrayendo, que él estaba “reservado” para Dios. Y desde ese día, recuerda, “el padre Fernando se propuso presentarme a otra persona. Me presentó a un hombre de la misma parroquia”. La intrusión de Karadima en las elecciones de pareja y su manipulación para armar y desarmar parejas era habitual. En el caso de Elena, ella y su pololo debieron terminar. Años después, él se ordenó de sacerdote y ella se casó, tuvo hijos y hoy está separada.
EL MIEDO AL CUERPO
La mayoría de las mujeres abusadas en nuestra Iglesia no son religiosas y no levantarán nunca la voz. No se mostrarán en público. Guardarán el abuso como un oscuro secreto que no debe ser develado ni siquiera ante el marido. Porque cuando unas pocas se atrevieron a abrir el corazón con un confesor o acompañante espiritual —varón— se encontraron con sesgadas y machistas respuestas como “y usted ¿no cree haber hecho algo que motivó la violación? ¿no puede ser que lo haya incitado?”. Otro, “¿cómo andaba vestida? A lo mejor andaba provocativa…”. Y otro más, “¿no habrá estado muy escotada?”.
El intento masculino por dominar el cuerpo y la sexualidad de las mujeres ha sido habitual en la sociedad. En la Iglesia, sin embargo, a través del sacramento de la confesión y de la dirección espiritual, ha tenido consecuencias insospechadas.
Marta (68), profesora básica y de religión de un colegio de hombres, recuerda que un año tuvo un desempeño notable como organizadora y directora del evento de fin de año y entrega de notas del colegio. “Yo estaba medio inflada porque todo había salido muy bonito”. Sin embargo, el lunes a primera hora recibió un llamado del rector.
El rector me dice que supo que el día de entrega de notas de los niños yo andaba con un vestido muy escotado, que me recordaba que era un colegio de hombres, que yo debía saber comportarme y vestirme, que no quería saber nunca más que anduviera con una ropa así, que yo había hecho un papelón,