Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ. Amy Newmark

Caldo de pollo para el alma. El poder del SÍ - Amy Newmark


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de discos cerraron para siempre. Así, las disqueras ya requerían menos personal dentro y fuera de ellas. Muchos compañeros y yo fuimos liquidados entonces.

      Por increíble que parezca, después de tres fabulosas décadas me quedé sin empleo. Tenía cincuenta y ocho años de edad y estaba obligada a reinventarme.

      Dado que me gustaba escribir y había tenido cierto éxito como autora freelance, es lógico que haya ido a dar al periódico local, lo que en definitiva resultó desastroso. Aunque no me ofrecieron un puesto como reportera sino como representante de ventas, lo acepté, con la esperanza de que más tarde incursionaría en el área de mi interés. Desde el primer día me hice de enemigos: llegué a las instalaciones en mi flamante Jaguar dorado. El personal entero desconfió de mis intenciones y los vendedores protegieron celosamente sus esmerados territorios contra la odiada “Miss Jaguar”. Por desgracia, la situación no mejoró nunca, así que me mudé a una editorial. Ahí también hallé un panorama muy distinto del que yo conocía, así que me sentí incómoda y fuera de lugar. Abandoné mi puesto varios meses después.

       Estaba sola en un mundo en transformación, sin una brújula que me guiara ni una estrella que seguir.

      Luego de haber sido la niña prodigio de la industria de la música, ahora era una vieja marginada a la que nadie quería.

      Mientras trataba de encontrar mi nuevo espacio, falleció mi madre, quien era mi principal defensora y animadora. Esto dejó en mi alma un gran vacío y me causó tal sufrimiento que apenas podía respirar.

      Tras la muerte de mi madre, no sabía cómo proseguir. Mis padres se habían marchado, mi cabello encanecía, mi hijo era ya un adulto con su propia familia y yo estaba sola en un mundo en transformación, sin una brújula que me guiara ni una estrella que seguir.

      Descubrí entonces el universo de las ventas.

      Debía haber supuesto que esa área me atraería. En lugar de una casa de muñecas, de niña había tenido una tienda Sears, con pequeños mostradores rebosantes de mercancías y muñequitos de plástico que recorrían los pasillos.

      Por fin conseguí trabajo en una tienda de descuento donde se vendía ropa para mujeres y hombres, artículos para niños, utensilios para el hogar y otras maravillas. Este empleo me vino como anillo al dedo, y por fortuna aún lo conservo.

      Mis jefes son tan jóvenes que podrían ser mis hijos, pero les simpatizo y aprecian mi trabajo. Me encanta descargar los camiones. Adoro ordenar los exhibidores. Me fascina desempacar y acomodar prendas de vestir, platos, ollas, flores artificiales y velas. Soy muy buena para ayudar a los clientes; entiendo sus preocupaciones. Me gustan la agitación, el bullicio, los diez mil pasos de cada turno y el ejercicio que hago cuando enrollo tapetes pesados y cargo cajas gigantescas. El proceso entero, todo lo relativo a las ventas, me hace muy feliz, y a mi edad ser feliz es la meta por antonomasia.

      Hace unas semanas, una amiga me preguntó si extraño la industria de la música. Sí y no. Mi empleo ahí fue grandioso mientras duró; me encantó trabajar con artistas y contribuir a su éxito. Pero eso sucedió hace mucho tiempo, y en ese entonces todos éramos muy jóvenes. Creo que ahora estoy justo donde debo estar y que disfruto de una nueva fase de mi vida, sin lamentos y con grandes aspiraciones. La verdad es que la vida no termina cuando cae el telón del primer acto. Ten la seguridad de que siempre habrá un segundo acto… y muchos más.

      ~Nancy Johnson

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      No hay mal que por bien no venga

      Un hombre no descubrirá mares nuevos si no tiene el valor de perder de vista la playa.

