Vergüenza. Группа авторов
con un calor enorme! y yo tenía muy poco busto, era casi plana, no sé qué mostré o qué me vio. Lloré mucho, me sentí muy mal, le conté a mi marido, esto me duró muchos días, mi corazón quedó herido, no podía entenderlo.
La imagen femenina que muchos sacerdotes han internalizado es muy compleja. Por un lado, es la madre que debe ser respetada y cuidada —María— y, por otro, es la tentadora, la seductora —Eva—. La relación del clero con las mujeres y lo femenino es algo, a todas luces no resuelto. Baste recordar las reveladoras declaraciones de Renato Hevia, exsacerdote, al referirse a la conducta del jesuita Renato Poblete: “era picado de la araña ¡qué le iba a hacer!”8. O la experiencia de Marta que con 25 años o poco más, recuerda que, en una confesión, al revelar su vanidad, el sacerdote le dijo que “debió haber sido bataclana y trabajar en un cabaret” y no profesora de un colegio.
La irrupción de las mujeres en la arena pública ha hecho caer modelos y paradigmas en todos los ámbitos. Sin embargo, el cuerpo y la sexualidad femenina siguen siendo un terreno pantanoso. La sexualidad no es solo una condición humana, sino también un terreno de lucha política y de emancipación9, por eso hay ahí una enorme tarea pendiente en nuestra Iglesia. Y muy específicamente con relación al cuerpo y a la sexualidad femenina y a cómo los varones célibes se relacionan sanamente con ellas. Y esto debe hacerse desde la formación sacerdotal porque cuando no se hace, se corre el riesgo de que esos futuros sacerdotes no puedan integrar lo femenino ni su propia sexualidad y afectividad.
El modus operandi habitual en el acoso a las mujeres es la ambigüedad, los chistes en público, las bromas de doble sentido, siempre en público. También el rechazo o los acercamientos desconcertantes. Lo saben bien alumnas y exalumnas de la facultad de teología de la Universidad Católica. Varias recuerdan el profundo cambio que experimentaron en su aspecto físico al entrar a la facultad: “si alguien nos miraba, no sabían si éramos monjas o laicas”; otra, “nos pasaba que de a poco nos iban intimidando y empezábamos a taparnos”; otra, “un día me miré al espejo y dije ‘esa no soy yo’. Había dejado de arreglarme, usaba cuellos subidos, dejé de maquillarme, ¡parecía monja!”. Y otra…
A todas nos pasaba lo mismo, empezábamos a cambiar nuestra manera de vestirnos, de movernos ¡hasta de hablar! para no sentirte tan observada. Había un grupo que te miraba de lejos, te rechazaba, te miraba con desconfianza… y otro grupo que no sabía cómo acercarse, cómo hablarte, eran terribles, no disimulaban, era como si no se pudieran contener, como si estuvieran amarrados. El trato con las mujeres es muy raro10.
Parece ser que, aún hoy, en el mundo católico las mujeres siguen siendo normadas con la llamada “estética de la devoción” decimonónica. Esa vestimenta “de tipo puritano, severa, falta de elegancia y descuidada”11 que protegería del abuso, de la violación y del acoso de todo tipo y, más importante aún, protegería a los varones de la tentación: “Una vez, un cura, compañero, me dijo que por favor no lo tentara y yo le dije que obvio que no, que yo lo iba a cuidar… y hoy me acuerdo y digo ¡esto es horrible!”12.
En la Iglesia, la normalización del abuso hacia las mujeres llega a tal punto, que cuando algunas se atrevieron a hablar de los abusos y violaciones cometidos por sus propios maridos, en matrimonios sancionados sacramentalmente, hubo un sacerdote —su guía espiritual o su confesor— que las escuchó cariñoso y atento, pero al terminar el relato les dijo “esas cosas pasan en los matrimonios [golpes]”13 o “a veces los hombres se despiertan a medianoche y necesitan desahogarse y ¡qué bueno que esté ahí usted, su mujer! [violación]”14 o “tenga paciencia, es que los hombres son ‘niño y orgullo’ y a veces hacen tonteras [violencia psicológica y económica]”15.
