Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ. Amy Newmark
La recuperación de mi vida
Nutrirte para que florezcas en la dirección que deseas es un objetivo que puedes cumplir, y lo mereces.
~DEBORAH DAY
–No me gustas, mamá —me dijo un día mi hijo de dos años.
—Quizá se deba a que me quieres —repliqué.
—No, es que no eres bonita —¡Vaya! Gracias, mi cielo.
Ser madre de dos niños menores de tres años no me ofrece respiro alguno. Mis mayores prioridades son protegerlos, alimentarlos bien, abrigarlos y mantenerlos relativamente limpios, así que he tenido que reducir mis expectativas de lo que puedo lograr en casa. En lo que se refiere a limpiar y cocinar, he aprendido a “soltar las cosas”. Poner en primer término las necesidades de mi familia ha colocado en segundo plano las mías.
Al terminar el día, cuando por fin tengo tiempo de hacer algo para mí, estoy exhausta. Tomo el control remoto y una copa de vino y me hundo en el sofá a ver un absurdo programa de televisión. Me desconecto. Escapo. Sueño que estoy en una playa o que soy otra persona.
A veces soy un gladiador que trabaja con Olivia Pope en la Casa Blanca en Scandal. Otras, estoy en el rancho con Ree Drummond en The Pioneer Woman y les hago de cenar a los vaqueros. Otras más, gano el trofeo de la bola de espejos en Dancing with the Stars.
Pero la verdad es que llevo pantalones deportivos y estoy sentada en un sillón entre cuyos cojines hay migajas de Cheerios.
Me digo que hago lo que puedo. Sobrevivo. Aun así, mis días son siempre los mismos: los niños, el trabajo de tiempo completo, los niños de nuevo, algo de relajamiento. Cada día me pierdo un poco más. Hace ya mucho tiempo que me despedí de la amante de la diversión que fui alguna vez, y abracé la nueva y desaliñada versión de mí misma.
Algo cambió el día en que mi hijo me reprochó mi fealdad. Esa noche me miré lentamente en el espejo mientras me lavaba la cara, y no porque esa afirmación me haya lastimado, sino porque comprendí que mis ojos habían perdido su luz. Los de mis hijos son mágicos, brillan de asombro, esperanza y espíritu de aventura. Enlisté cuarenta cosas nuevas que debía probar antes de que cumpliera cuarenta años. En contraste, los míos estaban apagados, caídos, tristes. En otro tiempo tuve luz, un paso alegre y un diario repleto de aventuras que ansiaba experimentar.
En lugar de servirme una copa de vino y encender la televisión, esa noche saqué mi pluma favorita y me puse a hacer una lista: para salvarme, salir de la oscuridad y devolverles un poco de luz a mis ojos; una lista para demostrarles a mis hijos que es importante que tengan sueños y los pongan por encima de todo, y para demostrarme que merecía ser priorizada de esa forma.
Una lista para recuperar mi vida.
Ya había hecho muchas listas para entonces, pero no había cumplido ninguna.
Esta lista debía ser diferente. Tenía que ser una combinación de metas posibles de alcanzar y otras que demandaran un poco de esfuerzo. Incluí en ella sitios a los que quería viajar, lo cual supondría ahorrar y disciplinarme. Agregué también carreras y eventos en los que deseaba participar, lo que implicaría hacer ejercicio y alimentarme sanamente. Incluí la lectura de quinientos libros, lo que significaría apagar la televisión. Integré actividades que había querido probar desde siempre. Recordé mis antiguas aficiones y las añadí a la lista. Y al final dejé cinco espacios en blanco, que llenaría más tarde.
Enlisté cuarenta cosas nuevas que debía probar antes de que cumpliera cuarenta años. Me quedaban seis años. Hacer esa lista fue el primer paso, tal vez el más fácil. Tenía que tomar impulso.
