Correr con el alma es posible. Ramón Abdala
De libro de lectura, manuales, diccionario, compás, transportador, y simulcop. Con clases de gimnasia con zapatillas pampero bien blancas. Cuando recuerdo mi niñez, me siento agradecido con la vida.
El colegio secundario lo cursé en San Martín, a 18 km de Rivadavia porque era un colegio comercial, y en Rivadavia no había esa especialidad. Viajaba en colectivo o hacíamos dedo, alguien nos acercaba porque no temíamos nada parecido a la inseguridad. Cursaba a la mañana y las clases de educación física se daban a la tarde de manera que tenía que volver rápidamente a la escuela. Siempre encontraba una excusa para no ir porque la verdad, no me gustaba la actividad física. De adolescente no hice deporte alguno, era muy holgazán para eso.
Puedo asegurar que todos podemos ser atletas, deportistas a cualquier edad. Creo que un deportista se hace, no se nace. Es producto de la convicción y del trabajo. De la aplicación de las 10 P, a saber: práctica, perseverancia, paciencia, predisposición, progresivo, pensamiento positivo, poder pleno, presente y una plegaria de deportista.
No tengo ningún antecedente familiar que sea deportista, ni existía en la familia tal inquietud. No está en mis genes. Estuvo en mi deseo, en mi voluntad, en la alegría y la plenitud que encontré en el deporte. Por eso digo que el talento está dentro de uno, tiene que manifestarse y desarrollarse. La fortaleza no proviene de la capacidad física sino de la voluntad indómita.
Los estudios universitarios los realicé en la Universidad Nacional de Rosario. Llegué a aquella ciudad, a 900 km de casa, siendo un adolescente que creció en un pueblo. Una ciudad populosa, desconocida, donde nadie sabía quién era yo y a nadie preocupaba.
Cuando llegué, no sabía dónde quedaba la facultad de odontología. Pues me proponía seguir esa carrera. Y recuerdo bien, vi unos estudiantes que iban con guardapolvos blancos. Pensé: “estos deben ir a la facultad de medicina o a la de odontología” y los seguí. Así llegué a la facultad y me inscribí. Estaba seguro de que me gustaba odontología porque yo siempre tuve mucha habilidad manual y sobre todo destreza fina. Y, además, tiene un gran costado humanitario aliviar el dolor de la gente. Sin test vocacional, solo por intuición, siempre supe que era una carrera para mí. Aprobé el examen de ingreso y comencé mis estudios. Corría el año 1968.
La integración me costó. Mi manera de hablar, de vestir, mi pobre preparación del secundario. Todo fue un esfuerzo de superación. Pero poco a poco fui lográndolo, y finalmente fui uno más que tuvo amigos, compañeros, idas y venidas. Después supimos todos que no debíamos juzgar por las apariencias, que primero hay que conocer el corazón de las personas, pues todos tienen una historia.
Cursé y aprobé la carrera en tiempo y forma. Siempre rendí con buenas notas y eso implicaba muchas horas de estudio y mucha voluntad. Odontología es una carrera que necesita mucho dinero en material así que como estudiantes nunca teníamos un peso y en las horas y horas de estudio nuestro gran compañero era el mate. Cuando llegaban encomiendas de nuestras madres, era una fiesta: tortitas, bizcochuelos, frascos de dulces, y mucho más. Porque en seguida tuve amigos verdaderos y todo iba a la mesa para todos. Pelusa, de San Cristóbal, Liliana López, de Rosario, quien terminó con medalla de oro. Estudiábamos juntos en la biblioteca, en el laboratorio, con los libros o apuntes. Mucho les costará imaginarse a los jóvenes de estos tiempos que nosotros no teníamos fotocopias, ni computadoras, ni teléfonos, ni pendrive, ni internet… teníamos libros y apuntes… y mucha voluntad.
Me recibí el 11 de diciembre de 1974. La última materia fue Odontopediatría. La alegría que sentí no cabía en mi corazón. Sentía que había logrado mi objetivo. Supe que soy capaz, que puedo si me propongo algo, aunque sea difícil. Le mostré a mis padres, a toda mi familia que podían confiar en mí. Que yo no defraudo. El proceso interior en mi persona fue muy importante.
Pero faltaba algo más, y no poca cosa: el servicio militar. Había pedido prórroga.
En el sorteo me tocó el número 900, de manera que debía ser incorporado a la marina. Fui incorporado en forma inmediata y opté por hacer el curso oficial de marina en Bahía Blanca. Por ser profesional y aprobado el curso se me designó como guardiamarina odontólogo en el Hospital Naval Río Santiago en Ensenada –La Plata-.
