Correr con los caballos. Eugene Peterson
de Dios. La única cosa más importante para Jeremías que su propio ser, era el ser de Dios. Él lucho en el nombre del Señor y exploró la realidad de Dios, y en el proceso creció y se desarrolló, floreció y maduró. Siempre estuvo extendiéndose, encontrando cada vez más la verdad, entrando en contacto más con Dios, haciéndose más él mismo, más humano.
3 Antes
Antes que te formara en el vientre, te conocí, y antes que nacieras, te santifiqué, te di por profeta a las naciones.
Jeremías 1:5
¿Qué ciencia podrá algún día ser capaz de revelar al hombre el origen, naturaleza y carácter de aquel poder conciente para desear y amar lo que constituye su vida? Ciertamente no es nuestro esfuerzo, ni el de nadie más alrededor nuestro lo que pone a andar tal corriente. Y ciertamente tampoco es nuestra solicitud, ni la de nuestro amigo, la que impide su flujo o controla su turbulencia. Podemos, por supuesto, trazar a los largo de las generaciones algunos de los antecedentes de la corriente que nos lleva; y podemos también, por medio de ciertas disciplinas y estímulos morales y físicos, regularizar o aumentar la apertura a través de la cual la corriente es liberada en nosotros. Pero ni la geografía ni los artificios nos ayudaran en la teoría ni en la práctica a canalizar las fuentes de la vida. Mi propio ser es dado a mí más de lo que es formado por mí. El hombre, dice la Escritura, no puede añadir un codo a su estatura. Mucho menos aún añadir una unidad al potencial de su amor, o acelerar en otra unidad el ritmo fundamental que regula la madurez de su mente y de su corazón. En último caso la vida profunda, la vida de la fuente, la vida recién nacida, escapa completamente a nuestra comprensión.
Pierre Teilhard de Chardin 1
Me encontraba sentado en el mostrador de una charcutería en Brooklyn, comiendo un emparedado de pastrami con pan de centeno y teniendo una conversación ligera con el dueño del establecimiento. Después de unos quince minutos de conversación desordenada, sin que ninguno de los dos dijera al otro nada de interés, el hombre se puso en pie delante de mí adoptando una postura de intensa concentración y dijo: “No me lo diga, usted es de… déjeme ver… usted viene de… Nebraska”.
“No”, le dije, “Soy de Montana”.
El hombre se desilusionó, “Normalmente no me equivoco tanto”.
El ritmo de la conversación mejoró. Supe que mi interlocutor estaba muy orgulloso de su habilidad para reconocer los acentos regionales. Personas de todas partes del país, de todas partes del mundo, venían a su negocio. Él tenía un buen oído. Desarrolló una magnífica destreza para descubrir el origen de las personas escuchando las variaciones dialectales en el habla.
Me sentí halagado de ser el objeto de su curiosidad. El único interés previo que puedo recordar haya mostrado en mí un dependiente fue tomar mi orden correctamente y asegurarse de que yo hubiera entendido bien el precio.
“¿Qué te cobro?”
“Un pastrami con centeno. ¿Cuánto es?”
“Un verde y setenta y cinco”
El lenguaje es informativo y utilitario. Cuando ha terminado su trabajo o se detiene o se transforma en chisme. Pero por aquellos breves momentos en aquel lugar de Brooklyn, alguien escuchaba mis palabras por algo más que simple información; aquel hombre buscaba conocimiento. Aquella persona deseaba saber de donde venía y lo que había experimentado que había dado como resultado mi manera de pronunciar las palabras de la manera en que lo hice. No fui reducido a ser un consumidor hambriento al que se le podía sacar provecho económico. Yo tenía particularidades geográficas, una idiosincrasia lingüística. En mí había más que necesidades biológicas y potencial económico, y él estaba interesado en ello o, al menos, en una parte de ello.
En una época periodística en la cual las únicas cosas que califican como merecedoras de atención son lo inmediato y lo extraordinario, no estoy acostumbrado a ser considerado de esta forma. En una era comercial en la que cada persona es evaluada como una unidad económica y el tiempo es dinero, no estoy acostumbrado a tan relajada consideración. Pero sólo esta clase de atención es la que me permite expresar las muchas facetas de la humanidad y el complejo significado que tienen para quién soy. Separado del antes, el ahora tiene poco significado. El ahora es sólo una delgada porción de lo que soy; aislado del rico depósito del antes, no puede ser entendido.
