Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ. Amy Newmark

Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ - Amy Newmark


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me situé en la línea de salida, donde esperé el inicio de la carrera en compañía de doscientas cincuenta o trescientas personas más.

      Llevaba poco tiempo ahí cuando alguien avisó en un micrófono:

      —Si pesas más de 90 kilogramos, pasa por favor a la báscula.

      Cuando oí este anuncio, dos pensamientos pasaron por mi mente. Uno, ¿qué tiene que ver el peso con una carrera? Y dos, creo que yo peso más de 90 kilos.

      Yo era siempre el que corría en solitario al final. Fui a la báscula y un señor me pidió que me subiera en ella.

      —¡Noventa y dos kilos! —anunció—. Perteneces a la división Percherones —anotó en una hoja el número que yo llevaba en la espalda.

      Supongo que debí preguntarle qué significaba pertenecer a la división Percherones, pero no lo hice.

      La carrera empezó poco después.

      Casi todos salieron disparados delante de mí y otros me rebasaron en el camino. Sin embargo, al menos una docena caminaba en vez de correr, así que tuve la certeza de que no ocuparía el último lugar.

      La pista no fue fácil. Gran parte de ella era cuesta arriba. Además, el día de la carrera, jueves 4 de agosto de 1988, la temperatura llegó a 33 grados en Pittsburgh. Y esa tarde, al comenzar el evento, no había refrescado aún y había mucha humedad.

      Aunque la carrera era de sólo 3 kilómetros, unos voluntarios tendían vasos de agua a los corredores. No tomé ninguno; temí perder el ritmo, que el agua bajara por el conducto equivocado o que yo dejara de correr.

      Terminé con un tiempo de 22:21. El ganador fue Dan Driskell, de treinta y siete años, de Mt. Lebanon, quien llegó en 10:20.

      Para poner esto en perspectiva, Driskell concluyó la carrera un minuto antes de que yo llegara a la mitad.

      Como ya dije, nunca fui un velocista.

      Cuando llegué a la meta, había cerveza gratis para todos los mayores de veintiún años. ¡Jamás una cerveza me supo tan buena!

      Mientras la bebía, alguien con un micrófono no cesaba de repetir en la línea de meta:

      —¡Quédense a la ceremonia de premiación, que está por empezar!

      En esa ceremonia se anunció como ganador oficial a Dan Driskell, quien recibió un trofeo. También recibieron el suyo la mujer que llegó en primer lugar y el campeón y campeona del Borough of Mount Oliver, así como los campeones mayores de cuarenta.

      Llegó entonces el último premio, para el primer lugar de la categoría de más de 90 kilos, la división Percherón. Y en ese instante pronunciaron mi nombre.

      Aunque esto me tomó por sorpresa, no perdí la compostura. No me desmayé, lloré ni nada por el estilo.

      Me acerqué a la mesa y recibí un trofeo. La gente aplaudió. Mi esposa, mi pequeña bebé y mi hijo, de cuatro años, estaban presentes en ese magno acto.

      Cinco minutos más tarde, encontré a mi amigo Jim.

      —Agradezco mucho este trofeo, Jim, pero ¿cuántas personas hubo en la división Percherones?

      Abrió un fólder y buscó entre una docena de hojas, con los nombres de los participantes y los resultados. Por fin halló la hoja de los Percherones.

      —Dos personas —respondió.

      —¿Nada más dos? —exclamé—. ¿Esto significa que sólo vencí a una?

      —Sí —contestó entre risas y yo también reí.

      Supongo que la moraleja de esta historia es que no todos podemos ser Percherones, y menos aún el Percherón ganador.

      ~Steve Hecht

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      Abraza el cambio

      La continuidad nos da raíces y el cambio, ramas. Permite que nos extendamos, crezcamos y alcancemos nuevas alturas.

      ~PAULINE R. KEZER

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      Cuento de hadas en Australia

      Si te aceptas como principiante, en todo momento aprenderás cosas nuevas. Si lo consigues, el mundo se abrirá por entero para ti.

      ~BARBARA SHER

      Un sujeto golpeaba desesperadamente la ventanilla de mi auto para llamar mi atención.

      —¿Se encuentra bien? ¿Se encuentra bien?

      Aunque me daba vueltas la cabeza y estaba un poco aturdida, bajé el cristal.

      —Sí, estoy bien. ¿Qué ocurrió?

      —¡Se estampó contra mi auto! —respondió agitado—. Giró desde el carril izquierdo y se impactó en mi cajuela. ¡Gracias a Dios está bien!

      —Supongo que me dormí —lo miré en un estado de pasmo, todavía atontada y confundida.

      —Quédese aquí —dijo—. Llamaré a la policía.

      Mi auto estaba varado en la orilla de la autopista I-95 South, al norte de Boca Ratón, Florida, donde yo vivía. Eran las tres de la mañana y minutos antes me dirigía a casa tras haber prestado un servicio de emergencia; un paciente había sufrido un infarto mientras se le practicaba una cateterización cardiaca para aliviar una angina severa. Esto es lo que los anestesistas llamamos un “desastre de labcat”. Luego de tres horas de recibir respiración asistida continua, el paciente fue trasladado a la unidad de terapia intensiva. Mi labor había concluido y estaba agotada.

      Lo último que recordaba era que manejaba a 145 kilómetros por hora sobre la autopista. Me acordaba de que había rebasado a un vehículo en el carril izquierdo… pero nada más. Ahora me hallaba en mi accidentado BMW 325i al costado del camino y contemplaba el horror de mi situación y mi reciente roce con la muerte.

      Ésta no era la vida que había imaginado para mí. Menos de dos años después de que inicié mi carrera como anestesista cardiaca, ya quería tirar la toalla. Trabajaba más de setenta horas a la semana con un cirujano mediocre y arrogante que padecía un grave complejo de Dios. Pasaba mi tiempo libre con mi novio alcohólico y dos gatos. Vivía en un departamento en la playa con vista al Intercoastal Waterway en la pequeña ciudad de Nueva York en el sur de Florida, donde pinzones congestionaban las calles de octubre a abril y los edificios rosas eran tan comunes como la maleza. Estaba exhausta, estresada y desencantada. Había llegado la hora de que reevaluara las cosas e hiciera un cambio.

       Era una vida sencilla y mi corazón había dejado de correr.

      Tres meses más tarde, ya había hecho las maletas, mis gatos tenían otro hogar, mis pertenencias personales estaban bajo resguardo y había vendido mi BMW. Mi guitarra, laptop, dos maletas y yo íbamos camino a Australia, con la ilusión de empezar de nuevo.

      Nunca antes había viajado tan lejos, y mi corazón se aceleró cuando abordé el jumbo de Qantas con destino a Cairns, en Far North Queensland, Australia. Ubicada 1,500 kilómetros al sur del ecuador, esa hermosa comunidad costera adyacente a la Gran Barrera de Coral sería mi hogar los doce meses siguientes. Había sido contratada como anestesista en el Cairns Base Hospital del país de los koalas, los canguros y los diez ejemplares más mortíferos de igual número de especies, ¡desde serpientes y arañas hasta tiburones y las medusas venenosas irukandji! Mi único contacto previo con esa nación había sido la película Crocodile Dundee, en la que el cazador de cocodrilos Steve


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