Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ. Amy Newmark
de que pisara una cancha de ráquetbol. Me sentí ridícula mientras sostenía mi raqueta. Antes de que empezáramos el “partido”, le lancé un par de miradas asesinas. Los primeros “duelos” fueron demasiado cómicos. Golpeaba tan fuerte la pelota que la enviaba en todas direcciones menos en la que debía.
Aun así, adquirí un decente nivel de habilidad en esa disciplina. Pero justo cuando comenzaba a soltarme, Probaba gustosamente cosas nuevas, con una sensación de entusiasmo. mi amigo decidió ponerme a prueba otra vez.
—No hacemos suficiente ejercicio. Deberíamos jugar tenis.
Aunque éstas fueron sus palabras, lo que yo oí fue: “Te odio y quiero que sufras. Otra vez”.
¿Tenis? ¡No puedo jugar tenis! ¡Requiere habilidades especiales! ¿Qué parte de “No soy una atleta” no entiendes? Me resistí con obstinación a su nuevo intento de arruinar mi vida.
Pese a todo, semanas más tarde me vi de repente en una cancha de tenis, donde me pregunté por qué se había empeñado en humillarme. Corría con torpeza detrás de cada pelota que me lanzaba, fallaba el noventa por ciento de ellas y lanzaba el resto a los matorrales, la otra cancha o sobre la cerca. Cada vez que jugábamos, perdía al menos una o dos pelotas.
Aun cuando los primeros meses fueron penosos, un día decisivo mi raqueta y la pelota se encontraron por fin, en lo que los tenistas llaman el “punto exacto”. Miré asombrada que mi devolución caía con fuerza en el otro lado de la cancha, casi exactamente donde yo la había dirigido. ¡Al fin había aprendido a practicar bien este deporte!
El tenis se convertiría más adelante en uno de mis pasatiempos favoritos. Lo he practicado con fervor durante años muy felices, sólo interrumpidos por una lesión de rodilla.
Mi camino al dominio del ráquetbol y el tenis me enseñó una lección muy valiosa: que puedo hacer todo lo que me proponga. Y que para que alcance resultados basta con que haga un esfuerzo. Si no hubiera salido de mi zona de confort jamás habría descubierto mi fascinación por el tenis. Ahora probaba gustosamente cosas nuevas, con una sensación de entusiasmo.
Una vez que me atreví a hacer a un lado mi sofocante vida, mi realización aumentó de manera exponencial. Con el paso de los años, probé nuevos platillos, conocí a personas interesantes, practiqué extraños pasatiempos y viajé a lugares hermosos. Abrí puertas que dejaron entrar en mi mundo nuevas y abundantes alegrías.
Cuando descubrí el punto exacto en mi raqueta encontré el punto exacto en mi vida.
~Kristen Mai Pham
Estiramiento en el retiro
Que las cosas sean difíciles no es la razón por la que no nos atrevemos a encararlas; son difíciles porque no tenemos el valor de hacerles frente.
~SÉNECA
Mi esposo tenía ya sesenta años cuando decidió que quería respirar mejor durante los cuarenta restantes. Así, se jubiló después de varias décadas de una carrera compleja y estresante en una clínica universitaria de salud mental.
Aunque llevamos treinta y cinco años de casados y tenemos tres hijos, debo admitir que su transición al retiro fue uno de los retos más grandes que hayamos afrontado en nuestro matrimonio. Desde el principio quedó claro que las tareas domésticas, el tenis con sus amigos, la elaboración de sus guisos preferidos, los proyectos de remozamiento del hogar, el cuidado del perro y la lectura no llenarían el vacío que en él había dejado el abandono de su estimulante y creativo empleo. Por primera vez en décadas, se sintió perdido. ¿Qué haría ahora para hallar propósito y ganarse una vida que le permitiera adoptar un estilo de vida más sano y equilibrado?
La Navidad anterior yo le había regalado la inscripción a una clase de yoga. Años atrás había descubierto la magia del yoga y quería compartir con él ese tesoro. Y pese a que me dio las gracias, esa tarjeta permaneció guardada en su cartera.
