Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ. Amy Newmark
una camisa de mezclilla de manga corta con las axilas manchadas de sudor, pantalón corto y unas sandalias ligeras que apenas cubrían sus sucios pies. Su desenfadada y estruendosa voz era hospitalaria y cordial, y cuando se presentó como mi supervisor quedé gratamente sorprendida. En Boca no se veían cosas así.
Mientras avanzábamos del lado izquierdo sobre avenidas flanqueadas por palmeras en dirección a mi nuevo departamentito frente al hospital, reímos mucho en tanto tratábamos de descifrar nuestros respectivos acentos. Pronto me instalé en mi cama y dormí las veinticuatro horas siguientes. Gracias a esto, mi revuelto cerebro se libró de todo el estrés y la agitación: el accidente, el trabajo, mi relación, la fatiga crónica… Dejé que todo se esfumara al tiempo que entraba a un sueño maravilloso arrullada por las cigarras y las cucaburras.
Pasaron cuatro meses y por fin me sentía tranquila de nuevo. Pese al temor y ansiedad que había sentido por haberme mudado a un país que no conocía, tenía los pies bien puestos sobre la tierra. En un corto lapso me hice amiga de las enfermeras de la sala de operaciones, con quienes cada semana disfrutaba de una taza de té en las cafeterías locales, y los fines de semana de parrilladas en sus casas con sus familias. Visitaba la selva, escalaba montañas, buceaba en el Mar del Coral y escribía canciones con otros jóvenes médicos. Más de un fin de semana elegía la soledad y el silencio y caminaba por la playa, a unos pasos de mi puerta. La claridad y la paz acariciaron mi alma en ese periodo. Aquélla era una vida sencilla y mi corazón había dejado de correr.
Una noche, mi mejor amiga me preguntó en nuestra cafetería favorita:
—¿Aún no has salido con un australiano?
Todos rieron y yo enrojecí, pero la respuesta fue un definitivo “no”. Ésa no era la causa de que me hubiese mudado a su país. Con todo, mis amigos me alentaron a que me divirtiera un poco, así que ¿por qué no? Seguí su consejo y tres semanas más tarde ya tomaba un café con un encantador hombre rubio de ojos azules y el acento australiano más suave y exquisito que hubiera escuchado jamás. Me mostró fotografías de su casa y finca, de poco más de una hectárea de extensión, que alojaba un vivero y arbustos nativos. También tenía un pastor ganadero australiano llamado Diddles y un arroyo que atravesaba su jardín. Triunfador por mérito propio, vivía entre plantas y buscaba al amor de su vida, con quien pudiera compartir todo eso. ¿Quién habría podido resistirse a una invitación así?
Dos días después nos reunimos en un poblado a medio camino entre Cairns y su ciudad natal, Cardwell. Me llevó a una cueva arenosa y solitaria ¡donde preparó la más deliciosa parrillada en la playa que una chica podría soñar! El menú consistió en camarones, bistecs, cebollas, papas, algunas latas de cerveza e inmensas y jugosas naranjas de postre. Vimos ponerse un ardiente sol y salir la brillante luna, y pasamos varias horas bajo las estrellas en tanto explorábamos la vida de cada cual.
Éste no había sido el plan cuando, en un arranque de fe, dejé mi patria meses antes, pero sucumbí con gusto a ese idílico estilo de vida y me enamoré. Cinco meses más tarde, mis amigos australianos asistieron a una boda en un jardín en la ciudad montañosa de Yungaburra, un cuento de hadas hecho realidad. Dos años y dos bebés después, me sentía bendecida por haber sobrevivido al accidente que cambió mi vida y me motivó a volver a empezar al otro lado del mundo.
~Shari Hall
Cálida y conocida
Las perlas no yacen en la playa. Si quieres una, tendrás que buscarla en el fondo del mar.
~PROVERBIO CHINO
Cuando mi madre murió, me di cuenta de que había incumplido las dos promesas que le hice: una, que no moriría sola, y dos, que yo viviría al máximo. Fallé miserablemente en la primera, y en cuanto a la segunda, ¿cuántos de nosotros la cumplimos? ¿Cuántos corremos riesgos y nos atrevemos a pisar donde los demás no se aventuran?
