Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel

Campos magnéticos - Manuel Borja-Villel


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del famoso libro que André Breton y Philippe Soupault escribieron en 1920. Con él quisieron romper las restricciones del relato tradicional, no existiendo en esta obra ni una unidad argumental ni una secuencia lineal de sucesos. El narrador no se encuentra ubicado en un punto exterior desde el que se describen hechos ya acontecidos. El lector tiene, por el contrario, la impresión de que estos se desarrollan ante él de un modo inesperado.

      Breton y Soupault se inspiraron en una exposición sobre el fenómeno físico de los campos magnéticos que había tenido lugar en el Bois de Boulogne de París. Sus representaciones gráficas reflejaban espacios dinámicos e interconectados, definidos por fuerzas y vectores que se atraían y repelían; suscitaban continuidades y rupturas formales de todo tipo que, para estos poetas, eran una metáfora de la escritura automática que proponían. Una escritura que debía activar las incompatibilidades gramaticales, los mensajes subliminales, las derivas y, en definitiva, la intertextualidad.

      La historia del siglo XX está llena de actos de rechazo y censura. En 1926, el gobierno de Estados Unidos denegó la importación de una escultura de Brancusi, Pájaro en el espacio (1912), alegando que no era arte, sino diseño industrial. Para las autoridades aduaneras, todo objeto artístico debía representar formas naturales o humanas. Según ellas, ese no era el caso de la pieza del autor rumano. En un orden más político, en 2004, la exposición de León Ferrari, en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, fue clausurado por mostrar obras que supuestamente atentaban contra la religión católica. Dos años más tarde, el artista argentino recibía el León de Oro en la Bienal de Venecia. Se diría que, como el ser humano, la sensibilidad avanza a partir de derrotas.

      Es imposible proponer agencia sin repensar la institución. Ahora bien, no es lo mismo la crítica institucional de los años setenta u ochenta que la de los noventa ni, por supuesto, que la de este siglo. Los vínculos entre los movimientos sociales y los centros culturales han ido cambiando a lo largo del tiempo. Si a finales de los noventa se insistía en cuestionar los museos o se veía con una cierta sospecha la relación con ellos, después de la gran crisis de 2008 se ha hecho patente la necesidad de ocuparlos y democratizarlos. Si en algún momento se idealizó a los colectivos y se pensó que todo lo malo venía siempre de la institución, hoy es evidente que esta «es» la gente que trabaja en ella, con sus aciertos y fracasos, y que los colectivos entran igualmente en dinámicas contradictorias. Y ni que decir tiene que esta relación no es idéntica en el Norte que en el Sur global, o que en el antiguo bloque soviético. Cuando el sistema del arte se manifiesta de forma cohesionada, es pertinente buscar fisuras. Cuando el andamiaje institucional es frágil se diría que es primordial construir esa relación.

      En un mundo sin pasado ni futuro no debe menospreciarse la importancia de la historia. Nuestras acciones adquieren sentido en ella, pero no pueden estar sujetas ni al memorialismo, tan recurrente en la actualidad, ni a una concepción historicista del tiempo. La historia implica el anacronismo, la tensión entre los períodos de ciclo largo y los coyunturales. Se basa en la genealogía y es inseparable de toda reflexión sobre el arte, sus organizaciones y actores.

      Trabajar en una institución y hablar desde ella (aunque la escritura real se haya hecho en las pausas de un fin de semana en casa, en la habitación de un hotel o viajando en tren o en avión) implica siempre un trabajo colectivo. No puedo dejar de mencionar a aquellas personas que me han acompañado en la etapa en que la mayoría de estos ensayos fueron escritos. En primer lugar, he de apuntar a mi equipo más cercano: Joâo Fernandes, Ana Longoni, Charo Peiró, Alicia Pinteño y Teresa Velázquez (con quien compartí el comisariado de la exposición sobre Lygia Pape y el texto que se recoge en este volumen), además de Jesús Carrillo y Berta Sureda. También he de reconocer el trabajo editorial de Mela Dávila


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