—No lo sé, querida. Sabes que nunca me ha gustado hacer ejercicio en grupo.
Como sea, una noche dijo algo sorprendente durante la cena, una vez que había terminado todos los proyectos imaginables, como la reparación del zaguán, una nueva capa de pintura al barandal, el aseo de las ventanas, la reconstrucción de algunos muebles, la organización de los armarios, la limpieza de la cochera y la siembra de plantas en el jardín:
—Creo que voy a usar esa tarjeta de regalo y a tomar mi primera clase de yoga.
Cuando mis hijos eran chicos y anunciaban que harían algo que yo les había sugerido no me emocionaba demasiado, por temor a que mi reacción fuera contraproducente. Así, también en esta ocasión respondí con tranquilidad:
—¡Vaya, qué bueno!
Pero terminé mi brócoli con el corazón alborozado. Pese a que sabía que una sola clase no significaba que él decidiría practicar yoga con regularidad, era un buen comienzo.
Estaba segura de que esta disciplina contribuiría a su flexibilidad y le ayudaría a curar su débil tendón de la rodilla, pero también que la alineación mental que se desarrolla sobre la colchoneta nos ayuda a armonizar con nuestras metas más allá de ella. El paso de una posición a otra nos enseña a transitar con soltura por la vida. El paso de una posición a otra nos enseña a transitar con soltura por la vida. Mi esposo es atleta y siempre ha sido competitivo; así, yo tenía la impresión de que su resistencia inicial al yoga se había debido no sólo a que no le gustara ejercitarse en grupo, sino también al temor de que resultara inepto para esta práctica. Pronto aprendería que en ella no se compite, sino que se actúa sin juzgar. Yo confiaba en que esas lecciones le facilitarían las cosas mientras enfrentaba esta nueva etapa de su vida.
Transcurrieron varios días antes de que él arrojara su colchoneta al asiento trasero del auto y se dirigiera al centro de yoga. Al terminar la clase, le texteé ansiosamente: “¿Qué te pareció?”.
Parco en ocasiones, me contestó: “Bueno”.
Cuando el otoño dio paso al invierno y en Colorado se espació la práctica del tenis al aire libre, el yoga se volvió parte de su rutina. A menudo asistíamos juntos a la clase, y a mí me impresionaba la facilidad con que dominaba posiciones complejas y se paraba de manos y de cabeza, posición que nos recuerda que todos nacimos al revés. Un día me dijo al acabar la clase, mientras salía en reversa de un cajón de estacionamiento:
—Creo que tomaré un curso intensivo para ser maestro de yoga. ¡Sonreí al recordar que no le gustaba hacer ejercicio en grupo!
Las cosas han cambiado desde entonces. Mi esposo ha sido siempre un hombre amable, pero desde que se jubiló y decidió tomar esa clase de yoga ha limado mucho sus asperezas. Ahora respira sin dificultad y su sonrisa es contagiosa. Además, cada uno de nuestros hijos ha adoptado también la costumbre de arrojar una colchoneta al asiento trasero de su auto. Si papá y mamá lo hacen, vale la pena hacer la prueba. El curso intensivo que él tomará para convertirse en maestro implica varios fines de semana durante meses enteros, lo que a mis sesenta años me permitirá explorar la soledad e indagar los recovecos de la independencia, algo que sin duda me enriquecerá y favorecerá a nuestro matrimonio.
La antigua recámara de mi hijo es ahora una soleada sala de yoga con un nuevo y hermoso piso de madera, lo cual sienta las bases para el cambio y crecimiento en los años por venir. Ahí, mi esposo enseña yoga a otros tenistas, pues ya difunde entre sus amigos la magia de esta disciplina. Una tarjeta de regalo se transformó para él en un obsequio bellamente envuelto, que se “estiró” incluso en beneficio de sus familiares, amigos y otras personas.
~Priscilla Dann-Courtney