Todos tenemos responsabilidades, así que cuando le dije a mi madre que viviría al máximo, una parte de mí sabía en el fondo que era mentira. De hecho, su muerte me dejó aturdida. Tenía dos hijos y cada día satisfacía las obligaciones de un ser humano normal, pero sabía que era un caparazón.
Trabajaba como asistente en una cárcel y cada noche volvía con mi familia a un pequeño departamento en la ciudad. No era gran cosa, pero la renta estaba a nuestro alcance. Y aunque los ruidos y olores de la vida urbana subían por la escalera, nuestra casa estaba decorada como una cabaña en una playa remota. Marinas cubrían las paredes, conchas eran nuestros adornos principales e incluso teníamos un pequeño letrero de madera que decía “Vida de playa”.
Dedicaba mis días a forjar una vida nueva al tiempo que cumplía mis responsabilidades.
Por desgracia, esas responsabilidades conllevaban un alto grado de desesperanza. Mi oficina se ubicaba en el ala de la prisión que alojaba el centro de salud. Los internos acudían a él en busca de remedios para toda clase de afecciones, desde picaduras de araña hasta síntomas de abstinencia. Fue así como conocí a un interno que poseía un extraño atractivo. Tenía siempre un aire de tristeza, aunque decía cosas positivas. Me hablaba de los errores que había cometido y aseguraba que, por encima de todo, deseaba volver a empezar. Quería vivir en paz. Anhelaba ver salir de nuevo el sol, comer un mango en la playa y besar a una chica en el asiento trasero de su convertible. La mayoría de los reclusos hablaban de grandes sueños y esperanzas, pero no les creía. En cambio, daba la impresión de que este chico tenía un plan sólido, más allá del de comer mangos. Y a diferencia de los demás, parecía saber lo que había hecho mal y estaba dispuesto a corregirse.
Dedicaba mis días a forjar una vida nueva al tiempo que cumplía mis responsabilidades.
Me llené de alegría el día que fue puesto en libertad. Se había prometido cambiar y juró que no volvería a verme jamás.
Cuando se marchó, sentí una punzada. ¿Era tristeza o envidia? Pese a que yo salía cuando quería, cuando me marchaba no dejaba de sentirme atraída por ese obsesionante lugar. Envidiaba a los internos que salían y jamás regresaban.
Pero no cesaba de hacer lo mismo todos los días. Iba a trabajar, y cuando regresaba a mi estrecho y pequeño departamento soñaba con una vida diferente en medio de mis conchas marinas.
Un día invité a cenar a unos amigos. No fue nada del otro mundo, ni un cumpleaños o fiesta, sólo una reunión de amigos que disfrutaban de su mutua compañía y una botella de vino. Reímos y bromeamos acerca de nuestros planes para el verano.
Una amiga dijo:
—¿Qué importa lo que planeemos? Este departamento es lo más cerca que Erin llegará a la playa en toda su vida.
Todos rieron, y yo sonreí mientras estaba furiosa por dentro, en gran medida porque sabía que ella tenía razón. Que yo había renunciado a vivir de verdad.
Volví al trabajo, a los confinamientos, uniformes rojos y paredes de tabicón con apenas unas diminutas ventanas que dejaban entrar la luz. ¿Era tan malo que viviera de ese modo? Tenía un empleo estable y un techo que me cubría. Y aunque algunas noches el tráfico no nos dejaba dormir, eso no importaba; ya estábamos acostumbrados.
Un día lo vi en compañía de otros internos, que reía en tanto esperaban su turno para salir al patio.
Era él, y ver que reía me sacudió. Verlo de nuevo en la cárcel fue una sensación devastadora para mí.
Permanecí inmóvil durante minutos que parecieron horas; miraba su despreocupación pese a que estaba encarcelado de nuevo. Cuando me vio, sonrió, agitó la mano y se acercó a saludarme con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Cuándo regresaste? —le pregunté.
—Hace