La primera meta que quería lograr era la de participar en un Polar Plunge para recaudar fondos para las Olimpiadas Especiales. Vivo en Minnesota, y por alguna extraña razón me atraía enormemente zambullirme en un lago helado en pleno enero. Era una aventura, algo novedoso. Cada año, mis compañeros de trabajo formaban un equipo que participaba en ese evento, pero yo había estado embarazada los dos últimos. ¡Éste sería mi año!
La mañana del Polar Plunge adopté mi look deportivo de la década de 1980: mallas verde neón, calentadores de un rosa subido y cola de caballo de lado. Mi hijo me miró y sonrió de oreja a oreja.
—¡Estás preciosa, mamá!
Quizá, sólo quizá, ya había una nueva chispa en mis ojos.
Mientras me acercaba a la plataforma para saltar al lago helado, la emoción casi me asfixia. ¿Me congelaría por completo? ¿El miedo me paralizaría? ¿Cuánto frío iba a sentir? ¿Sumergiría la cabeza? Tomé de la mano a mis amigos y me olvidé del temor. Acepté el reto. Saltamos juntos, con una O en la boca a la par que gritábamos de expectación y terror.
Cuando salí del lago, me sentía orgullosa y feliz. No paraba de gritar: “¡Lo logré!”. Sin embargo, el momento más emotivo fue cuando llegué a casa. Después de que me acercó un bolígrafo, mi esposo me acompañó hasta mi lista, pegada en la puerta del refrigerador, y taché en ella el punto número uno. Con ese plumazo inicié la recuperación de mi existencia.
Todos los que participamos en el Polar Plunge recibimos una camiseta azul de manga larga. Siempre que me la pongo, mi hijo me pregunta:
—¿Ésa es tu camiseta del Polar Plunge?
Y contesto orgullosa:
—¡Sí!
En varias ocasiones me ha dicho:
—Yo también quiero hacerlo, mamá.
Me alegra mucho que recuerde que salté a un lago helado y quiera hacer cosas conmigo.
Me recupero poco a poco. Cada meta que tacho de mi lista representa una pieza de mí que se restaura. Le demuestro de ese modo a mi familia que es importante soñar, y a mí misma que lo merezco. Seguir empeñada en hacer cosas que siempre he querido me entusiasma mucho. Ya me puse en contacto con amigos y familiares, y varios de ellos me acompañarán en algunas de mis aventuras de los seis años próximos. Es así como reconstruyo mi comunidad, mi aplomo y principalmente a mí misma.
~Leah Isbell
El percherón
La palabra intenta no significa nada. Jamás intentas hacer algo. Tan pronto como inicias una tarea ya estás haciéndola. Lo importante es que la termines.
~LA TISHA HONOR, TEEN ROACH
Nunca fui un velocista. En mi infancia, siempre que competíamos en la carrera de 50 o 400 metros planos, la competencia de los sacos o cualquier otra prueba de atletismo, yo acababa entre los últimos.
Ya adolescente, y como miembro del equipo de beisbol 14th Ward American Legion, tuve el honor de ser el corredor más lento. En los entrenamientos previos a la temporada, el entrenador formaba en la diagonal de la cancha de la Taylor Allderdice High School a sus dieciséis jugadores, para que corrieran los 100 metros hasta la diagonal opuesta. Si terminábamos como parte de la primera mitad, podíamos retirarnos. Pero si nos contábamos entre los ocho últimos, teníamos que correr otros 100 metros. Así, ocho corríamos de nuevo, y los cuatro primeros de ellos podían marcharse. Los cuatro restantes se reducían después a dos, y finalmente estos dos a uno.
Yo era siempre el que corría en solitario al final.
Así, veinte años más tarde, cuando a los treinta y ocho me inscribí en mi primera y única carrera oficial —el Pittsburgh Mount Oliver Two-Mile Challenge—, no tenía ni de lejos la menor esperanza de que ganaría.
Entré porque un amigo de la universidad, Jim Hosek, era el director de la carrera y me pidió