Así los biógrafos investigan en los archivos familiares. Los psiquiatras recuperan recuerdos reprimidos e indagan sobre las impresiones de la infancia. Los amantes hurgan en los álbumes de fotografía buscando saber todo lo posible el uno del otro, sabiendo que cada detalle profundiza la comprensión y, por ende, el amor. El antes son las raíces del ahora visible. Nuestras vidas no pueden ser leídas como si fueran un periódico sobre las noticias de última hora; son novelas íntegras que incluyen el desarrollo del personaje y de la trama, siendo cada párrafo esencial para su madura apreciación.
Sabiendo que la humanidad completamente apasionada y desarrollada de Jeremías tenía necesariamente un complicado e intrincado trasfondo, nos preparamos para examinarla. Hasta ahora sólo hemos echado un vistazo. Hasta ahora tenemos esto: tres escuetos e inexpresivos datos: el nombre de su padre, Hilcías; el oficio de su padre, sacerdote; su lugar de nacimiento, Anatot. Queremos saber más. Sin información adicional, ¿cómo podremos obtener una adecuada comprensión de la humanidad de Jeremías? Necesitamos saber las condiciones sociales y económicas de Anatot para poder trazar las primeras influencias en la pasión de Jeremías por la justicia. Necesitamos saber si su padre fue pasivo o enérgico para así evaluar la compleja vida emocional del hijo. Necesitamos saber si su madre fue sobre protectora y cuándo destetó a su hijo si deseamos explicar la increíble tenacidad del profeta en su adultez. Necesitamos conocer los métodos de enseñanza usados por los sabios locales para distinguir lo original de lo convencional en la enseñanza y predicación de Jeremías. Las preguntas aumentan. La falta de evidencia es frustrante. Lo que necesitamos es un avance significativo en el descubrimiento de manuscritos del Anatot del siglo séptimo antes de Cristo, manuscritos que contengan anécdotas, datos estadísticos y cartas, la materia prima para la reconstrucción del mundo en el cual nació Jeremías.
Fantaseamos con una primicia arqueológica. Mientras tanto lo que tenemos al alcance de nosotros es mucho más útil: la investigación teológica. En lugar de hablar sobre lo que los padres de Jeremías hicieron, hablaremos sobre lo que Dios hizo: “Antes que te formara en el vientre, te conocí, y antes que nacieras, te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jer. 1:5).
El primer movimiento
Antes de que Jeremías conociera Dios, Dios ya lo conocía a él: “Antes que te formara en el vientre, te conocí”. Esto cambia todo lo que hayamos pensado jamás sobre Dios. Creemos que Dios es un objeto sobre el cual tenemos preguntas. Tenemos curiosidad sobre Dios. Nos hacemos preguntas sobre Dios. Leemos libros sobre Dios. Participamos en largas sesiones de estudio nocturno sobre Dios. Vamos de vez en cuando a la iglesia para saber cómo van las cosas con Dios. Reflexionamos sobre el amanecer o una sinfonía para cultivar un sentimiento de reverencia hacia Dios.
Pero esta no es la realidad de nuestras vidas con Dios. Mucho antes de que si quiere se nos hubiera ocurrido la idea de hacernos preguntas sobre Dios, Dios ya se hacía preguntas sobre nosotros. Mucho antes de que nos interesáramos en el tema de Dios, Dios nos sometió al más intensivo y exhaustivo conocimiento. Antes de que si quiera cruzara por nuestras mentes que Dios pudiera ser importante, Dios nos señaló como importantes. Antes de que fuésemos formados en el vientre, Dios nos conocía. Fuimos conocidos antes de conocer.
Esta verdad tiene un resultado práctico: ya no vamos de aquí para allá, ansiosos y llenos de pánico, buscando una razón para nuestra existencia. Nuestras vidas no son rompecabezas que deben ser armados. Más bien, vamos a Dios, quien nos conoce y nos revela la verdad