Resuena en estas declaraciones el eco de León XIII parafraseando al apóstol Pablo: “El hombre es la cabeza de la mujer, tal como Cristo es la cabeza de la Iglesia… la mujer debe estar sometida al marido y obedecerle, no a modo de sierva, sino de compañera, es decir, de tal modo que el sometimiento que ella le presta no se aparte del decoro ni de la dignidad”16.
Ninguna de esas mujeres podía apartarse del “decoro ni de la dignidad” gracias a un rector, a un director espiritual o a un código socio eclesial tácito que las mantendría “controladas”. Tampoco Consuelo (54) quien, gracias a su marido, católico observante y muy devoto, dejó de experimentar el orgasmo el día que se casó por la Iglesia porque él la quería como madre de sus hijos y “no como puta en la cama”. Ella (ellas, ¡tantas!) cumplieron con su responsabilidad conyugal: “Yo sentía que era mi deber, tenía que pasar cuando él quería, era mi deber… como él quería… y yo estaba ahí, nunca le dije, nunca más sentí un orgasmo desde el día que me casé por la Iglesia”. Y Consuelo continúa:
Yo siempre estaba en la fila de la confesión por “actos impuros”. Eso me ha hecho mucho daño, en alguna parte de mi personalidad… me sentía indigna porque tenía deseo sexual, ¡la culpa!, ¿cómo tuvimos esta formación tan rígida? ¿Y cómo yo no fui capaz de salir de ahí? Nos hicimos mucho daño y ese daño está en alguna parte, lo que te decía, un cura era la verdad absoluta, era la palabra de Dios, la voluntad de Dios transmitida por el cura ¿tú crees que yo iba a hacer algo distinto? ¡no, pues! Me podía ir al infierno. Hoy te lo cuento y me siento ¡tan estúpida!
La sexualidad de muchas mujeres católicas ha estado profundamente dañada por un discurso represivo de su deseo sexual, de su erotismo. Y hoy, cuando ese discurso hace agua por el comportamiento de quienes lo esgrimían, surge la rabia y el dolor. Una rabia que sube desde las entrañas y remece y mueve y estalla y enferma.
Tuve depresión. Estoy en tratamiento por el tema de los abusos y el dolor y la rabia que me causó. En todo este proceso interno me di cuenta hasta qué punto me había hecho daño a mí misma y a mi matrimonio el haber obedecido tanto el discurso del clero, porque ahora tengo claro que era solo un discurso. Lo que ellos hablaban en relación con el sexo, me dañó terriblemente. En algún momento pensé que me habían castrado sexualmente porque no era libre con mi marido, siempre sintiendo vergüenza, no me atrevía a esto, no me atrevía a lo otro… terrible. Hubo un tiempo que estuve muy avergonzada de mi cuerpo, por mi deseo sexual… mi matrimonio salió aportillado en muchas ocasiones17.
La confesión y el acompañamiento o la dirección espiritual han sido muy efectivos para normar la vida sexual de las mujeres y, a través de ellas, la vida sexual de muchas parejas que vieron cómo en sus matrimonios se introducía sigilosamente un tercero que tomaba las decisiones más íntimas, las de su propia experiencia sexual matrimonial. No sospechaban que se estaba abusando de su conciencia18. Cuando Consuelo tenía tres hijos se enfermó. Estuvo mal y le costó recuperarse. Con su marido decidieron usar preservativo para evitar otro embarazo, ella no se sentía con fuerzas: “Entonces, fui a hablar con mi confesor, le expliqué y él me dijo que ‘tenía que consultarlo’”. Cuando volvieron a encontrarse para escuchar la respuesta, el sacerdote le dijo que si usaban preservativo ni ella ni su marido podrían volver a comulgar “por no estar abiertos a la vida en el acto sexual”. Y continúa su relato:
Y yo la tonta le hice caso. Nosotros íbamos a misa y no comulgábamos. Una cosa que es un problema de pareja, si un cura te dice que no puedes comulgar porque estás haciendo algo impropio, imagínate lo mal que uno se siente, sin poder comulgar ¡qué absurdo! Hacerle caso al cura… Sentía mucha culpa, ¿por qué tengo