Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
del famoso libro que André Breton y Philippe Soupault escribieron en 1920. Con él quisieron romper las restricciones del relato tradicional, no existiendo en esta obra ni una unidad argumental ni una secuencia lineal de sucesos. El narrador no se encuentra ubicado en un punto exterior desde el que se describen hechos ya acontecidos. El lector tiene, por el contrario, la impresión de que estos se desarrollan ante él de un modo inesperado.
Breton y Soupault se inspiraron en una exposición sobre el fenómeno físico de los campos magnéticos que había tenido lugar en el Bois de Boulogne de París. Sus representaciones gráficas reflejaban espacios dinámicos e interconectados, definidos por fuerzas y vectores que se atraían y repelían; suscitaban continuidades y rupturas formales de todo tipo que, para estos poetas, eran una metáfora de la escritura automática que proponían. Una escritura que debía activar las incompatibilidades gramaticales, los mensajes subliminales, las derivas y, en definitiva, la intertextualidad.
Los poemas y relatos del libro de Breton y Soupault fueron redactados de manera individual, aunque existe en ellos una ambición común: representar simultáneamente nuestra subjetividad, las cosas y los objetos que nos rodean, y la opacidad de la escritura. El título del primer capítulo, «La glace sans tain», no deja lugar a dudas. El espejo con azogue es una metonimia del lenguaje y de la institución que nos habla sin dejarnos percibir su arbitrariedad; el espejo que carece de él refleja al espectador a la vez que le mueve a ver más allá. Su imagen fluye a través del cristal y se introduce en el mundo.1
La intertextualidad, la relacionalidad y la interpelación constituyen algunas de las preocupaciones que subyacen en la mayoría de los textos aquí reunidos. La referencia al título de Breton y Soupault es, por supuesto, histórica y busca rendir un homenaje a la publicación inaugural del surrealismo. Pero indica, asimismo, un parti pris. Frente a la compartimentación estanca del conocimiento y de las formas de organización, se plantea la hibridación y el transvase de saberes; se antepone la investigación extradisciplinar a los discursos interdisciplinares del virtuosismo global.2 Contra la franquicia, el museo situado. Ese es el sentido en el que han trabajado muchos de los artistas con los que he colaborado y esa es la pulsión que ha guiado también mi trayectoria institucional. De ahí que, en ocasiones, estos planteamientos hayan podido generar confusión en aquellos estamentos que amparan la libertad artística, siempre que esta no exceda el marco establecido. Recuerdo con claridad la amonestación que recibí, siendo director del MACBA, de uno de los responsables políticos del museo, cuando, en junio de 2001, se estaban preparando las acciones de Las Agencias: «Lo que estás haciendo –me advirtió– no es arte. Excede los límites de lo que es un museo».
La historia del siglo XX está llena de actos de rechazo y censura. En 1926, el gobierno de Estados Unidos denegó la importación de una escultura de Brancusi, Pájaro en el espacio (1912), alegando que no era arte, sino diseño industrial. Para las autoridades aduaneras, todo objeto artístico debía representar formas naturales o humanas. Según ellas, ese no era el caso de la pieza del autor rumano. En un orden más político, en 2004, la exposición de León Ferrari, en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, fue clausurado por mostrar obras que supuestamente atentaban contra la religión católica. Dos años más tarde, el artista argentino recibía el León de Oro en la Bienal de Venecia. Se diría que, como el ser humano, la sensibilidad avanza a partir de derrotas.