Fue un tremendo cambio: de estudiante a oficial de marina. Viví dos años en el hospital compartiendo con oficiales. Fue otro esfuerzo de adaptación. Y fue difícil porque fue durante el proceso militar y yo sabía quiénes eran y qué estaba pasando. Yo no quería ser parte de ese gobierno. Había visto compañeros estudiantes desaparecer y yo tenía que disimular para que no desconfiaran de mí porque siempre estábamos en peligro. Puedo asegurar que no fue fácil vivir con una máscara tratando de mostrar otro yo, sufrí mucho, no estuve a gusto en ningún momento. Pude sobrellevar esa circunstancia no elegida sino por obligación cívica y eso puso a prueba mi templanza, mi capacidad de resiliencia y me dije “todo pasa” y así fue. Cumplido el plazo, pedí la baja y regresé a Mendoza.
En 1976 empecé a trabajar alquilando un consultorio en el centro de la ciudad. Por el momento no podía comprarme el equipamiento necesario porque es oneroso. Compartía con otros cuatro odontólogos. Los comienzos fueron difíciles porque no tenía clientes, solo familiares y amigos a quienes no les cobraba. Recuerdo tardes enteras sin turnos ni nadie que me requiriera y yo debía pagar el alquiler y vivir. Pero me dije con firmeza: “voy a triunfar, yo puedo” y poco a poco, por recomendaciones iba siendo conocido y empezaban a llegar los pacientes. Entonces agregué las mañanas. Los fines de semana preparaban las prótesis en un laboratorio para ahorrarme ese gasto. La competencia con los demás odontólogos acabó con la amistad, así que tuve que dejar ese sitio y mudarme.
A dos cuadras de allí conseguí una casa antigua estilo colonial inglés con frente de ladrillo visto. El resto era de adobe. Estaba averiada por un terremoto que la afectó. Pude comprarla pues pagué solo el valor del terreno, y la ubicación era muy buena, estaba en una zona muy linda del centro de Mendoza. Acondicioné siguiendo el estilo la sala de espera y el consultorio. La embellecí y nunca le hacía faltar flores para lograr un ambiente agradable. Los pacientes me siguieron y mi clientela aumentó notablemente. Trabajaba toda la mañana y toda la tarde, inclusive hasta la noche porque muchos nuevos pacientes podían venir después que terminaran sus ocupaciones.
Los odontólogos trabajamos en un consultorio encerrados. En invierno era difícil disfrutar del sol y del aire libre. Y comencé a sentir la necesidad del ejercicio, de las salidas.
Al poco tiempo de tener mi casa y mi consultorio propio, mi madre se enferma gravemente. La traje a Mendoza y la interné. Fue un largo peregrinar de terapias, médicos y remedios, todos ambientes desconocidos para mí. En esta circunstancia la vida me da otra lección: tomo conciencia del gran negocio de la medicina. Y detrás de ello, la deshumanización. Mi madre estaba en terapia intensiva, conectada, con un cuadro irreversible. Entonces me enfrenté a los médicos porque les pedí que la sacaran de allí. Yo tomé la decisión y me hice responsable. Yo no podía ver sufrir a mi madre conectada, obligada a vivir sin esperanzas. Yo sabía bien por la profunda conexión que siempre tuve con ella. Ni hablar de la gran cantidad de medicamentos que me pedían, listas por hora, que no hay cuerpo que pueda absorber esa cantidad de remedios. Y yo sé que todos ellos tapan el síntoma y no curan –al menos el cuadro que mi madre sufría- y además traen complicaciones secundarias. Así que insistí en desconectarla. Porque yo creo que hay que preservar la vida, no la agonía.
Así, en 1983 fallece. Una paz tremenda embargó mi corazón porque como hijo hice todo lo que estaba a mi alcance. Sé que en algún lugar me está escuchando: gracias madre, por haberme dado la vida y poder ser yo como soy.
Una consideración: la industria farmacéutica es la que más factura en el mundo después del petróleo y la publicidad. Entonces vivimos una sociedad enferma y una economía vigorosa.
Me encargué de todas sus pertenencias, de repartir y ordenar lo suyo. Fue una enseñanza, un despertar para mí. Ella vivió atada a su tiempo con más ilusión que realidad. Tenía ropas finas, elegantes y un tapado de piel, pero ella siempre estaba vestida con un batón en la cocina. El comedor impecable y el juego de porcelana preservado para ocasiones especiales que nunca llegaron. ¿Qué pasó con todo eso? Al tapado de piel se lo comieron