Campos magnéticos. Manuel Borja-Villel
tipo, a no ser que el propio artista lo solicite.
Desde principios de los años ochenta el mercado del arte no ha cesado de crecer, alcanzando un punto de inflexión en 2004, cuando las casas de subastas de Estados Unidos y Europa aumentaron exponencialmente sus beneficios y sus ventas pasaron, en apenas un año, de 621 millones a 3,39 billones de dólares. Con el incremento general de precios, el riesgo de que muchas obras de arte salgan de sus países de origen, en especial de aquellos con economías menos potentes, es alto. Resulta significativo que este boom haya tenido un eco en la consolidación de puertos francos como Luxemburgo, Ginebra y Singapur, hasta el punto de que hoy un número relevante de coleccionistas confiesa guardar obras en estos lugares. Es lógico, pues, que los Estados tiendan a proteger lo que reconocen como su legado cultural, aquello con lo que se identifican, sea bien promulgando nuevas leyes o bien actualizando otras ya existentes.
Estas medidas proteccionistas han sido muy cuestionadas por una parte importante del sector, que sostiene que las trabas a la exportación suponen un duro revés para el mercado, puesto que, al dificultar su circulación, pueden condenar la producción de muchos autores a un cierto ostracismo. Coleccionistas, galeristas y artistas no aceptan lo que califican de pérdida de control de su trabajo. Asimismo, argumentan que, en aquellos países que han mantenido una legislación flexible, se han atesorado fondos importantes de arte contemporáneo nacional e internacional. En otros países con leyes más restrictivas, estos brillarían por su ausencia. «¿Dónde están las grandes colecciones de arte povera en Italia?», se preguntaba no hace mucho el coleccionista hamburgués Harald Falckenberg a propósito de esta problemática.2
Si es cierto que la separación entre lo público y lo privado es cada vez más difusa, si es verdad que para el neoliberalismo la función del Estado consiste en garantizar el acceso (aunque no necesariamente de todos) al mercado, ¿cuál es el sentido de una ley como la que se quiere promulgar en Alemania? ¿Cómo se compagina un texto que intenta restringir la exportación con un mundo global en el que los museos se hallan cada vez más deslocalizados, trabajan menos para su comunidad y se dirigen, en cambio, a un público cada vez más genérico y difuso? ¿Cómo se entiende una norma que parece surgir a contracorriente en una época en la que se privatiza todo? ¿Se trata de un foco de resistencia a la globalización, de la cual la cultura sería un lugar de refugio, o quizás un síntoma de una situación más compleja?
Estas leyes explicitarían la voluntad del Estado de proteger aquello que tiene un carácter histórico, dejando el arte contemporáneo al libre albedrío del mercado. Lo histórico, cuya definición varía según el lugar, quedaría fuera de cualquier tendencia especulativa. Pero a menudo las polémicas son más elocuentes por lo que ocultan que por lo que dicen. Y este debate descubre que, a pesar de que el liberalismo se asienta en las libertades formales de los individuos, como su objetivo último no es la libertad sino el beneficio, cuando es necesario y por mucho que ello pueda parecer contradictorio, no duda en promover normas y apoyarse en la sacralización de ciertos rasgos culturales que favorecen el control de la ciudadanía. De ahí que, en pleno siglo XXI, el libre movimiento de bienes y ciudadanos vaya acompañado de su contrario: las barreras a su circulación. No es posible hablar de patrimonio sin entender que este se halla inmerso en una estructura de poder determinada, que puede ser causa de desigualdad y opresión de unos grupos sociales por parte de otros. ¿A qué estamento social nos referimos cuando hablamos del legado de un país? ¿A los que escriben la historia o a los que la sufren en silencio? Sabemos a partir de Gramsci que la batalla por la hegemonía cultural es importante y que esta antecede en muchos casos a la hegemonía política. Así lo ha entendido el neoliberalismo, al igual que los autoritarismos de los años treinta y las grandes potencias durante la Guerra Fría.