A veces me he preguntado por qué algunos autores cuya labor se circunscribe al área de investigación universitaria sienten tanto interés por desarrollar sus ideas en formato expositivo, y creo que la razón se debe a que la muestra tiene un aspecto performativo del que suele carecer el texto académico. El significado de lo expuesto acontece en el presente. No se trata tanto de indagar sobre unos hechos pasados como de comprender nuestra época a partir de ellos. Esta operación de conocimiento no se produce exclusivamente a través de un proceso de significación o de la entrada en un orden simbólico, que son las marcas del quehacer intelectual, sino mediante formas de activación y actualización que se consiguen, como apuntó Roland Barthes, escribiendo desde la perspectiva del receptor y no desde la obediencia filial a las reglas del texto.3
Una de las constantes de mi trabajo ha residido en la voluntad de trascender la noción de espectador, que tiene un componente pasivo, para pensar, en cambio, en una pluralidad de públicos y agentes. La agencia va más allá de la unidad individual o de la identidad nacional, puesto que conlleva la negociación.4 Que el espectador se transforme en agente es hacer que se pregunte sobre sí mismo. No para celebrar una identidad, sino para saber por qué es como es y qué quiere ser. El concepto de agencia es, de este modo, inextricable de lo común, que requiere del compromiso y la interrogación permanentes, así como de la creación de una red de conocimientos compartidos.
Es imposible proponer agencia sin repensar la institución. Ahora bien, no es lo mismo la crítica institucional de los años setenta u ochenta que la de los noventa ni, por supuesto, que la de este siglo. Los vínculos entre los movimientos sociales y los centros culturales han ido cambiando a lo largo del tiempo. Si a finales de los noventa se insistía en cuestionar los museos o se veía con una cierta sospecha la relación con ellos, después de la gran crisis de 2008 se ha hecho patente la necesidad de ocuparlos y democratizarlos. Si en algún momento se idealizó a los colectivos y se pensó que todo lo malo venía siempre de la institución, hoy es evidente que esta «es» la gente que trabaja en ella, con sus aciertos y fracasos, y que los colectivos entran igualmente en dinámicas contradictorias. Y ni que decir tiene que esta relación no es idéntica en el Norte que en el Sur global, o que en el antiguo bloque soviético. Cuando el sistema del arte se manifiesta de forma cohesionada, es pertinente buscar fisuras. Cuando el andamiaje institucional es frágil se diría que es primordial construir esa relación.
En un mundo sin pasado ni futuro no debe menospreciarse la importancia de la historia. Nuestras acciones adquieren sentido en ella, pero no pueden estar sujetas ni al memorialismo, tan recurrente en la actualidad, ni a una concepción historicista del tiempo. La historia implica el anacronismo, la tensión entre los períodos de ciclo largo y los coyunturales. Se basa en la genealogía y es inseparable de toda reflexión sobre el arte, sus organizaciones y actores.
Los ensayos agrupados en este volumen responden a contextos y momentos concretos. Se hallan, de algún modo, «situados», ya que fueron concebidos desde un punto de vista muy específico, el que supone dirigir una estructura pública.5 Pero no surgen de un plan preestablecido, ni reflejan necesariamente la actividad que se ha desarrollado en el Reina Sofía durante estos últimos años. Explicar la ordenación de la colección, las líneas discursivas de las numerosas exposiciones temporales, los programas públicos o el centro de estudios y la biblioteca y archivo requeriría otro libro. Tampoco pretenden establecer un índice de los intereses curatoriales de quien firma estas páginas. En este sentido, es muy significativa la ausencia de textos sobre algunos artistas cuya obra ha sido capital para mí. No hay, por ejemplo, ningún escrito sobre Marcel Broodthaers, James Coleman o Nancy Spero. Y tampoco están Elena Asins, Valdelomar o Palazuelo, por citar solo unos cuantos artistas significativos.
Trabajar en una institución y hablar desde ella (aunque la escritura real se haya hecho en las pausas de un fin de semana en casa, en la habitación de un hotel o viajando en tren o en avión) implica siempre un trabajo colectivo. No puedo dejar de mencionar a aquellas personas que me han acompañado en la etapa en que la mayoría de estos ensayos fueron escritos. En primer lugar, he de apuntar a mi equipo más cercano: Joâo Fernandes, Ana Longoni, Charo Peiró, Alicia Pinteño y Teresa Velázquez (con quien compartí el comisariado de la exposición sobre Lygia Pape y el texto que se recoge en este volumen), además de Jesús Carrillo y Berta Sureda. También he de reconocer el trabajo editorial de Mela Dávila