      ~ANDRÉ GIDE

      Corrí a contestar el teléfono. Esperaba esta llamada de mi esposo, quien estudiaba teología en una universidad a 1,500 kilómetros de mi ciudad. Ambos sabíamos que tendríamos que mudarnos cuando se graduara, así que ansiaba enterarme de cuál sería su primer destino.

      —¿Adónde iremos? —solté.

      —A Iqaluit —contestó con lentitud y vacilación.

      —¿Adónde? —repetí.

      Tropezó de nuevo con la pronunciación pero respondió:

      —A Iqaluit.

      Jamás había oído hablar de ese sitio, y menos aún pronunciado su nombre, así que le pregunté dónde estaba.

      —En la isla Baffin —fue su respuesta.

      —¿Qué? ¿En la isla Baffin? ¡Eso está en el Ártico, en el techo del mundo! ¡Es un área totalmente cubierta de hielo y nieve! —exclamé. Pensé que de seguro me estaba gastando una broma y añadí—: ¡Bueno, ya estuvo bien! Deja de tomarme el pelo y dime adónde iremos en verdad.

      Repitió:

      —A Iqaluit, en la isla Baffin.

      No podía creer a mis oídos. La isla Baffin era el último lugar en la Tierra que querría visitar, ¡y menos todavía habitar! Estaba muy lejos y sólo podía llegarse a ella por vía aérea. No vería a mis amigos y familiares durante un año al menos, porque el costo del vuelo era prohibitivo. Yo había afirmado que iría adondequiera que Dios nos enviara, pero ¿a Iqaluit?

      Tardé varios días en reponerme. Saqué el atlas, identifiqué el lugar y me enteré de que Iqaluit se encontraba en el flamante territorio de Nunavut, de dos años de antigüedad, situado en el extremo norte de Canadá. En ese entonces, aquella ciudad tenía más de seis mil habitantes, ochenta por ciento de los cuales eran inuits. ¡Por primera vez en mi vida pertenecería a una minoría en medio de una cultura distinta! ¿De verdad quería ir a ese sitio?

       La isla Baffin era el último lugar en la Tierra que querría visitar, ¡y menos todavía habitar!

      En el fondo sabía que debía cumplir la promesa de que iría donde Dios nos enviara. Además, el obispo nos había dicho que nuestro compromiso duraría sólo un año.

      Tenía tres meses para empacar y hacer todos los preparativos para la mudanza. Había días en los que la perspectiva de ver y hacer algo diferente me emocionaba, pero en otros no paraba de hablar sola. Después de todo, estaba por cumplir cincuenta y siete años. ¿No debíamos estar pensando en nuestro retiro en vez de emprender una aventura?

      Mi esposo volvió a casa a mediados de abril y nos ocupamos juntos de los últimos detalles del traslado. Cada vez que tachaba un día en el calendario, mis temores crecían. ¿De verdad iba a hacer esto?

      El vuelo estaba programado para el 1 de junio, y mi hijo y su esposa nos llevaron al aeropuerto. Viajamos con cuatro maletas que contenían pertenencias personales, además de nuestro perro fiel, de diez años de edad, y un gato, de diecinueve. No sin una pizca de ansiedad, partimos a una aventura.

      Una vez en el aire, supe que no habría marcha atrás, me gustara o no. En el curso del vuelo, mis pensamientos no cesaron de volver a casa, y mi mente de reproducir las sollozantes despedidas de nuestros familiares y amigos. Dejarlos fue una de las experiencias más difíciles que haya tenido en la vida.

      El avión aterrizó tres horas después. Cuando salí al aire fresco y miré el paisaje pensé que igual podía haber aterrizado en la luna. ¡Todo era muy extraño! Los hermosos árboles, jardines y lagos que me habían rodeado toda la vida eran reemplazados ahora por una tundra desierta. Era junio y en algunos lugares aún había montículos de nieve.

      Cuando nos abrimos paso por la ciudad, pareció que atravesáramos la última frontera de Canadá. Unas cuantas tiendas salpicaban la avenida principal, no había semáforos y las aceras eran prácticamente inexistentes. Aunque era junio, la gente usaba parkas todavía. En menos de diez minutos


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