Méfeso. Lenin Real

Méfeso - Lenin Real


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despertó a varios animales que huyeron sin pensarlo dos veces de aquel sitio.

      Solo, se volvió a sentir solo.

      El frío de la noche surcaba cual emisario inconsciente sobre la pampa del santuario de un dios solitario e iracundo. Soltó por un instante el libro y de pronto una de las páginas se arremolinaba de tinta negra con letras y palabras que poco a poco inscribían un mensaje con caligrafía impecable y tétrica, así forjaban el inicio de su primera misión en la Tierra:

      “Las almas van y vienen segun la voluntad de Dios, pero el ser humano es el unico ser que ha burlado su voluntad, decidiendo su propia muerte.

      Luego aquella frase formó una imagen oscura como una mancha y en el centro se abría una llamarada de fuego que ardía hasta desaparecer. Trató de pensar en si estaba listo para hacer esto, nunca había salido del inframundo, es más, no lograba recordar siquiera la idea de cómo llegó a ese lugar. ¿Quién era en realidad? Solamente sabía que fue criado con un solo propósito, servir al ángel de la muerte.

      Sin duda alguna, la Tierra era un verdadero campo de batalla entre ángeles y demonios. La dimensión oculta de lo espiritual se movía como huracán arrasando cientos y cientos de espíritus. En el mundo existían toda clase de demonios, cada cual tenía su papel, algunos llevaban ira, otros disolución, otros guerras, otros mentiras, en fin, toda una gama de maldad era cubierta en todo el mundo. Driss era el encargado de llevar al ser humano al dulce y traicionero camino del suicidio.

      Sin embargo para cumplir su misión era necesario deshacerse del ángel que custodiaría a algunos seres humanos, o sus guardianes como lo llaman ellos mismos. Se debe llevar a cabo una batalla, cuerpo a cuerpo; pero existe un dato muy importante, tanto demonios como ángeles no pueden morir. Solamente son devueltos a sus respectivos reinos para ser restaurados tras un largo periodo de tiempo.

      Antes de que Driss decidiera cerrar aquel guardián de letras góticas comenzó a vislumbrar lentamente un nombre.

      “Daniel J. Klein”

      Se trataba de un hombre pulcro de no más de cincuenta años que vivía en una hermosa casa, que enseguida capturaba atención y encanto con su arquitectura vanguardista. Daniel era un hombre muy adinerado, había hecho fortuna siendo inversionista en el Banco de la ciudad Vermont, tras años de conseguir éxito y beneficio aristocrático le tocó rosar el sabor de la desdicha como a todo ser humano. Su esposa Ross había fallecido hace un par de meses por una enfermedad terminal. Tras varios días de encerrarse en la gran vivienda, la depresión comenzó a llevar repercusión descuidada y negligente a su vida.

      La misión de Driss consistía en sumergirlo en abundante desesperación, remordimiento y dolor, ahogar toda la esperanza, que se aferre a su espíritu e inducirlo al suicidio.

      Driss, cual espectro atravesó la puerta principal; llegó a un cuarto donde la oscuridad había acaparado la estancia celosamente, aun así se podía observar esbozos del lugar. Paredes enriquecidas por libros, alfombra aterciopelada en el suelo, candelabro apagado, en el techo daban la apariencia de un toque de sofisticación, no así para la muerte. En el fondo de aquel entresijo oscuro se hallaba un gran escritorio muy desordenado; un has luminoso que emitía una vieja lámpara negra dejaba ver el rostro de aquel hombre que sollozaba incrédulo la ausencia de su esposa. En su mano derecha sostenía una botella vacía de whisky, y en la otra el retrato de la causa de su embriaguez. Colocó temblorosamente el retrato sobre el escritorio, condujo el antebrazo por su boca, deslizándolo para limpiar una amalgama entre alcohol, lágrimas y saliva espesa que se desparramaba de su boca.

      Driss caminó sigilosamente hasta él, pero un gran golpe en su cabeza le hizo rodar varios metros delante.

      —Debes ser un demonio estúpido si crees que te lo pondré fácil —dijo un ángel que custodiaba a Daniel.

      Sostenía en sus manos una espada plateada y su mirada se encendió tratando de acobardarle un poco.

      —No esperaba que lo hagas —respondió Driss levantándose del suelo.