La polémica en Alemania, lejos de manifestar posiciones excluyentes, ha evidenciado su complementariedad. Ha hecho patente que el problema no reside en la dicotomía irresoluble entre los derechos del individuo y la colectividad, sino en el hecho de que ambas posiciones se basan en un mismo principio: el de la propiedad como elemento esencial de nuestras relaciones y germen de la competitividad y del crecimiento. Para unos, la propiedad consiste en el goce y dominio individual del objeto; para otros, en su uso colectivo.
En El capital Marx analiza cómo, en el Reino Unido, a finales de la Edad Media, la enajenación de las tierras comunes fue una condición necesaria para que se conformase una primera forma de acumulación. El conocimiento, los afectos y nuestras propias subjetividades son los nuevos «pastos comunes» que las pujantes industrias del entretenimiento y la comunicación no cesan de cercar, constituyendo la forma que tiene el capitalismo actual de desarrollarse. Pero también una de las causas de su crisis. Ahora que la tecnología permite el acceso general a los bienes culturales, la lógica de un nuevo cercamiento no funciona ya que, como sostienen Christian Laval y Pierre Dardot, la actividad intelectual no es extractiva ni excluyente.3 Se basa en la cooperación y no en la competitividad. Su uso no la agota, sino que la hace crecer. Se promulgan leyes restrictivas de los derechos de autor a la vez que se favorece la expropiación del trabajo cognitivo. Restringimos la circulación de bienes culturales al mismo tiempo que se promueve la hegemonía de un mercado que es, por definición, global. Y nos olvidamos de que los frutos de una obra, los relatos y las experiencias que generan van más allá de quien los posee o custodia, ya que son de todos, es decir, comunes.
1.Declaración de Jaime Botín: «El cuadro es mío. No pertenece a España. No es un tesoro nacional y yo puedo hacer con él lo que quiera». El País / The New York Times, 29 de octubre de 2015.
2.Conversación con el autor, Museo Reina Sofía. Madrid, octubre de 2015.
3.Christian Laval y Pierre Dardot, Commun (2014); Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI. Barcelona: Gedisa, 2015.
DE LAS IMÁGENES DE LA GUERRA
A LA GUERRA DE LAS IMÁGENES
Primera imagen. Winston Smith se dispone a escribir un diario, una práctica que en su mundo puede llegar a ser castigada con la pena de muerte. La escritura es un acto de rebeldía a través del cual este personaje intenta derrocar el poder que oprime a la sociedad en la que vive. Claramente estamos hablando del libro de George Orwell 1984. Publicado en 1949, en él se perfila un mundo centrado en la producción, en el que las relaciones sociales se forman alrededor del trabajo y las libertades individuales han sido anuladas por el poder oligárquico del Estado. Se nos muestra que, bajo la promesa de un futuro mejor, existe una realidad terrible en la que se han suprimido las libertades esenciales de los ciudadanos. Ese poder es exterior, permanece oculto a la gente y la finalidad del autor no es otra que sacarlo a la luz. Para Orwell, como para una gran parte de su generación, la verdad es autónoma y su sola presencia conlleva el cambio y la transformación de la humanidad. Como sabemos, este texto es un reflejo literario de los diversos fascismos que recorrieron Europa durante los años treinta y supusieron la respuesta del capital a la Revolución de Octubre y a la crisis del 29, esto es, la estatalización total de las relaciones de producción y la militarización del trabajo y la vida.
Segunda imagen. Una multitud de ciudadanos se concentra alrededor de un mall en las afueras de Londres. Su única identidad viene definida por el deseo de consumir. El consumo es lo que les mueve a unirse, compartir sueños y valores, esperanzas y placeres. La imagen está extraída de Kingdom Come [Bienvenidos a Metro-Centre], una novela también de ciencia ficción escrita por James G. Ballard y publicada en 2006. En ella su autor nos describe una vida hastiada de la severidad moderna y de su pretendida solidaridad, en la que los centros comerciales, rebosantes de pantallas, letreros luminosos y reclamos publicitarios, se han convertido en las catedrales de hoy. Simbolizan una nueva forma política de masas. En ellos no hay sentido del pasado ni responsabilidad hacia el futuro,