      A gran velocidad arremetió contra el esbelto ángel. Las espadas emitían ráfagas de luz al ser chocadas con una gran magnitud; ambos de pie empujaban sus espadas con tal fuerza que parecían querer desatar aún más la furia de ambos.

      —Dime algo ¿Los ángeles sangran? —Preguntó Driss, forjando una agradable pero temible sonrisa en su rostro.

      —Por su puesto que no —contestó confuso el ángel.

      —Eso tendré que averiguarlo ahora mismo, pero sabes algo, eso seguramente te dolerá mucho.

      Durante un insignificante momento aquel ángel observaba que su espada comenzaba a trisarse, se exasperó no creyendo lo que veía, pues las espadas angelicales son demasiado fuertes para romperse, sobre todo por la de un demonio.

      Driss aprovechando su distracción, emitió más fuerza, haciendo polvo la espada de su contrincante. El ángel retrocedió un par de pasos y sin piedad alguna su abdomen fue atravesado por la espada dorada de Driss.

      —Me lo has puesto fácil, estarán decepcionados de ti allá arriba —pronunció Driss mientras observaba como se retorcía aquel ser celestial en el suelo.

      —¿Qué clase de criatura maldita eres tú? —Susurró con su último suspiro el ángel, clavando sus ojos apagados y ya inertes sobre Driss.

      —Soy Driss el maldito mensajero de la muerte —respondió con una sonrisa muy complaciente y macabra, lanzando un escupitajo insultante encima del inerte ángel guardián.

      Ya sin obstáculo alguno, Driss volteó su mirada asesina hacia Daniel, quien seguía llorando sentado frente a su escritorio; caminó hacia él, dando saltos como si fuera un maníaco. Colocó sus manos sobre su cabeza, Daniel comenzó a moverse cual marioneta a voluntad de Driss. Simuló sacar un arma del cajón derecho del gran escritorio, cuidadosamente lo llevó hacia su cabeza y, con esa bella sonrisa lunática contemplaba a Daniel imitando exactamente lo mismo, pues él era en realidad el que tenía el arma en su cabeza. Los ojos de Daniel no dejaban de llorar. Temblorosamente y, sin voluntad propia, haló el gatillo del arma, escuchándose un gran disparo atravesar el sonido del silencio y sus sienes. El lugar se convirtió en una macabra y espantosa escena. Su cuerpo cayó al instante sobre el retrato de su difunta esposa, emitiendo gran cantidad de sangre sobre la misma. Las paredes capturaron ráfagas color carmesí, como testigos de aquel atroz asesinato disfrazado de suicidio.

      Driss capturó su alma y lo encerró en el libro hasta que el nombre de Daniel Klein desapareciera. Un nuevo nombre comenzó a aparecer y Driss se preparaba para acudir al llamado de sus víctimas.

      Se marchó del lugar, divagando a través del viento, asolando cruelmente los pensamientos de hombres y mujeres, inclusive los que no se hallaban en el diario, hasta inducirlos al temible suicidio.

      Hallie, ¡Despierta! ¡Hallie Despierta! —Gritaba fuera de la habitación su madre— se te hará muy tarde para llegar a clases.

      Hallie despertó abrazada a su almohada, observó el reloj y se dio cuenta que el insomnio había traído repercusiones obvias a la hora de despertar.

      —Otra vez, ¿qué rayos pasa conmigo? —Se preguntó así misma — Ya voy mamá saldré enseguida.

      Al levantarse observó a través de su ventana a lo lejos los esbozos una casa de dos pisos, bañada con el áspero retoque negruzco que dejan las llamas en su exagerada forma destructiva, lo que parecía ser. El techo perduraba sigilosamente destrozado y poco estable sobre estructuras y paredes consumidas por el terror de aquella noche. Las ventanas rotas dejaban escapar nostalgia, cual prisionera de las vidas que se apagaron. Los recuerdos inundaron su mente, poco a poco su corazón comenzó a agitarse, las imágenes no tan claras de lo que había experimentado hace un mes volvía a despertar en ella episodios de exasperación y paranoia. Nunca se logró saber a ciencia cierta lo que había ocasionado el incendio de la casa de los Petrovsky, pero especulaciones racionalizaban el hecho como


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